Lo que van a leer bien podrían haber sido unas líneas con expectativas de incluirse como insignificante aporte al libro También nos roban el fútbol, de María y Ángel Cappa, en el que los autores tratan con seriedad, profesionalidad y sentimientos todas aquellas emociones que el desarrollo del fútbol como producto meramente comercial nos está birlando. Como muchos de ustedes, siento una angustia creciente por algunos eventos que, mucho más que los desarrollos de la piqueta fatal del progreso, recrean cosas que son desvíos degenerados de la competencia. Es que el mundo fútbol ha dejado de transformarse en una competencia propiamente futbolística para desviarse en partidos y campeonatos de otras cosas de las cuales no sólo me abstengo de participar, sino que veo con absoluta angustia, por las generaciones que verán invalidado su goce de aquello que poco después de que nuestro fútbol se institucionalizara (en 1900) conocimos, de bisabuelos a estas tataranietas, como “el clásico”.

Cuando se empiecen a jugar los clásicos de local y visitante, en estadios propios y con una ínfima presencia de aficionados de los contrarios –o sin ellos–, directamente cambiará el paradigma del clásico para pasar a ser otra cosa que tal vez atiendan los futuros guionistas de Black Mirror, o la segunda o tercera remake de Her.

Sentite como en tu casa

A partir de este enfrentamiento (domingo 12 de mayo en el estadio Campeón del Siglo), los futuros Peñarol-Nacional podrán ser maravillosos espectáculos, plenos de seguridad y comodidades, o trágicos bodrios violentos que aumentarán la sensación térmica de la inseguridad, pero serán los primeros de la más absoluta restricción de asistencia por preferencias emocionales. Desde aquel amistoso del 15 de julio de 1900 en el Parque Central, por entonces propiedad de la Compañía de Tranvías en la Unión y Maroñas, hasta el de la Supercopa que dio inicio a la temporada 2019, nadie había quedado excluido por sentimientos de admiración y adhesión (o ausencia de ellos) hacia los contendientes. Sí habrá habido gente que no podía pagar el ingreso, u otros que no llegaron a comprar entradas antes de que se agotaran. Esta información no sólo incumbe a los seguidores de Peñarol y Nacional, que eran poquísimos en aquel invierno de julio del 900, sino también a todos aquellos que simplemente querían degustar un espectáculo futbolístico –que serían los más en aquellos años donde todo empezó– con connotaciones tan particulares que atraviesan todo el entramado social, como una retirada de murga o la montañita del mate.

Nunca hubo en los casi 120 años de esta disputa una restricción tan absoluta que cambiara el paradigma constructor del clásico Nacional-Peñarol, que nos involucró y nos involucra incluso a aquellos que no somos seguidores de esos clubes, o hasta a los que no dan continuidad a su vida recordando, comentando o discutiendo lances futbolísticos. Esto es, con la inclusión de un reducidísimo número de entradas para lo que el eufemismo técnico denomina “público visitante”, o directamente la exclusión de todo aquel que no sea socio o hincha del club dueño del estadio, se termina una historia de casi 120 años y más de 500 partidos para dar paso a otra que entre sus mejores expectativas pueda juntamos en tal lado para ver el clásico por televisión.

Ni aquí ni allá: acá

Cualquier persona viva que haya visto un clásico oficial hasta hoy podrá afirmar, casi sin margen de error, que lo vio en el estadio Centenario. Desde aquel 28 de setiembre de 1930 en que se disputó el primer clásico en el Centenario hasta nuestros días, hubo más de 400 encuentros entre Nacional y Peñarol, que atravesaron nuestras vidas, desde aquellos años de zaguán y biógrafo hasta estos días de grupos de Whatsapp. Esperar ese día, tener con quién ir, sacar las entradas, encontrar lugar: esos eran los problemas que durante décadas tuvimos en las previas de los clásicos, y en todo caso para los hinchas la cosa era si Nasazzi podría parar a Peregrín Anselmo, si Atilio vencería a Máspoli, si el Ñato Ghiggia enloquecería al Mono Gambetta, si el juego de Pedro Virgilio Rocha o los goles de Artime, si Mazurka o Manga, si Morena vacunaría a Rodolfo, si el Victorio a Fernando Álvez, Bengoechea, el Chino. La preocupación no era por quién tenía el estadio más grande, los triunfos no se contaban por muertos ni los campeonatos se definían por correr a otra gente, robar o hacer apología de crímenes y vejaciones mediante cantos populares de miles que agitan sus brazos derechos narcotizados por el aguante.

Si cuatro generaciones asocian la idea de clásico con estadio Centenario, quiere decir que hay otra, la primera, la gestacional, la fundacional, que vivió, creó los clásicos fuera del monumento histórico al fútbol mundial que ya en sus primeros Peñarol-Nacional en aquel soleado domingo de primavera de 1930 convocó a 45.000 uruguayos.

25 AC (Antes del Centenario)

¿Cómo eran aquellos clásicos fuera del Centenario, quiénes iban, qué significaba ser locatario o jugar en su cancha? Fueron más de una centena, entre aquel amistoso del aún ajeno Parque Central de los tricolores al de la cancha de la Estación Pocitos en 1929 antes de la inauguración del Centenario. Donde más los hubo fue en el Parque Central que, ya remodelado tempranamente en propiedad de Nacional albergó más de 70 clásicos sin que hubiese allí prioridad para hinchas tricolores. Iba el que quería y podía. Lo mismo sucedería con Las Acacias y el estadio de la Estación Pocitos, los primeros dos estadios carboneros. Pero también se jugaron una decena en el viejo estadio de Belvedere, cuando lo usufructuaba Montevideo Wanderers, y en el Parque Pereira, magnífico escenario construido para la Copa América de 1917 y el más grande de todos los estadios uruguayos hasta la construcción del Centenario. El Parque Pereira, ubicado exactamente donde hoy está la Pista Oficial de Atletismo, fue el primero en recibir más de 30.000 personas en 1917, cuando Montevideo tenía 378.000 habitantes. Ese primer clásico en el Parque Pereira se jugó en medio de la larga disputa de la primera Copa América. Hasta 1920 se pudo jugar en ese escenario. Se jugaba ahí: ¡era para que la gente fuera! Entre 1921 y 1929, con el cisma de 1923 a 1926 incluido –lo que limitó tres años de clásicos– se jugó en el Parque Central (15.000 personas) y en Estación Pocitos, que tenía una capacidad para 10.000 personas.

Aquel 28 de setiembre de 1930, cuando el Centenario albergó su primer clásico, 45.000 uruguayos, sin importar si eran de Nacional, de Peñarol, de Misiones o de Olimpia, abrían la puerta para el clásico de la gente. La vida también se mide en clásicos, sin importar camisetas ni goles, y en actos cotidianos que, por suceder ese domingo, son referencia y expectativa de algo entrañable y vivible. Habrá que hacer alguna ONG del tipo #SalvemosELClásico o #ElClásicoEsDeNosotrosYDelCentenario.