Joaquín Zeballos fue criado a mar. El recuerdo de los abuelos son imágenes, historias de la tradición oral familiera, de las viejas loberías de Cabo Polonio, de la isla y los roquedales. Si Joaquín inspira profundo huele siempre a sal. En los ojos está esa mirada fina de quien juna olas como quien juna el palo más lejano. Ese horizonte en la rompiente o en la red.

El futuro llegó hace rato para uno de los goleadores del Campeonato Uruguayo (que también se cansó de romper redes en la B la temporada pasada). El mar siempre estará cerca. Cada vez que puede se escapa para Cabo Polonio y respira su aire. Es período de pases en el fútbol uruguayo (o en Montevideo, más bien). Los teléfonos suenan hasta cuando callan. Hay un murmullo que sólo escuchan los que están en la pomada. Joaquín habla de disfrutar y de valorar, no habla del salto económico o de la famosa diferencia: habla de superación, de querer hacer goles en todos lados, de comprobar y renovar.

Los números de los que habla son tablas de posiciones, viejas probabilidades rotas por lo imprevisto, lo que le convenía a uno y lo que le convenía al otro y lo que terminó pasando en esas combinaciones exquisitas de la tabla. El descenso y el ascenso. La A, el Intermedio, el estadio Centenario, el Parque Central y el Campeón del Siglo. “Es mi primer año en la A, y yo tenía esa duda, de poder hacer lo que había hecho en la B. Ahora que me doy cuenta de que puedo, quiero más. Hace un año y medio estaba descendiendo a la C con Huracán de Paso de la Arena. Entonces, disfruto y valoro lo que tengo. No es nada del otro mundo, es rectificarse con goles. Los goles son los que te traen y los que te sacan. La facultad me ayuda porque el fútbol te pone medio obsesivo, por llamarlo de alguna manera; a veces paso el fin de semana entero pensando en un gol que erré. En mi posición errar un gol o hacerlo puede cambiar muchas cosas. Uno va escribiendo su camino. Te vas conociendo: qué es lo que me representa y qué no; qué soy, quién soy”. Si Joaquín inspira profundo huele siempre a sal. El “tú” del departamento rochense se le cuela en el habla. Habla de la Facultad de Economía, a donde asiste regularmente como un calmante de conocimientos para una pasión que puede volverse un vicio. Joaquín Zeballos, de Castillos, de Cabo Polonio, del mar y el área.

Me gusta este lugar

Las empanadas y las tortas fritas que la abuela hacía para la majuga de pescadores se fue transformando con los años en un hospedaje a orillas del agua, donde la ola vuelve a romper, en invierno con más furia; son como cachetazos. Eolo y Poseidón chocan los cinco en las orillas. “Mi abuelo nació en Cabo Polonio, había 70 personas, pescadores. Todavía se permitía la matanza de lobos. Laburaba en la isla, hay historias lindas de meterse en las rocas, en el medio del agua. A mi abuelo lo disfruté poco, pero me cuentan mi tío y mi padre que alcanzaron a ir a la isla con él. Historias increíbles: ¿cómo se permitía esa matanza? Todo se vendía: piel, aceite, todo. Todavía están las calderas oxidadas en las que se hacía el aceite. Yo cada vez que puedo me voy, me instalo allá. Este año el 2 de enero tuve que estar acá para entrenar. Ahora es un área protegida. El problema es cuando quieren cambiar cosas que han sido así toda la vida. Ahora de repente puede llegar a ser un negocio, pero hace 70 años, cuando la época de mi abuelo, no iba nadie, construías en cualquier lado. Hoy está restringido, lo que está bien, pero te quieren reubicar y hay gente que vivió en ese lugar toda la vida. Esa gente se ha ido adaptando a otros trabajos; mi abuela les vendía tortas fritas y empanadas a los que trabajaban en la lobería. Te quieren dar el doble de terreno pero tenés que empezar todo de cero, retirado del mar. Mi familia es de ahí, mi abuelo la llevaba a caballo a la escuela a mi vieja. Yo soy de ahí, vivía en Castillos, pero soy del mar”.

Una buena vez, la mamá de un inquieto Joaquín lo encomendó a un guardavida que hizo las veces de profesor de surf. Nunca más soltó la tabla, desde la mañana hasta que la noche dejara. Sin embargo, cuando alguien le preguntaba qué quería ser cuando fuera grande, Joaquín, tabla en mano y sal, respondía: “Quiero ser jugador de fútbol”. Aunque claro, todavía no sabía cómo. “En el interior hay un montón de limitantes. Fijate que en Castillos había cuatro equipos de baby fútbol: El Tanque, que era donde jugaba yo, La Rural, El Repecho y Alto Perú; hoy en día no hay ni uno. Yo siempre de gurí decía que iba a jugar al fútbol, pero no tenía ni idea, no sabía ni cómo era el camino. Yo iba a jugar al fútbol, pero no sabía cómo. Cuando me fui de Castillos me tocó empezar a jugar en cancha de 11, y arranqué en la séptima de Deportivo Maldonado. Ahí empezó todo aquello del bondi, de la milanga, de levantarte temprano y viajar toda la mañana para jugar. Ahí empecé a entender cómo era, yendo a alcanzar pelotas a la Primera con Julio Ribas. Nos daba charlas a los alcanzapelotas, Julio Ribas, y al tiempo me subió a Primera. Había un abismo entre los que estaban en Primera y yo, había que adaptarse al pase fuerte del que tanto se habla. Fue como otro fútbol para mí”.

Maldonado se abrió para la familia como para tanta gente, como un horizonte laboral, un departamento de migrantes de los pueblos que se instalan de changa en changa y crían fernandinos con raíces litoraleñas o norteñas, o quién sabe. Ahí donde el estuario y el mar se mezclan. En este caso, sin embargo, al revés de la costumbre, la familia se mudaba nuevamente al Cabo en temporada para trabajar en el hospedaje de la familia, “bien contra las rocas”, y volvía para el invierno. La mamá es maestra, la hermana y él estudian, Joaquín de las olas a la grama, de los pies descalzos y el neopreno a la redonda de cuero sobre la tierra. Después de la pendiente, el camino ya no era imaginario: “Arranqué en Deportivo Maldonado. No sabía si iba a jugar en Deportivo o en la Liga Mayor de Maldonado, lo que sí sabía era que quería jugar al fútbol. Era un gurí, no entendía todavía cómo funcionaba todo. Hice todas las formativas y estuve tres años en Primera. Después me vine a Montevideo, a Huracán de Paso de la Arena, y descendimos a la C. Así llegué a Juventud. En las primeras fechas dimos el batacazo y nos despegamos en la tabla, en la segunda rueda agarramos un bajón y estuvimos a punto de que nos pasara el segundo, que había terminado a cinco puntos de nosotros. Es difícil mantener la regularidad, más en la B. Siempre hay un partido que te dice si estás para ascender o no. Hay un partido que te marca y a nosotros nos marcó el de Villa Teresa. Ellos tenían tremendo equipo y a los 15 minutos nos quedamos con un jugador menos. Nos pasearon, pero ganamos. Les hicimos un gol, nos despegamos de nuevo y los tres equipos del interior ascendimos tres fechas antes: Cerro Largo, Plaza Colonia y Juventud. El fútbol no te garantiza nada, menos en la B, que es imprevisible”.