Hace rato que tus miedos mueven toda nuestra vida. El domingo fuiste tan natural al preguntarlo, cuando salíamos de la cancha, que no nos dimos cuenta. Acabábamos de perder el campeonato, cosa única, insufrible. Caminamos varias cuadras en silencio. Ibas en el medio, dándonos una mano a cada uno.

De algún lado te salió: «¿Siempre es así el fútbol? ¿Por qué lloramos?».

Varios días pasaron hasta que reconocimos qué decías, qué querías saber. Me puso muy triste. Ojalá en ese momento se nos hubiera ocurrido sacarte la duda, pero sólo atinamos a mirarnos por encima tuyo. No hicieron falta más palabras. Lo habías vivido con nosotros, todo lo sucedido era real, no formaba parte de tus fantasías o imaginaciones. «No siempre», te contesté, y seguimos en silencio hasta llegar a casa.

Voy a contarte un cuento. Una vez, cuando apenas llevabas pocos meses de nacida y compartíamos todo el tiempo, las dos vivimos nuestro primer partido de fútbol. Nunca se olvida la primera vez. Los anteriores los habíamos mirado entre los tres. Papá se las arreglaba para pedir libre en el trabajo y nos acompañaba. Pero ese día, el que te quiero contar, sólo estábamos vos y yo.

Era de tarde, en invierno. ¡Hacía un frío impresionante, mi amor…! ¿Vos te acordás de la casita donde vivíamos? Tenías cuatro años cuando nos mudamos. Fue la primera vez que dejamos una casa por otra. En ese sentido fue mucho mejor, porque la otra era una heladera. Tanto, tanto frío hacía ese día, que si no fuera por el partido de fútbol nos hubiésemos quedado acostadas en la habitación. Pero fue más fuerte. Mientras vos dormías como un angelito yo fui, acomodé unos palos en la estufa y calenté bien el ambiente antes de llevarte en el cochecito. Nunca un Mundial me había generado tanta tensión.

Miento, primero te cambié. Tu padre estaba loco de remate con lo que pasaba y antes de irse, de madrugada, me despertó para recordarme que no olvidara ponerte el conjunto celeste. Lo dijo casi en secreto. Así… Era su cábala. No creo mucho en esas cosas; lo hice porque no costaba nada y porque además venía dando suerte partido tras partido. Hasta una gorrita de lana te poníamos, una que había tejido la abuela Antonia. Toda de celeste, como Uruguay. Quedabas preciosa, siempre con los cachetes colorados y los ojos miel bien grandotes, como asegurándote de todo.

Te cuento esto por tu pregunta, porque me llamó la atención. Estás grandecita, mi vida, y por suerte vas sabiendo muchas cosas, sobre todo porque preguntás. Es rebueno eso. Mamá y papá siempre van a estar para contestar tus dudas, ¿sabés?

Mirá: estábamos en el comedor. Vos dormías, seguramente porque habías tomado la teta hacía un rato y eso te dejaba de lo más pancha. Imagino que aproveché tu descanso, y el mío, para aprontar el mate. ¿Viste que hace poco fuimos al estadio y gritamos los goles de Cavani y de Suárez? Vos no los conocés de «hablar con ellos», como te gusta decir, pero sí sabés quiénes son. Hace siete años, cuando vos eras una cosa así, chiquitita, los dos estuvieron en el cuento que mami te va a hacer. El fútbol a veces es feo, como lo que nos pasó el domingo, y a veces es precioso.

No se escuchaba un alma en la calle. Todo el mundo andaba interesado, entusiasmado con esos partidos de Uruguay en Sudáfrica, un país que queda bien enfrente al nuestro, pero del otro lado del océano. Después lo buscamos en el mapa, ¿ta? Es importante porque en Sudáfrica se jugó ese Mundial. ¿Te digo la verdad? A mí no me gustaba mucho el fútbol. Hasta ahí. Ese fue el clic para siempre. Tu papá se ríe ahora, cada vez que vamos a la cancha los tres. Pero bueno, la culpa es del Maestro Tabárez. Es maestro como el tío Daniel, ¿viste?

Chiqui, escuchá, vamos a buscar en tu compu el país africano Ghana, así sabemos dónde queda y cuál es su bandera. Poné ahí: ge. Esa es la jota, amor, ge de gato buscá. Bien. Ahora hache, a, ene de nosotros y otra a. Así, bárbaro. Rojo, amarillo, verde y la estrella negra. ¿Te gusta la bandera? A mí no tanto. Ahora conocés contra qué nenes jugó Uruguay el primer partido que miramos las dos solas.

Te habrás perdido diez, quince minutos. No sé si sentiste el nerviosismo o si fue un grito mío, pero te despertaste enseguida. Para qué. Arrancaste a llorar. Con ganas. Tantas, que retumbaba hasta tapar el sonido de la televisión. Y yo, como buena madre primeriza, no tenía mucha idea de cómo hacer para calmarte. No hacía mucho que habías tomado teta y si te daba más seguro te caía mal. Entonces te alcé, te puse contra mi pecho y te hice así, como un bailecito, mientras te prometí goles. Nunca llegaron. ¿Viste cuando parece que vamos a hacer un gol y no lo hacemos?

