Cuando Guillermo de Amores levantó tímidamente el Guante de Oro, desde el estrado más alto del Mundial sub 20 de Turquía, hace algunos años, temblaron los ojos de quienes estábamos prendidos al televisor, como en un ritual, mirando a los cracks venideros. Él, con una camiseta anaranjada que hasta hoy está enmarcada con raspones de barro en un pasillo de su casa, miraba al horizonte del mundo con ojos de pueblo y saludaba con las manos de un país entero. Volvía a repetirse la historia, la del semillero particular criollo de los goleros. Después, claro, la ciclotimia del fútbol, un torbellino para corazones jóvenes. Descender, ascender, volver a vestir la fluorescente del arco celeste, dar la vuelta olímpica, revelar el rollo fantasioso del gurí forjado en los prados de San Jacinto. Cuidar la valla es más que un desafío para la personalidad. Una carrera sinuosa, con picos inolvidables, encuentra hoy a De Amores mirando la vida con otros ojos y esperando el momento de volver a “ponerse la camiseta y los guantes y salir a calentar”.

¿Habías pasado por lesiones difíciles antes de esta?

Lo único que había tenido fue el tema del ojo, un desprendimiento de retina en la cancha de Miramar cuando jugaba en Liverpool. Terminó el partido, me fui para casa y empecé a ver todo muy extraño. Me acosté un rato, me desperté y seguía igual. Nos fuimos para que me hicieran un estudio y me tuve que quedar: se había desprendido retina. Me operaron urgente. Estuve como un mes sin poder entrenar, encerrado en casa. Nunca me dijeron bien por qué fue, si por el estrés, si por un golpe que me había dado cuando era chico; no se sabe.

¿Cómo fue la historia de esta lesión en Fluminense?

Estaba entrenando y me rompí el menisco. Me abrieron todo. Primero me suturaron los meniscos, pero después me agarré una infección y me tuvieron que lavar la rodilla. Me rasparon el hueso, y el hueso reaccionó y formó un callo. Al tiempo había mejorado pero todavía me dolía, y me mandaron a la cancha a entrenar porque se me estaba terminando el contrato. Llegaba a casa y pasaba con hielo, no podía salir a la calle. No tenía vida, porque tenía que llegar bien para entrenar al día siguiente. Me empecé a hacer estudios por todos lados, porque me vi venir que me mandaban a Uruguay sin nada. Me hice estudios acá y me fui a España. Supuestamente tenía una miositis osificante traumática. En Río de Janeiro conocí a Camilo Esperanza, un uruguayo que labura en las escuelas del Barça por todo el mundo, e hicimos amistad. Él también estaba lejos de la familia y me dio una mano para acceder a los médicos en España. Me hicieron estudios y descubrieron que tenía un sobrehueso que me estaba rompiendo el músculo. ¡Y me estaban haciendo entrenar así!

¿Cómo está el vínculo con el club?

Todavía me deben dinero de los complementos, esos que se firman por imagen, además de todo lo que implicaron los estudios y las operaciones. En España, cuando me vieron, no lo podían creer. Me decían: “¿Cómo puede ser que un profesional te haga entrenar con ese problema? Eso es falta de ética profesional”. Me hicieron pericias médicas y policiales, filmaron las operaciones. De todo. Hasta ahora hacen un seguimiento. Esto arrancó hace un año, ha sido muy intenso. Esperemos no tener que llegar a juicio.

¿Antes de la lesión había sido una buena primera experiencia en el exterior?

Llegué en enero de 2018 y la lesión vino al final del año. Había sido una buena experiencia, sí. Al principio, el director técnico, Abel Braga, no me dio ni una chance. Cuando llegó Marcelo de Oliveira me fue mejor. Yo tenía ganas de seguir. Era mi primera experiencia afuera y quería aprovechar para aprender.

¿Pensás que se demoró tu salida al exterior por lo que habías vivido como profesional?

La salida al exterior no se dio como se pensaba. Cuando tuve la chance de salir de Liverpool, descendimos. Después ascendimos y ganamos los Juegos Panamericanos con la selección. O sea, final del Mundial sub 17 en México en el Azteca con 115.000 personas, final del Mundial sub 20 en Turquía contra Francia. Perdimos las dos, pero por suerte nos reivindicamos con los Juegos Panamericanos. Es todo muy loco: sub 20, descender, salir campeón y ascender, ganar los Panamericanos. Tenía todo para irme a España, pero me terminé quedando, nunca entendés por qué. Vino otro arquero y me quedé sin jugar. Al año siguiente vi que iba a pasar lo mismo y rescindí: me quedaban seis o siete meses de contrato en Liverpool, pero me estaban cortando la proyección que traía. Cuando salía de la sede, de rescindir el contrato, me llamó Alejandro Apud y me dijo que me quería en Boston River. Es un técnico con el que me gusta mucho trabajar, porque te exige y te da confianza. Empecé a entrenar en Boston, con el acuerdo de que si me salía algo para el exterior tenía la libertad de irme; era la oportunidad de salir libre, sin contrato. Ahí salió lo de Fluminense. Le agradecí al Turco y me fui.

¿Cómo se banca la cabeza en esos ciclos extremos del fútbol?

La cabeza ha sido muy difícil de bancar. El nacimiento de Indiana, y Cathy, que siempre me acompaña, fueron fundamentales. La otra vez, leyendo en Garra la nota con Mathías Corujo, me sentí muy identificado: me tocó, era lo que yo estaba sintiendo. Esas ganas de ponerse la camiseta y los guantes y salir a calentar, de sentir esos nervios. Yo lo viví en carne propia, y seguro no soy el único jugador que se siente así. Tuve cuatro cirugías en un año, estuve 28 días en el hospital. Pero siempre estuve positivo. Me di cuenta de que soy un hombre fuerte.

¿Qué cosas han cambiado de aquel pibe del Guante de Oro?

En el sub 17 ganó [Mathías] Cubero el Guante de Oro, y en el sub 20 lo gané yo. Después vinieron los Panamericanos, que fueron un alivio, porque además hay que sumar el estrés que significa llegar al Mundial, jugar un Sudamericano para clasificarse. El otro día pensaba en eso. A veces entrenar pasa a ser parte del cotidiano y en un momento pasa a ser normal, pero de un día para el otro te podés quedar sin eso y te das cuenta de lo que tenías, que además es lo que más te gusta hacer en la vida. Estar lejos de la cancha te hace pensar en cuánto disfrutás y cuánto no. Emely Gonçalves, la psicóloga de Fluminense, me ayudó mucho en eso. Y mis padres y Cathy, que se turnaron las licencias en el laburo para acompañarme. Ha cambiado mucho todo; el nacimiento de Indiana me ha cambiado mucho, las lesiones, las operaciones... En juveniles no era tan exigente conmigo mismo, pero cuando llegué a primera sí, sobre todo después del descenso. Quizás lo profesional te lleve a eso, a estar allá arriba y querer mantenerte siempre ahí. Y el fútbol en realidad son momentos. Ha sido salada la carrera, pero seguimos en la lucha; la perspectiva es volver a jugar, y en eso estamos trabajando. Pero lo más importante fue aprender a no pensar tanto en la pelotita, a disfrutar también de otras cosas. Los jugadores muchas veces vivimos en una burbuja. Yo he aprendido a ver la realidad, el día a día de las personas y lo que es la vida.