Hubo un momento de la vida que los pasos por la calle Colombia fueron claves. Chapa y pintura, ese oficio que llevabas como tatuaje en la piel, marcaba tus idas y vueltas. Que las paradas en el bar de no sé cuál gallego para conversar con los parroquianos, los almuerzos a lo obrero: en el suelo y del tupper, el hedor a pescado, el tufo a embarque de ganado en pie. A la hora que el sol se deja estar y la luna gana dejabas el mameluco colgado y a otra cosa mariposa. El rojo y verde de las pintadas.

En el medio la pasión. Más que en la piel y en la sangre, en el corazón, pero sobre todo en la razón, eras loco por el básquetbol. Uno es de donde es y vos eras de Esparta de Mercedes. Cuadro humilde, de impronta clasista y combativa, primo hermano del fútbol de Con Los Mismos Colores, fuera por cercanía o por convicciones, allá en el barrio Palo Alto, donde la gente siempre es la misma y conoce todos los recovecos. No sé si tiene que ver, pero por alguna de esas razones te hiciste hincha de Aguada. Uno es de donde es, pero también toma cosas de donde pasó.

“En Montevideo soy de Aguada”, aclarabas.

En ese idilio de años fuiste aprendiendo todo. Cuando los pasos volvieron a tus pagos, entre la radio y la televisión sostenías el imaginario. La pasión no depende de los números sino de la fantasía. Sabías todo como los buenos hinchas: quiénes integraban el equipo, si iban a traer a este o al otro entrenador, si los extranjeros eran buenos o no, o si los cambiarían a mitad de temporada para no invertir tanto desde el arranque. Alguien te soplaba la data en la calle Colombia, aunque jugabas a tener un infiltrado dentro del club mientras no te creía.

Una velita, un santo y, de tanto pedir, un día empezaste a creer que sí. El nombre de Leandro García Morales invitaba. Tanto, pero tanto filo tenías, que colgaste la camiseta en tu taller. Todo el año. Temporada 2012-2013, quién de todos los hinchas de Aguada no se acuerda. Lunes 6 de mayo. En el transcurso del séptimo partido con Sporting tus gritos de gola entintada decoraban la cuadra. Viste lo que generaciones y generaciones y generaciones no pudieron ver. Aguada campeón después de treinta y largos inviernos. Cuando terminó el partido nos juntamos en el medio de la calle y la niebla. Nos abrazamos y me querías levantar como si fuera la copa. Estabas loco como un oso y llorabas como hombre.

“Hace tiempo que este viento me surca el alma”, decía Muerte serena, de La Trampa, la última canción que escuchamos en casa, el día que pintó despedida porque a fines de 2013 elegí cambiar de ciudad, de trabajo, de cuentos, de clubes y copas, de humedades en las paredes, de huellas, de cicatrices. Maldito tiempo el de mirar para atrás.

Supe de tu ansiedad y nerviosismo de las dos finales perdidas por escasos mensajes y varias llamadas. No eran lo tuyo, decías, ni las redes sociales y ni siquiera el Whatsapp. Eras de los que preferían levantar el tubo. Sin embargo, la conexión nunca se perdió. Creo que, entre otras cosas, más allá de la cuadra de pueblo en común, porque nos hicimos amigos gracias a casualidades muy pesadas: no andabas con muecas ni con perfumes ni haciéndote el coso, siempre ibas de frente; nunca jugaste al empate y eso en mi casa paga doble; empeñabas tu palabra como primer mandamiento y no existe nada más noble; porque nos puteamos cuando le erramos con otra gente y porque creíamos que la esperanza era como los estribillos: vuelven. Si tengo que elegir amigos, ahora que soy viejo y tengo el poder de la elección, seguiré reservando lugares para gente como vos.

Nos íbamos a ver en verano, que es cuando uno va al pueblo por días, pero no pudimos. No nos elegimos, mejor dicho. Y eso ya era raro. La vida pasa sin avisar, me dijiste un día. Cómo será la verdad que yo, siempre despistado y más olvidadizo, la recuerdo para siempre.

Los últimos mensajes tenían el entusiasmo de que el cuadro levantaba. Paso a paso, escribiste. Vos y todos con la misma locura. La parca no vacaciona y eligió tu páncreas. Ella que sabe tanto, ¿no sabía que preferías los trámites rápidos y urgentes? Gila. No lo viste, pero, más lejos aún del cielo, ganaron la novena como les gusta: llenando todas las canchas, cantando con locura, jugando cuando se pudo y metiendo siempre, con el sufrimiento latente hasta las últimas dos pelotas del séptimo partido porque el corazón aguanta. Explotaron y eras uno del montón. Te vi en la cara de todos los hinchas de Aguada. Para siempre.