Vos me mirabas con tus bolones, como reclamando, y hasta te justificaba: «Dale, Forlán, meté un gol para Cata que se está portando precioso». Pero nada. Si no eran tiros afuera eran atajadas del arquero ghanés. Vos continuabas observándome, yo seguía hamacándote entre los brazos, Uruguay cada vez jugaba peor, cosa que me ponía más nerviosa, y para colmo los palos de la estufa se apagaban y el frío aumentaba. En determinado momento se te caían los ojitos. Sospeché que te ibas a dormir.

Lo recuerdo como si fuera hoy. El final del primer tiempo no pudo ser más feo. Había vuelto a dejarte en el coche, como adormecida, estaba tratando de acomodar la leña para no morir congeladas y nos pasaron todas juntas. Lugano. ¿Te acordás de cuál era Diego Lugano, el capitán hasta hace bien poco, uno grandote rubio todo despeinado? Bueno, él se lesiona y sale llorando. Lo vi con lágrimas y automáticamente giré para mirarte a vos, pero ni te inmutaste. Al ratito otro nene de Uruguay, Fucile, saltó y, cuando cayó, se golpeó en la cabeza como cuando vos te caíste del triciclo y te hiciste un chichón. Horrible. Para colmo, al rato nos meten un gol; golpeé fuerte las manos, como aplaudiendo pero de mala suerte, y te desperté. Estabas panza arriba haciendo un gesto que siempre repetías: ponías la mano derecha sobre el cachete de ese mismo lado y a la izquierda la dejabas sobre tu cabeza mientras con la boca hundías los labios, chiquita linda.

Te vas a aburrir. Voy más rápido que ahora viene lo bueno. Tu papá nos llamó para ver cómo estábamos justo cuando empezó el segundo tiempo. Se reía de mis cuentos; ¿viste que él se ríe de todo?, siempre se toma así las cosas, como ahora. Justito cuando cortamos, a vos no te sacaba nadie de tu siesta, fue el empate de Uruguay. Hice así con los puños pero en silencio, no fuera cosa que te despabilaras.

Vas a pensar que mamá está loca, pero en determinado momento el nerviosismo era tan grande que no sabía si estaba entusiasmada o angustiada. Entonces te agarré y nos acomodamos en el sillón. Mucho no te gustó, pero no importaba: quería sentirme acompañada y sólo estábamos vos y yo. ¿Te das cuenta? Después le hecho las culpas a tu padre por el fanatismo con el fútbol.

Me parece que con tus añitos nunca has visto partidos con alargue, ¿no? Creo que sólo en los mundiales pasa. Es fácil: si terminan empatados se juegan dos tiempos más, pero más cortos, de quince minutos cada uno, ¿entendés? Es lo mismo. Si alguien hace goles, gana, y si siguen empatados pasa como vimos el otro día, cuando lloramos: se define por penales.

Ese alargue fue una locura, Cata. Se me eriza la piel, mirá. En la calle seguía sin pasar un alma, pero Leticia, ¿te acordás de Leticia, la del almacén que te regalaba broches o colitas para el pelo?, Leticia había abierto. La vi por la ventana. Se sentó afuera, en la calle, con la radio a todo volumen. No tenía televisión en el almacén, la pobre Leticia. ¿Y qué pasa cuando papi se cansa de los señores de la televisión y quiere poner la radio? Eso mismo, la voz se escucha antes de ver la imagen.

«Lo erró, lo erró, lo erró», gritaba Leticia como una desquiciada mientras yo, con vos a upa, miraba en la televisión cómo un ghanés se aprontaba para patear. Porque en el final, cuando parecía empate y se definiría por penales, los africanos pudieron ganar el partido. Era gol y Suárez, Luisito, sacó con la mano una pelota que se metía. Era gol, perdíamos, lloraríamos y tal vez ese día yo me preguntaría, unos años antes que vos, si el fútbol siempre iba a ser así para nosotros. Pero no. Suárez hizo como si fuera arquero y evitó el dos a uno. Lo expulsaron, obvio, tarjeta roja directa, y cobraron penal para ellos. Esa tarde, al menos para mí, Suárez fue la tercera persona que vi llorar en dos horas. Primero vos y tus ganas locas cuando te desperté, después Lugano, pobre, cuando se lesionó y lo cambiaron, y luego Suárez en el desenlace del partido. Leticia gritó lo erró porque el nene de Ghana la mandó por arriba del arco. Eso lo vi como un minuto después. Ahí gritamos nosotras dos.

