Cuando un futbolista se lesiona no sólo pierde el sostén del cuerpo, el pilar de la posición erguida, el caminar, la independencia. Pierde la herramienta para el útil, que es el balón, que hace al oficio, pero que sobre todas las cosas es la pasión, lo que te mueve. Lo que aprendiste a hacer o empezaste a aprender apenas después de dar los primeros pasos. El juguete redondo de las navidades, esa cosa inexplicable de los colores. Cuando un futbolista vuelve, vuelve el aire, vuelve el nervio de los sábados. Se dice caminar cuando se trota, se dice trotar cuando vuelve el romance del cuero con el cuero, el botín y la pelota, lo más parecido al amor del sol con la luna. “Van nueve meses ya. Me rompí todo. Me hicieron el juego del cajón en la rodilla y me dijeron que el lateral seguro estaba roto, pero el cruzado saltó en la resonancia [magnética]. Cuando abrieron las puertas y estaba el doctor paradito ahí esperándome, con una seña que me hizo me di cuenta de todo. Estoy volviendo; hay veces que me siento más cerca y otras más lejos, pero cuando bajo a la cancha y agarro la pelota es que sé realmente cómo estoy. Estuve 45 días con muletas, en pleno invierno; iba de la cama al sillón. La familia fue la que me aguantó, como siempre. Estaba insoportable. Se extraña un montón. Cuesta, sobre todo los días de partido, venir a entrenar y que estén todos concentrados. Son nueve meses de no sentir el nervio, ese que siempre tuvimos desde que empezamos a jugar cuando éramos chicos”.

El Chiche Mathías Corujo nació a 35 kilómetros de Montevideo, a orillas del arroyo Sauce, en la ciudad homónima. Con la mamá de sus dos hijos compartieron la escuela y el liceo. Los amigos del barrio del pueblo siguen estando. Los primeros trayectos a Montevideo los hizo de la mano de su madre en un bondi suburbano, desde Sauce hasta el Parque Viera. Después empezó a venir solo, a veces llorando contra la ventanilla: “Yo jugaba en el Artigas de Sauce. El penúltimo año de baby fútbol fui a jugar al San Luis de Las Piedras. Ahí me vio Luis Millán, con quien hasta el día de hoy hablamos; por él llegué a Wanderers. Yo nunca había venido a Montevideo, el primer mes me acompañó mi madre. Desde el Viera salía un ómnibus para el cuartel de Burgues con todas las categorías; íbamos paraditos y en los asientos iban los más grandes. Mi madre se quedaba en el Viera tomando mate con doña Gloria, que vivía ahí –la mamá de la Flaca Ivonne, familia de utileros que aún están con el bohemio–, y el Cani [el hijo de la Flaca] se iba con nosotros en el ómnibus. Al tiempo empecé a venir solo; salía a las 11.40 del liceo y las 13.00 me tomaba el CODE que iba por Las Piedras, La Paz, Colón y Paso Molino, ahí me bajaba e iba caminando. Lloraba todo el viaje; no sabía bien lo que estaba haciendo, pero sabía que el fútbol era mi pasión. Volvía a las nueve y media de la noche. Si perdía el ómnibus de las siete tenía que esperar hasta las ocho y media, y se hacía más tarde incluso. Me había hecho amigo del quiosquero, que me ponía un banquito afuera del quiosco hasta que pasara el próximo. Cuando empecé a hacer amigos todo fue distinto”.

