Nunca supimos si la responsabilidad era de la Bobe Victoria, que quería saber y no lograba saber cómo se llamaban todas las personas que aparecían en las pocas fotos de sus décadas pobres y sonrientes en el Chaco, o de Susan Sontag, que escribió “todas las fotografías atestiguan la despiadada disolución del tiempo” en esa gloria de la reflexión que es su ensayo “Sobre la fotografía”. Nunca supimos eso y nunca lo vamos a saber, pero lo que sí sabemos es que, siempre que estamos delante de una fotografía, nos preguntamos quiénes son los otros y las otras de la foto.

¿Quiénes son los otros y las otras de, por ejemplo, las extraordinarias fotos de la muestra de la reportera argentina Sara Facio en el Malba, en pleno Buenos Aires, esos y esas que gritan por Perón o por la Revolución o contra las represiones que venían? ¿Vivirán y se verán jóvenes si es que quieren ver los restos de ese tiempo? ¿Cuál de esos pares de ojos que nos miran desde la esperanza o desde la tragedia será un par de ojos desaparecido por los desaparecedores para los que no hay ni habrá ni desmemoria ni perdón? ¿Qué será de la vida o de la muerte de ese pelado que sale en la imagen atrás de un ministro que jura que hará lo que al final no hará? ¿Y de las vidas y de las muertes de todos los que se mezclan en todas las fotos y en ninguno de los epígrafes de los juramentos de ministros de antes, de muy antes y de ahora? ¿Cómo es que alguien que en cierta tarde ocupó un espacio en el palco más enfocado de un país se transforma en nadie o en nada? ¿Lo reconocerán diez o cien años después alguna vecina o algún sobrino bisnieto? ¿Dónde perduran guardados y dónde permanecen perdidos el desconocimiento y el conocimiento de lo que hay en una foto, en esa foto, en cualquier foto?

“La fotografía es un secreto de un secreto. Cuanto más te dice, menos sabés” explicó la estadounidense Diane Arbus, quien falleció demasiado temprano pero parpadeó lo suficiente para capturar miles de fotos quizás extraviadas o quizás eternas. ¿Alcanza con eso? ¿Alcanza con eso para conformarse, para aceptar mansamente que jamás tendremos ni el más remoto dato de los tipos que brotan a la espalda de Maradona cuando festeja sus dos goles en el Azteca frente a Inglaterra en una jornada muy fotografiada de junio de 1986? ¿Alcanza con eso para dormir sin tentación de insomnio frente a la certeza de que ni dominamos ni podremos dominar las biografías, los memorias y los porvenires de esa gente que se pasma detrás de Luisito Suárez, en una cancha sudafricana, cuando alza la mano para evitar un gol, provocar un penal y destapar una secuencia futbolera de la que seguimos conversando? ¿Alcanza con estar anoticiados de que una vez, hace un montón, hubo en Montevideo un Mundial de 1930 que persiste fotografiado con tribunas en las que señores ensombrerados sonríen en las tribunas, pero carecemos de la más mínima pista que nos arrime a la identidad de esos señores, a los motivos que los localizaron sonriendo allí, a las expectativas y a los temores que les suscitaban el fútbol, el Mundial del 30, el regreso a sus hogares, el fuego o el agua?

Una foto es, para situarla entre las maravillas de esta era, como una jugada del belga Eden Hazard acaso porque los expertos en fotografiar tienen, detalles más o detalles menos, bastante de Hazard. Por un lado, abunda en arte; por el otro, funciona como una gambeta. Una foto es una gambeta: nos evidencia algo que plasmamos y nos trasluce una inmensidad a la que ignoramos. Diez mil veces mejor lo dijo Juan Gelman en un poema de seis versos que tituló “Foto”: “tu rostro es una tierra siempre desconocida/ y esta fotografía el olvido, otra cosa”.

¿Cuánto cabe en una foto? ¿Quiénes son los verdaderos protagonistas de una foto? ¿Por qué la novia y el novio radiantes y no el mozo que, en un costadito, abastece de café al suegro abochornado o al invitado que se aburre en la boda? ¿Por qué el autor del gol de la final de las finales y no el chiquito que repone la pelota que se va a un costado, sobre el mismo césped, en veinte situaciones que no son gol? ¿Qué es y qué no es importante en el recorte o en la inmensidad del mundo que se estampa en una foto o fuera de una foto? ¿Qué máquina de poder, de valores, de escalas conceptuales, define lo relevante y lo accesorio? “El mínimo mensaje de una fotografía puede ser menos simple que lo que pensamos en primera instancia”, avisó el maestro John Berger, pensador sin ataduras, alguien que percibió que meditar sobre las fotos implicaba meditar sobre la humanidad.

