Tacuarembó salió de la zona de descenso directo en la penúltima fecha del Campeonato Uruguayo de la Segunda División Profesional, la B. Hubiese sido un abismo: la C es abismal. Más aun para un equipo del interior del país que en sus años mozos supo ser protagonista, de la mano de aquellos inolvidables africanos Tatap y Momó, entre otros, y siempre con la presencia del eterno goleador del norte, Aldo Fabián Díaz, o, cuándo no, según la época, del pampeano Nicolás Nicolay.

A la tierra de Gardel llegó el Animal Deivis Barone, pisando 40 años con tapones y luego de miles de batallas similares. En su gran mayoría, en las canchas del interior argentino, con la casaca de Instituto de Córdoba, de Atlético Tucumán, de San Martín de San Juan, de Brown de Puerto Madryn, se convirtió en uno de los defensores uruguayos que hizo más goles en el fútbol de la vecina orilla. Supo, además, escribir su apellido en otras tierras: paraguayas, venezolanas, colombianas. Dice el Animal: “En Argentina tenés la gente arriba, no hay margen; en la Bombonera, del lado de los palcos, los directores técnicos se paran al lado de la línea, se meten para adentro igual, y no se escucha nada. Tenés que aplicar la observación, la visión periférica. En Uruguay estamos acostumbrados a gritar y que se escuche en todo el estadio, pero allá al compañero lo tenés al lado, le gritás y no te escucha. La gente está todo el partido cantando, alentando, puteando; es como un zumbido constante”. Y sigue recordando. “Jugué un año en Instituto y pasé a Atlético Tucumán; después estuve un año y medio en San Martín de San Juan y finalmente en Puerto Madryn, con mucho frío y árido, bien al sur. Ahí Fátima jugaba al hockey en canchas de piedra”. Fátima Barone, la hija de Deivis y Fernanda, y hermana de Faustino, juega en Nacional y en la selección uruguaya: “Le ibas a pegar y saltaban la bocha y las piedras”, acota. Criada en escuelas con distinto acento y en culturas deportivas aleatorias, Fátima aprendió variedad de juegos y deportes, desde el hockey sobre pasto o piedras hasta el handball, la natación o el tenis, pero el fútbol siempre estuvo ahí, como un generador de pasiones que lo hacía distinto.

En palabras de Fernanda, su madre: “La citaban de todas las selecciones. Yo no quería que jugara al fútbol, pero a ella siempre le gustó, desde que nació. Era buena en todo: si hacía natación la querían preparar para competir; si hacía handball la llamaban para la selección. Un día, en Paraguay, Deivis jugaba de tarde y de mañana vinieron a tocar timbre en busca de Fátima para jugar un campeonato de fútbol mixto; me dijeron que la llevaban y la traían antes de que jugara el padre, pero la terminé llevando yo: antes en el fútbol femenino no había el mismo ambiente que ahora, que por suerte es otra cosa. Cuando volvimos a Uruguay, empezó otra vez a hacer hockey, pero una amiga la invitó a probar en Nacional. En el hockey era 9, pero en el fútbol cuando le preguntaron dijo que iba a jugar de zaguera. Como nunca había jugado en cancha, empezó a jugar con los varones en San Ramón para agarrar noción, hasta que en un momento la quisieron fichar”.

El Parque Posadas se erige en el Prado como un gigante autónomo. Es una referencia de la ciudad, tiene su propia escuela y un pequeño centro con comercios de ramos generales para la cotidiana. La gente se acomoda en alturas, y desde la ventana del apartamento de una familia por encanto futbolera se ve el oeste de Montevideo y más allá. Fátima ubica al fútbol y lo elige: “Lo más difícil de jugar al fútbol en cancha grande fue en lo físico, pero después le agarré la mano; el fútbol 5 me ayudó porque era más reducido, después agarré confianza jugando con los varones en San Ramón, y después jugué un tiempo al fútbol sala, que te ayuda a mejorar la técnica. Siempre quise jugar en Nacional; veía las caras de los jugadores en el cartel de Los Céspedes y quería estar ahí. Cuando papá jugó en Nacional conocí a todos los jugadores. Soy hincha fanática, pero también tengo amigas en Peñarol; no hay esa rivalidad en el fútbol femenino: vamos a la selección y estamos todas juntas, tomamos mate, jugamos a las cartas, después en los partidos nos enfrentamos pero seguimos en la misma”.

River Plate, el Prado, el fútbol y San Ramón son palabras claves. “Yo también hice las inferiores en River”, dice Fernanda a las risas, al tiempo que renueva con Faustino aquellas idas y vueltas entre el complejo de Colón y el Saroldi: “Es que estamos juntos desde los 13 o 15 años”, agrega. “Fui a todas las canchas y ahora estoy haciendo lo mismo con Faustino. Deivis era todo correcto. Yo no: yo salía a bailar y el domingo, sin haber dormido, agarraba el termo y el mate y me venía para la cancha. Deivis agarraba el de las cinco o seis de la mañana para venir de San Ramón, cuando no se quedaba en lo de Matías Cresceri. Yo agarraba el que pasaba un rato más tarde”.

Entonces en la mesa hay risas y el recuerdo de referentes que fueron familia para la parejita adolescente de San Ramón: “A Matías Cresceri le decían el Enzo”, dice Deivis, “por cómo jugaba con aquellas patitas flacas, aunque tenía rastas y tatuajes. La familia de Matías me ayudó muchísimo, me venía temprano los sábados, cenaba con ellos y me quedaba a dormir para no tener que salir tan temprano de San Ramón. Después me empecé a quedar en el Saroldi; los caseros eran los padres de Luis Aguiar. Luis era como Faustino, el que ya jugaba era el Poro, su hermano. Ahí, en la esquina de la calle 19 de Abril, donde está la sede, vivíamos todos los del interior. Los caseros eran como nuestros segundos padres, porque Fernanda también iba. No éramos nada, no teníamos nada, pero la pasábamos bien, nos trataban como hijos a todos por igual. Carlos El Tío Gutiérrez, Yari Silvera, Alejandro Castro y Gustavo Desirello llegaron a vivir ahí también”. Fernanda, a su vez, cuenta que a veces “tenía que estudiar y me venía de tarde en el CUTU. Doña Sara, la casera, me esperaba para merendar. Hicimos amistad, y siempre que pudimos nos volvimos a encontrar. Así me hice hincha de River”.

En la tele juegan Inter y Parma; los botijas, Fátima y Faustino, no se pierden la conversación pero tampoco el partido. Fátima se apura a decir que esa jugada pasada era por afuera, y en la siguiente Faustino la pide al medio como si él mismo fuera el 9 que juega por la televisión para el mundo. “Fátima juega mejor que el padre. Los escuchás hablar de fútbol y hablan igual”, dice Fernanda, con la mirada colgada en los críos. Hay orgullo en las retinas. En las paredes, los niños crecen en fotos. La cara del Animal va mutando con los años y las camisetas; los hijos posan en brazos, luego parados con la cabeza a la altura de las rodillas, después más grandes, con camisetas enormes y pisando el continente. La pelota va rodando mientras la familia crece, el mundo los va llevando con colores. Fátima cierra la jugada con una barrida para después salir jugando: “Yo miro a Diego Godín y a Virgil van Dijk, el de Liverpool, pero al que tengo más visto es a mi padre”.