Debutó en la primera de Wanderers en 2006, de la mano de Daniel Carreño, y alternó casi siempre de volante. En 2007, cuando llegó Diego Aguirre, empezó a tomarle el gusto al costado derecho del rectángulo verde. Jugó todo el año, y el bohemio del Prado se metió en la Liguilla. A esa altura, cuando bajaba del bondi, levantaba el Polaco Sergio Martínez. Él fue quien le anticipó lo que los dirigentes le confirmarían después: el Maestro [Óscar] Tabárez lo había reservado para la Copa América de 2007, por si había una urgencia de último momento. Casi a la misma vez empezó a sonar la canción del pase, el anhelo económico de los grandes cuadros, esa maravilla imaginada de Europa. “Un día antes de entrenar, el Chifle [Jorge] Barrios me llama aparte para decirme algo. Pensé que se me había dado, pero era para decirme que me había salido positivo en un control antidopaje que me habían hecho en un partido de la Liguilla. Me preguntaron: ‘¿Salieron con Gerardo Alcoba a alguna fiesta o a algún lado?’. Nos había salido a los dos metabolitos de cocaína, y yo no tenía idea de si eso se tomaba por la boca o por la nariz. Se me vino el mundo abajo. Salí de la reunión y estaba mi padre esperándome. No entendíamos nada. Nos fuimos en el ómnibus para Sauce y el chofer iba escuchando la noticia en la radio; me miraba por el espejo retrovisor sorprendido, porque me conocía de chico, de toda la vida”. El periplo posterior al doping positivo desnudó lo más recalcitrante de la sociedad, lo más amarillo de los medios de comunicación, sin un ápice de sensibilidad, y el gurí de Sauce empezó a transitar el señalamiento, el olvido, el desasosiego. Una nueva prueba en una clínica privada intentó explicar lo que parecía inexplicable: “Nunca me puse un cigarro en la boca, hasta el día de hoy. Yo nunca consumí, nunca fumé un porro en mi vida”. Su padre salía de laburar en el Mercado Modelo y caminaba hasta el Centro Médico Deportivo, en 8 de Octubre y Propios, todos los días para pedir explicaciones, pero en la contraprueba oficial salió lo mismo: “Estaba entregado, en mute. Todos los periodistas esperándonos afuera, y yo era un gurí chico. Hablé llorando frente a las cámaras. Yo tendría que haberme encadenado a la ficha médica, porque yo no había consumido, se estaba cometiendo una injusticia. La madre de [José] Veloso [el jefe médico del control antidopaje] me vio en la tele y le dijo: ‘Este gurí para mí no se drogó’. Entonces me pusieron al hermano de Veloso, Sebastián, como psicólogo. Con Wanderers me saco el sombrero hasta el día de hoy. Yo sé que Veloso y Sebastián saben que no me drogué. A partir de los seis meses empezaron los controles sorpresa. Al principio me dieron negativo, pero después me dio positivo de nuevo. En algo le estábamos errando. Yo sufría de hemorroides; lo único que utilizaba era la pomada Scheriproct. Tenía que ser eso, porque era lo único que usaba. Eso me retrasó tres meses más. Gerardo volvió a jugar antes, y a mí me daba vergüenza decir lo de la pomada, que hasta el día de hoy está prohibida. Cuando volví a jugar me gritaban: ‘¡Corujo falopero!’, y eso es peor que una lesión, sin dudas”.

Volvió a jugar en agosto de 2008, en un clásico del Prado con River Plate en el Parque Viera. Pasó un año y pico sudando la injusticia por la punta. En 2010 Diego Aguirre quiso llevarlo a Peñarol, pero no se dio. Entonces Nacional, al acecho, empezó a conversar para llevárselo a La Blanqueada: “Faltaba una hora y media para cerrar el período de pases, me llamó Luis Bruno, y yo sabía que mi carrera capaz que dependía de eso, y que a Wanderers, claro, también le servía, pero le pedí disculpas y le dije: ‘Tengo el sueño de jugar en Peñarol y yo sé que en algún momento de mi vida se va a dar: no puedo ir a jugar a Nacional’. Me contestó que ojalá Nacional siempre tuviera jugadores que pensaran como pensaba yo. Jugué seis meses más en Wanderers y me llamaron de Peñarol”. Después tocó vestir el percal de San Lorenzo de Almagro, también la del ciclón de Barrio Obrero, el Cerro Porteño paraguayo, y la azul de la Universidad de Chile.

A esta altura, la del carbonero transita el para siempre, como la del viejo Wanderers. Por la celeste dio todo lo que tenía, fue como un bondi suburbano donde lo pusiera el Maestro: “Había hecho todo el proceso y me rompí cuando faltaban siete u ocho meses para el Mundial. Yo era consciente de que la tenía complicada, pero sentía que tenía la confianza del cuerpo técnico para pelearla. Jugar un Mundial es un sueño de gurí chico”. El Chiche Corujo se sube las medias otra vez. Hasta las rodillas.