Otra de las muestras excepcionales que se cuelan en Buenos Aires es la que cada año impulsa la Asociación de Reporteros Gráficos de la República Argentina. Desde luego que lo excepcional reside en la luz, en el aire, en los reflejos, en la técnica, en el talento, en el esfuerzo cotidiano y en la tenacidad de un montón de profesionales de la cámara. Pero todo eso posibilita algo aún más excepcional: ahí brillan, luchan, lloran, gritan, ríen, se emocionan, emocionan, descansan, se agotan, nacen y renacen personas. No hay piel, no hay corazón, no hay sensibilidad que no se despabile de frente a esas fotos, de frente a esas personas. Pero la Bobe Victoria y la gran Sontag percuden, insisten, reclaman: ¿quiénes son esas personas? ¿no deberíamos ir nosotros y nosotras -los que tenemos la piel y el corazón y la sensibilidad despabilada por esas fotos de reporteros/as notables- detrás de más huellas de esas personas que nos conmueven desde la foto?

Alguien que supere el campo de la conjetura y se haya dedicado al estudio exclamará que hay bibliotecas completas para indagar sobre estas cuestiones. O que casi todo está expuesto en “La cámara lúcida”, el último de los libros (1980) del semiólogo francés Roland Barthes. O que nos conviene rescatar ese libro porque Barthes, un señor que miraba la foto entera y la vida entera, construye teoría no desde los retratos de generales vueltos próceres o de santos padres famosos sino de monjas anónimas y de soldados sin nombre. ¿Cómo no interrogarse sobre quiénes son esos soldados y esas monjas, sobre si sucumbieron o sobrevivieron por excesos de guerras o por excesos de fe? ¿Cómo no interpretar, desde esa comprensión, que la fotografía es o puede constituir una herramienta para ser más justos porque, al cabo, los resonantes y los soslayados respiramos a apenas un clic de distancia de los dedos de los buenos reporteros?

¿Y si saliéramos a buscar a cada individuo de cada foto? O sea: ¿y si recuperáramos los tramos de la historia que perdemos y continuaremos perdiendo por no considerar debidamente a esas caras que quienes son cracks de la fotografía consiguieron registrar? O sea: ¿y si asumiéramos toda la inequidad de la que somos socios al reconocer a los reyes y a las reinas de las fotos y al mandar al tacho del olvido a miles y miles de demases de esas mismas fotografías?

Un club acaba de tomar esa determinación. Cincuenta años después de consagrarse campeón del mundo en Manchester, Estudiantes de La Plata lanzó una convocatoria para identificar a un entonces chiquito que aparece en una foto, aferrado por el presidente de la institución, dando la vuelta olímpica, ya en la Argentina, ya en su estadio, en plena fiesta. “¿Dónde estás campeón?” consulta la campaña con la foto de fondo. ¿Alguien osaría afirmar que ese muchachito, que en el siguiente medio siglo puede haber andado y desandado partidos, amores, empleos, satisfacciones y desencantos, no es una parte entre las muchas partes de aquellos días felices? ¿Abarcar ese pasado -es decir: ubicar a ese pibe que hoy es un adulto- no significa tener más completo el presente, inclusive el futuro? Habrá quien crea que se trata de una iniciativa original (como lo fue detectar quiénes son la enfermera y el marinero que protagonizan el beso más emblemático del fin de la Segunda Guerra Mundial y que captó el gran fotógrafo Alfred Eisenstaedt), pero, más que eso, es un proyecto justo. Justo porque todas y todos tenemos nombre y apellido, justo porque todas y todos somos alguien en la historia aunque la historia de la historia suela dejar afuera, con argumentos variados, a millones de nombres y de apellidos.

Cuando al francés Henri Cartier-Bresson lo entrevistaron para que revelara cómo obtenía sus fotos sublimes, contestó sin vueltas: “No me interesa la fotografía sino la vida”. Y en la vida estamos todas y todos. Estamos seguros de que la Bobe Victoria celebraría eso y, si la búsqueda de Estudiantes prospera, hasta tendría ganas de darle un abrazo al pibe de la foto.