La ruta 3 recorre el país atravesando los departamentos de San José, Flores, Soriano, Río Negro, Paysandú, Salto y Artigas. La ruta 90 atraviesa Paysandú hasta la ciudad de Guichón, la ruta que te alcanza hasta las Termas de Almirón, no sin antes pasar por pueblos como Orgoroso, Piedras Coloradas, Celestino o Algorta. A la altura de Piedras Coloradas o de Orgoroso, en realidad se puede entrar por cualquiera de los dos lados, se abre un camino de toscas que llega a Puntas de Arroyo Negro, de esos lugares a los que sólo se llega preguntando, como a Roma. Puntas de Arroyo Negro es un pueblo industrial, formado en torno a una fábrica que ya no existe. Un boliche, una escuela y las casitas de MEVIR, tres o cuatro estancias alrededor. En ese pueblo de 70 personas nacieron Nicolás Mezquida y su hermano Sebastián. Su padre trabaja hasta el día de hoy en la forestación; la ruta 90 traslada gran parte de la producción forestal del país.

Su madre era la maestra directora de la escuela donde vivían: “En la escuela éramos 20, contando a la maestra, que era mi madre; esa era mi casa. De tarde con mi hermano Sebastián quedábamos solos para jugar, porque no sólo eran pocos niños, también vivían lejos. Entonces jugábamos con la vaca, a pegarle pelotazos. Mi viejo se enojaba. Había dos o tres vacas en el predio de la escuela”. A los ocho años conoció la competencia con otros niños, atrás quedó apuntarle a la vaca o correr con la pelota al pie mientras te sigue un chancho. El Orgoroso Fútbol Club recibía a los hermanos cada fin de semana para jugar; su viejo los llevaba, claro. A todos lados. Cuando el pequeño Nicolás empezó a desnivelar lo llevaron a la ciudad, al Club Atlético Litoral, donde había brillado su abuelo, el popular Semilla Seró, conocido canillita campeón del interior con la selección de Paysandú. Cuando empezó a jugar con los de 15 había que ir también entre semana, entonces Nicolás esperaba ansioso que su padre volviera del monte para salir hasta la ciudad a entrenar: “Cuando jugamos el Sudamericano sub 15 en Iquique, Chile, se fueron hasta allá manejando con mi madre. También fueron a Santiago de Chile y a los cinco minutos me sacaron roja. Lo disfrutan. Ahora siempre que pueden se van para allá a verme jugar; de los partidos en Las Acacias a los grandes estadios de la Major League Soccer [MLS]”.

A los 13 años hizo Séptima con el Paysandú Fútbol Club; viajaban a Montevideo todos los fines de semana. Paraban en San José para comer una milanesa humedecida y llegaban casi directo a la cancha habiéndose cambiado más de una vez en el bondi. Cuando faltaban jugadores se quedaban para estar en el banco de Sexta y de Quinta. “Mi hermano se quedó en el campo haciendo el liceo, yo me mudé a Paysandú con mi abuela. Al tiempo se mudó él también. Era muy calentón mi hermano, yo también, pero fui aprendiendo, siempre lo tuve a él de ejemplo. Todas las macanas que se mandó me mostraban cómo era todo. Me ayudó mucho; me podría haber mandado mil, pero antes se las mandó él”. Peñarol se interesó en el botija y se lo llevó a Montevideo a cambio de pelotas, conos y chalecos. Vivió en la Aguada con otro gurí de Paysandú. La abuela viajaba a hacerles de comer y a estar con ellos y se volvía. Caminar hasta el Palacio Peñarol era caminar en otro mundo. Su vieja, mientras, seguía en la escuela, su viejo en el monte. Empezó a ver el mar seguido. “En Paysandú me subía a la bici y hacía todo, enganchaba las canilleras en el cuadro y me iba para el liceo, de ahí a la práctica y de la práctica a juntarme con los amigos. Vivía en la calle; jugábamos al fútbol hasta que se terminaba la luz en el campito, después nos íbamos a un estacionamiento porque había focos y seguíamos. Empecé la pretemporada en Montevideo, salía caminando para el Palacio Peñarol y de ahí salía un ómnibus para unas canchas lejísimos, volvíamos a las ocho de la noche. Extrañaba. Mis amigos de la infancia y de la adolescencia estaban allá. Lo que hizo que me quedara fue que amaba realmente jugar al fútbol, y ser del campo y del barrio me ayudó a madurar para aguantar los golpes”.

