Entonces, en las tardes de fútbol, un escenario como puerta de entrada a la ciudad. De fondo el Palacio Salvo, estoico, las grúas del puerto como garzas, las columnas dispares de los accesos, muros blancos con vivos violetas de una tribuna que le da la espalda a un barco que yace ahí, flotando, como un escombro tenaz que se resiste a su ruina, que lucha contra el viento, que avanza por caminos que no llevan a ningún sitio, si me lo permite decir así, don Ángel González.

En el potrero del medio una zurda rebelde. Lleva consigo la magia de disfrazarse de futbolista. Trabaja con la pelota como un adiestrador con su animal. No le exige ni le grita. Le da pocos centímetros cuando necesita el dominio de la situación, pero es generoso con el piolín cuando la cometa pide vida. Es de ir con pasos cortitos, manos contra el cuerpo. Dice alguien que está al lado mío que se parece al Pato Carlos Aguilera cuando todavía lo llamaban Patito.

No hace mucho contó que el primero que lo deslumbró fue Ronaldinho en el Barcelona. Saco cuentas. Pasaron 14 años de cuando Dinho enmudeció al Santiago Bernabéu. Es un gurí, así que tendría entre seis o siete años cuando aquel tipo de sonrisa generosa y fútbol maravilloso cometió tal fechoría. Tal vez lo vio en su casa humilde, como niño, y hablarán los psicólogos de las fijaciones. Debe ser verdad. Pero déjenlo jugar.

Como la referencia siempre está en lo próximo, también confesó un día que su admiración tenía un lugar para Martín Ligüera. A quién observar si no, en este último tiempo de Fénix, para saber cómo mover los hilos en cada historia, para dejar a la pelota sin manchas. Me da curiosidad una cosa: ¿cómo puede ser que un zurdo tan talentoso tenga a dos diestros como referencia? Será que rebelarse contra el destino también es arte.

Rosario Martínez lo mandó a la cancha grande por primera vez cuando tenía 16 años, nada más ni nada menos que contra Peñarol en el estadio Centenario. Jugó cinco minutos. Entró a los 85 y el bautismo se lo dio Ligüera: un saludo en la línea de cal como si se tratara de un pase mágico. Jugó nervioso, su equipo perdió 2-0. Un bajón, a primera vista, si se toma el árbol como la vida. Para quienes vean el bosque no tiene nombre: jugar por primera vez al fútbol profesional en un escenario tan determinante para la historia del fútbol mundial, en esta vida y en la que se quiera imaginar, es un tesoro de los privilegiados.

Pero al gurí que le gusta lo simple nada lo podía mover de ahí: a ese partido lo perdió. No hacía mucho tiempo atrás, cuando estaba en la selección uruguaya sub 15, tuvo otra decepción: lo cortaron. Le dieron los argumentos y lo mandaron para atrás. El fútbol también es casa para las heridas.

Pero rendirse suele ser eso que hacen los cobardes cuando temen perder. Con la rebeldía como asunto, víctima de sus miedos pasados pero con el zurdo picante, con las cicatrices necesarias como para que despierte el hambre, sin esperar a que pase qué, como si bailara para olvidar, moldeando piedras, volviéndolas redondas, en el campito desde donde se ven las garzas como grúas, el cemento como palacio y a un barco como fracaso de todos sus éxitos, el número 7 de Fénix se reinventó y hoy da un fútbol que, aunque parezca olvidado, regala certezas para recuperar el asombro.

Les hablo de Leonardo Fernández, flor de jugador.