No te hacés una idea del estado de nervios en la definición por penales. Más que moverte o hamacarte, bailábamos como dos locas. Tus ojitos hacían así, mirá, de acá para allá, como si los revolearas. Podrías haber vomitado, qué inconsciente que era. Pero no podía, te juro que no podía tranquilizarme. Sólo te dejé en un sillón, entre dos almohadones por si te movías, para tomar cinco o seis mates helados seguidos.

«Vamos, vamos», pedía Leticia en la calle mientras escuchaba la radio y nosotras, en la tele, sólo teníamos eternos avisos publicitarios. Por un momento, Catita, pensé en abrigarte bien metiéndote entre mis ropas y cruzar al almacén. Me superaba eso de que el sonido llegara antes. Pero justo aparecieron imágenes del estadio, de la gente en la tribuna, con banderas o con las caras pintadas, de Uruguay, todos en rueda abrazados antes de los penales, y nos quedamos al lado de la estufa, casi encima del televisor.

Otra vez pensé lo mismo después del primer penal. «Gol nomá, gooooool nomá», repetía Leticia sin parar y nosotras, bueno, yo, porque vos no entendías nada de lo que pasaba, o sí, no sé, ni siquiera habíamos visto tomar carrera a Forlán, que lo metió. ¿Sabés qué hice? Mamá a veces no es cuerda, mi amor. Me puse unos tapones tuyos para los oídos, me tapé las orejas con la gorra de lana y, a partir del tercer penal, porque aun así en el segundo, que pateó Victorino, escuché a Leticia, me apreté fuerte las orejas con las dos manos. Otro día probamos, vas a ver que no escuchás nada.

Vos seguiste quietita entre los almohadones, de frente a la pantalla. Entre penal y penal aprovechaba para mirarte. Al tercero de Uruguay lo metió Scotti y Muslera, el arquero que vos conocés, le atajó uno al nene africano. Ahí grité y volviste a llorar. Ahora te reís, picarona. Lo cierto es que otra vez pateábamos nosotros, tenía que taparme los oídos y no podía alzarte. ¿Qué hice? Te metí en el coche, enganché con la punta del pie la parte de abajo y, estirando la pierna, te hacía para adelante y para atrás mientras con las manos trataba de no escuchar a Leticia. Pateó el Monito Pereira, otro que sabés quién es, y si lo hacía prácticamente ganábamos. Pero lo erró, pateó muy mal. Hizo así, mirá, se agarró la cabeza y se mordió los labios. Me acuerdo clarito. Por suerte Muslera también atajó el siguiente, el cuarto de ellos. Restaba un penal para cada uno, íbamos tres a dos. Si lo hacíamos… ay, me ericé de nuevo. El Loco Abreu fue.

Me resulta casi inexplicable, es raro. Porque nunca viste el partido, pero sin embargo yo creo que sí lo viste. Cuando seas más grande, algún día no muy lejano, vas a poder comprender la diferencia entre patear un penal común y corriente o patearlo como lo hizo Abreu esa vez. Cuando descubras eso también vas a entender cuál es la distancia entre lo milagroso y un milagro.

Uruguay ganó por penales uno de los partidos más increíbles que he visto en treinta y dos años, Cata. Cuando Abreu la picó y la pelota entró despacito, como volando, fue increíble. Te lo juro. Inmediatamente te alcé, empezamos a saltar dando vueltas en redondo, vos gritabas con ganas y yo lo hacía de la emoción. Fue la segunda vez que lloré con vos. La primera fue cuando naciste y te tuve en brazos. No podía más de la alegría y en la locura por festejar salí, crucé para el almacén y Leticia nos recibió al gritó de «Uruguay nomá. La picó, la picó, el Loco la picó».

Ese Mundial continuó. Perdimos en semifinales y terminamos saliendo cuartos con Forlán como mejor jugador. Aquel día contra Ghana, a los pocos minutos de estar festejando, vino tu padre como desquiciado de la emoción, nos pasó a buscar y fuimos para la plaza con una bandera. Era invierno, hacía mucho frío, pero a la gente no le importaba. Todos festejaban a un equipo que pasó a la historia.

Es mucho más lindo el cuento que te acabo de hacer que lo que vivimos el otro día. Hay otra diferencia: en mi cuento vos eras recién nacida y a lo del domingo pasado lo sentiste en carne propia. No sólo eso, sino que viste las caras tristes de mamá y papá. Pero nosotros ya nos olvidamos de eso. Lo que te quiero decir, amor, es que el fútbol no siempre es así. Nunca sucederá ganar siempre, ni tampoco perder todos los días. Por eso somos uruguayos, porque el fútbol nos tocó así. No ganar y ganar son diferentes, eso es verdad. Y nos gusta más una cosa que la otra, porque nadie quiere estar triste. Pero ningún momento es fugaz. Hay que aprender de todo. No sólo para usar en el fútbol, sino para la vida, porque hay veces que las cosas no son como una quiere, pero suceden.

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Este cuento forma parte del libro «Toda la verdad es imposible», de Mintxo.