El verano empezó en el 110. La sensación térmica al bajar era casi la misma. Calle Módena y Viena hasta el María Minchef de Lazaroff, no sin antes cruzar la callecita José Piendibene. Más deportistas y menos milicos en el nomenclátor: una transformación cultural urgente.

Adentro me aferré a la primera sombra. El cemento, un desierto de gritos perdidos. Apenas levantaron las manos los jugadores en el círculo, viajaron pedidos en el vacío. Una bandera de Racing improvisada con aerosol es como una confesión incondicional: te seguiré hasta en la Z. Sin embargo, calculadoras y Spica. Los transeúntes danubianos se quejaban por el año pedían que volviera el otro que se fue con la gloria. Los de Racing agitaron como alas los brazos desnudos cuando Ányelo Rodríguez pateó desviado un gol cantado. Diego Melián se quedó con la primera del Rata Diego Martiñones, a quien le reconocieron con aplausos haber nacido con una franja atravesada. Con el resto la paciencia es escasa. Como un ansiolítico, el mismo Martiñones, tras un generoso desborde de Facundo Labandeira, puso la ventaja.

Cuando la sombra se extendió como una sábana sobre la tribuna, me cambié de sillón para alejarme de un hincha acalambrante. Racing volvió al segundo tiempo con hidalguía. De tiro libre casi lo empata, pero entre Federico Cristóforo y el vertical de hierro hueco dieron la negativa. Pura emoción, la creatividad son lapsos.

Hay que ganar como sea, pero no pueden ganar ambos. El segundo gol fue papel carbónico del primero. Labandeira y la finta, el desborde, el centro de la muerte. Sayago se desmoronó. Hay quienes arrancaron un paso cansino hasta la puerta cuando faltaban 20 minutos por sufrir. Racing fue un tango sin vino y sin ella, las últimas vidas de un videojuego en la pantalla más díficil. Los hinchas se puteaban, cancha de por medio, con amenazas frágiles que quedaban colgadas del alambre. Líber Quiñones descontó para el cervecero en un penal hablado. Facundo Labandeira continuó, fue de lo más constante. Jugaron los nervios, el estrés. Se hicieron todos los cambios. Danubio iba por cerrar aquello que tenía conseguido, que significaba apenas un respiro. Racing, por la vergüenza deportiva, por la razón de ser futbolistas. Por el oficio y por quedarse. Por esa entrega cayó el empate, sobre el pucho la escupida. Pero en la jugada siguiente, todavía con la afonía del empate, el árbitro pitó penal y Martiñones, con furia, pasó la raya torcida del final. Danubio ganó y sonaron las propagandas del barrio en los parlantes.