Paredes invisibles

La pared invisible o te frena, porque es invisible pero existe, o la atravesás, porque en realidad no es tal y te permite ir más allá, hasta donde llega la vista, hacia lo inalcanzable, hacia esa cosa onírica como los grandes estadios que parece que se te escapa de las manos como arena. Como estar soñando y despertarse y querer volver a dormir para volver al sueño. El amor por el juego le hizo mermar la nostalgia de la bicicleta con las canilleras atadas al cuadro. Cuando pisó Los Aromos y Fabián Coito era el hombre tras el silbato que repartía los chalecos, empezó a entender que el juego no es sólo amor y goles y sueños que se escapan entre los dedos. “Fabián me aconsejaba, me apoyaba, estuvo muy cerca en esos momentos. Mi madre hablaba con él cada tanto, porque yo extrañaba mucho. Un tipo muy calmo, con el temperamento que se necesita para ser técnico. Aprendí mucho de táctica, entendí cómo hacer la diferencia desde la inteligencia. Él tenía la capacidad de hacernos entender el juego. Con 14 años entendimos que automáticamente cuando un punta bajaba a buscar, si la pelota iba para el cinco derivaba para el otro punta, que ya estaba picando. Que el jugador se cruza y no se la dan, y se la dan al otro que después se la tira al primero: paredes invisibles; todo eso nos salía, lo veíamos y nos hacía sentir cómodos en el juego. Después dirigió la selección sub 15 y me llevó, en 2007 salí goleador del Sudamericano en Porto Alegre, salimos segundos por diferencia de goles con Brasil”.

Gracias a ese Sudamericano el botija que aprendió a pegarle apuntándole a las vacas del patio de la escuela donde vivía fue negociado al Schalke 04 de Alemania, en los tiempos de Vicente Sánchez y Gustavo Varela, también de Maravilla [Carlos] Grossmüller. “Era un nuevo mundo: [Kevin] Kurányi, [Jefferson] Farfán, [Manuel] Neuer. Le hacía goles a Neuer en los entrenamientos”. Viajaba cada tres o cuatro meses con su padre a entrenar en aquellas tierras. Cuando el equipo germano quiso optar por comprar del todo al juvenil, los presididos por [Juan Pedro] Damiani pidieron más dinero y el pase quedó trunco. “Tenía 16 años, en Peñarol eran todos grandes, los únicos gurises éramos [Cristian] Palacios y yo: Antonio Pacheco, Darío Rodríguez, Nicolás Rotundo, el Pato [Marcelo] Sosa, Petete [Fernando] Correa. Me curtí con todos esos mostros, pero era un fierro caliente jugar en Peñarol. Pasaron cuatro técnicos en un año. En 2010 llegó Diego Aguirre, no tenía chance entre los titulares: [Jonathan] Urretaviscaya y [Alejandro] Martinuccio estaban en tremendo momento. Cuando se fue Aguirre se desmanteló un poco. Quedamos Palacios y yo, era mi momento y me lesioné. No llegué ni a jugar en Peñarol ni a viajar al Sudamericano sub 20. Fue un momento jodido. Terminé yendo a préstamo a Noruega. El día que debuté con la camiseta del Brann también estaba mi viejo”.

“How are you”, “good morning” y “food”

Vistió la camiseta de Fénix después de la esquiva aurinegra, erró un montón de goles y tras una discusión con el presidente, recaló en Rampla Juniors. Los primeros seis meses cobraba porque estaba a préstamo del club de Capurro, pero cuando se terminó esa canilla se encontró con la realidad del fútbol uruguayo que tantos semblantes opaca. “Lo que me quedaba era romperla los domingos para salir adelante. Me hice querido en Rampla porque los corría a todos. Hasta recibí ayuda de los hinchas, alguno traía bizcochos de mañana, otro nos daba cupones para canjear en el supermercado del barrio. Por eso digo que soy hincha de Rampla, porque la gente me apegó al cuadro”. Hace cinco años se fue para Vancouver, Canadá, porque un ojeador lo vio haciendo una prueba en Escocia mientras esperaba el pasaporte que lo llevaría a buscarse la vida otra vez después de haber mordido la realidad y también la fantasía. Se fue “barato”, dice, “tenía la pancita de Rampla todavía, si una vez hasta me pagaron con chorizos. Como siete kilos de chorizo me dieron. Me debían como tres meses y me pagaron 3.000 pesos y un gancho de chorizos. Hacíamos todo con chorizo después. Llegué a la pretemporada en Arizona y lo único que sabía decir era How are you?, good morning y food. A lo bruto, a lo paisano. El primer año alterné, entraba a aguantar el resultado o a darlo vuelta. Ahí me renovaron por un año más. El tercer año la rompí y firmé por dos años, que fueron 2017 y 2018. Hace unos días me llamaron para decirme que me transfirieron al Colorado Rapids”.

Seguramente en el debut en el bello estadio de Denver estarán sus viejos apostados en la tribuna, mientras esperan cautivos entre el monte, las túnicas y las moñas y las rutas, litoral adentro, por caminitos de toscas.