De rojo la remera, de rojo la mochila, de rojo el corazón, de rojo Marcelo, todo de rojo, saluda al más rojo de los rojos de su historia roja, o sea que saluda a John Reed. Rojas no son, pero podrían ser rojas las lágrimas y las pulsaciones y las palabras que le salen ahora a Marcelo mientras rojo, rojo, rojo cumple uno de los sueños con los que llegó a la Moscú que en estas horas es Mundial y que alguna vez fue la más roja de las ciudades: caminar hasta el sitio en el que los restos de John Reed, periodista, narrador, estadounidense, militante, el más extraordinario de los contadores de la Revolución rusa de hace un siglo, quizás descansan en paz o quizás proyectan otra revolución.

Marcelo conoció a Reed gracias a una película que se llama, obviamente, Reds (Rojos, de 1981) y que, de puntada a puntada, zurció Warren Beatty. Después –después y también estas semanas, en una Moscú que crece en futbolización y en humedades, en calor y en turistas en estado de consumo– leyó cada crónica de Reed, cada oración en la que Reed mostró cómo miles y mucho más que miles de personas eran capaces de alterar el orden de las cosas, cada verbo con el que Reed retrató las esperanzas, los debates, las emociones y las ideas de una construcción política bien distinta a un Mundial de fútbol pero que también puso a la superficie que pisó Reed y en este instante pisa Marcelo en el nudo de la historia humana. Diez días que conmovieron al mundo fue el título de la cumbre de las obras de Reed para avisarles a todos los futuros que los individuos organizados pueden destartalar lo establecido para siempre. Conmovido y de rojo se siente Marcelo mientras va y viene por la periferia del Kremlin y corrobora que no muy lejos de donde enterraron a Lenin o al astronauta Yuri Gagarin o a altísimas autoridades políticas a las que considera mejor o peor, está Reed.

Tres argentinos y dos marroquíes juegan a la pelota a pocos metros de donde Marcelo ejecuta, de rojo, su homenaje a Reed. Gritan goles que no hacen, pronostican partidos que los entusiasman y felicitan a mexicanos que, a pesar de que el tiempo es invencible y pasa, persisten en referirse al triunfo de su selección sobre Alemania de hace dos días. Delante de la Catedral de San Basilio una pareja se besa y se saca una selfie del beso que parece importarle más que el beso. En la zona de ingreso a la Plaza Roja, una portuguesa le dice a un portugués que estar ahí es un sueño y, de verdad, resulta un sueño. Una bandera de Uruguay flamea como otro sueño sobre los hombros de un pibe que debe marchar seguro porque su casaca es celeste y dice Diego Lugano. Anciana y rusa, una dama que soporta el peso de una bolsa de compras emprende el regreso a su hogar en la Moscú honda y antes se frena en las inmediaciones de la estatua de Karl Marx vaya a saber pensando qué. De rojo cada vez más rojo, Marcelo honra la memoria y las letras del rojo Reed infiriendo que cada individuo que forma parte del cuadro infinito que es la capital rusa fue mejor o será mejor si los textos de Reed le desfilan delante de los ojos y se le hunden en el alma.

Goles japoneses y senegaleses provocan ecos alegres o decepcionantes en gentes que no se visten de rojo igual que Marcelo pero, en eso sí igual que Marcelo, vinieron desde detrás de muchas olas o de unas cuantas fronteras para que el Mundial les conceda un lugar. En las vidrieras transparentes de un negocio en el que cada aire fue comprado por una firma multinacional, el último o el penúltimo Maradona surge desde un video y le pega de zurda como si fuera el primero o el segundo Maradona. Llueve una lluvia de verano en Moscú y entonces Marcelo, rojo inamovible, lee a John Reed: “Mientras todo el mundo esperaba ver a los bolcheviques apoderarse por sorpresa de la calle y ponerse a disparar contra los ciudadanos de blancos cuellos postizos, la insurrección comenzó, en realidad, en pleno día y del modo más natural”. La lluvia se esfuma y, cabeza en alto, rojo indetenible, Marcelo registra un horizonte de seres que cantan canciones de fútbol y no de insurrección.

Se interroga Marcelo, más rojo que antes de llegar a Moscú muy rojo: ¿qué diría Reed de este mundo y de este Mundial, de las apropiaciones que efectúa el mercado de un juego parido por los pueblos? ¿Qué crónica haría Reed, que entendía que fracasar es no intentar, al oír a señoras y a señores que desflecan a futbolistas porque perdieron un partido de fútbol? ¿Qué diría de las glorias y de los espantos de esta Moscú precisamente John Reed, que testificó otra Moscú con su prosa intensa, que se murió a los 32 años, que fue botoneado por espionaje en Estados Unidos, que supo que el periodismo sacude a la tierra o no es periodismo, que retrató desde adentro, con ardor en la yema de los dedos, también una Revolución mexicana de la que no charlan en este momento los mexicanos que exploran las calles laterales al teatro Bolshói?

Marcelo sospecha qué diría Reed, pero no lo dice. Lo que dice es que Reed bien vale Moscú, bien vale un Mundial, bien vale un tributo rojo, muy rojo, eternamente rojo que es, más o menos cerca de su tumba, el que Marcelo le hace. Luego saca su ejemplar de Diez días que conmovieron al mundo, asume que, en otros sentidos, un Mundial conmueve al mundo y, tan rojo como al comienzo, sigue leyendo y se va.