En Yasenevo, en la periferia gigante de la Moscú gigante, en el espacio en el que Rusia no es ni la Plaza Roja ni el teatro Bolshói ni el rostro de sus próceres sino los latidos de la gente que jamás será notoria, en una vereda en la que se entrecruzan kazajos que migraron en busca de un mango mejor con azeríes que migraron en busca de un mango mejor; ahí, donde la vida es la vida de verdad y no una trama feliz de fotos turísticas, un argentino mira tanto paisaje humano y, mitad invitación al debate futbolero y mitad broma, dice:

–A ver, ¿quién de ustedes estuvo en la cancha de River la última vez que jugaron Argentina y Francia por un Mundial?

En Yasenevo, cuando Argentina y Francia compartieron por última vez un césped de mundiales en junio de 1978, el cuartel nuevo y mítico de la KGB al que Occidente le atribuía los males del mundo se iba llenando de papeles secretos, había miles de personas que proyectaban aprovechar algún fin de semana para ir a conocer alguna de las cuatro estaciones con las que ese año se amplió la telaraña de subtes de la gran ciudad y había centenares de niñitos que se apoyaban en sus almohadas con la certeza de que alguna vez serían tan héroes nacionales como los astronautas de las misiones Soyuz con las que la modernidad soviética daba batalla en la carrera espacial. Conclusión básica: en Yasenevo, al Mundial de 1978 nadie le daba pelota.

–Luque –enuncia el argentino–, Leopoldo Jacinto Luque, el protagonista principal de ese partido. ¿Ustedes saben lo bien que jugaba Luque?

El 6 de junio de 1978, en la segunda presentación de la selección argentina durante aquel Mundial escenificado en su casa, Luque metió el gol de la victoria de su equipo, un derechazo desde la puerta del área que dejó la pelota flotando hasta todos los porvenires, el 2-1 necesario para completar la alegría que había inaugurado un penal de Daniel Passarella y que, por un rato, había entorpecido un tanto de Michel Platini. Esa noche, en River, mientras amarraba la clasificación celeste y blanca hacia la siguiente fase, Luque se dañó feo un hombro y, más tarde, se enteró de que uno de sus hermanos había muerto en un accidente de tránsito.

Un veterano de Yasenevo, que chapucea un inglés futbolizado, señala hacia el horizonte y se las arregla para explicar que en 1978, en las horas de junio en las que argentinos y franceses pateaban con direcciones contrapuestas en una cancha que en la misma Yasenevo nadie miraba, ya la zona exhibía muchos de los edificios altos y parecidos que financió el Estado soviético y que aún hoy retratan el perfil del barrio. “Esto no estaba”, añade, y lo que no estaba es un shopping grande como la Unión Soviética, un shopping tan idéntico a tantos shoppings que podría erguirse en los bordes de Manhattan o en una avenida de Buenos Aires o de Montevideo, un lugar que, como caracterizó el antropólogo francés Marc Augé, es “un no lugar”. Inferencia básica, entonces: en 1978, el Mundial se jugaba lejos de Yasenevo y los shoppings también jugaban lejos.

“Me alegró que vencieran a los húngaros”, apunta un veterano amigo del otro veterano, que reconoce que el triunfo de Argentina sobre Hungría por 2-1, el 2 de junio de 1978, es lo único que consigue rescatar de aquel Mundial. Un urgente trabajo de archivo, más eficiente que el intento de intercambiar en inglés/castellano/ruso/fútbol/gestos con el veterano ruso, trae la razón de esa antigua alegría: había sido Hungría el equipo que, en la fase eliminatoria, superó a los soviéticos y les quitó el pasaporte hacia un torneo que se montaba en la otra punta del planeta. Es posible que el veterano percibiera a ese partido como una pequeña revancha. Vaya a saber, se interroga el argentino, si esos veteranos rusos, testigos y actores de formas de organización social y política tan diferentes, conciben que la existencia suele dar revancha, es invariablemente jodida o es irrompiblemente bella.

Un kazajo mira sin decodificar una palabra. Un azerí cree decodificar pero se ve que lo intenta con una fórmula imperfecta, porque lo que articula es un “Uruguay good” y, por insuficiencias del argentino o de vivir en una era de muchos idiomas, no hay modo de precisarle que la conversación remite a otro país, a otro equipo y a otro tiempo. “Good”, devuelve el argentino, resignado como cuando el azar obsequia malas suegras, y, por fin, revela que él sí ocupó un sitio en las tribunas de River aquella noche de junio en la que Luque acertó su golazo durante la última vez en la que Argentina y Francia jugaron por un Mundial.

Para que fluya el intercambio es necesario mencionar a Messi cada tanto, aunque Lionel Messi nació 19 años después de la noche del golazo de Luque. “¿Está bien Messi?”, “¿será campeón Messi?”, “¿Messi es igual a Maradona?” consultan los veteranos y otros contertulios que el argentino fue reuniendo. Ninguna respuesta lleva exactitud. Lo exacto es que toda esa gente, acaso porque el buen gusto no abandona geografías, sigue a Messi con ojos grandes, casi con afecto.

Hay alguien en Yasenevo que evoca que, en 1978, el campeón soviético fue el Dínamo Tbilisi y que nadie sumó tantos goles como Georgi Yártsev. Uno de los veteranos asegura que el mejor de esos junios era Oleg Blokhin, que la descosía en el Dínamo de Kiev. El argentino, que valora la erudición futbolera de sus compañeros de charla, no puede cerrar esa cumbre sin decir que el gol de Luque, y el último Argentina-Francia en los mundiales, y el Mundial de 1978 entero transcurrieron en el marco de un genocidio, de una dictadura particularmente salvaje, de un ciclo de endeudamiento externo y de empobrecimiento masivo, de horrores expuestos y ocultos. Matices más y matices menos, para todos parece quedar claro. El argentino piensa que quizás eso se produzca porque el espanto es un lenguaje universal.

El fútbol también funciona como lenguaje universal y, en consecuencia, con tenacidades compartidas; ya está sembrado en unas cuantas memorias de Yasenevo cómo fue la última vez de Argentina-Francia en los mundiales, esa última vez que cederá su condición de última vez cuando Argentina-Francia sea otra vez partido de Mundial, pero en 2018 y en Kazán, Rusia.

Veteranos, kazajos, azeríes y otras gentes saludan con cordialidad al argentino. Justo uno de los veteranos indica un punto de su horizonte de edificios de los 60 y suelta una frase más, indescifrable, y agrega un año: “1978”. ¿Señalará al viejo edificio de la KGB?, ¿estaría allá, en ese punto, en las jornadas ensoñadas de la misión Soyuz?, ¿querrá detallar algún aspecto de todo lo que vino después?, ¿habrá recordado algo del Mundial de Argentina así nomás, de golpe?

En Yasenevo, donde la vida de Moscú es la verdadera vida, el argentino se despide y no tiene respuestas. La última vez de Argentina-Francia fue en otro Mundial. Y también en otro mundo.