Salto-Canelones del Este, final de la Copa Nacional de Selecciones. Este domingo a las 15.00 en la pantalla de VTV se decide el campeón.

Ese telegrama, que casi por compromiso anuncia un partido de fútbol, perdido entre otras decenas de telepartidos que nos presenta la nueva normalidad, apenas consigna un encuentro de fútbol.

No dice nada de emociones, de interés, de ganas, de sueños, de gloria. No dice nada de esperas, de frustraciones, de generaciones poniendo ladrillo sobre ladrillo para construir la realidad soñada.

Puede ser una forma de contar esta historia. Hay otras.

Las ilusiones y el pueblo a cuestas

Cuando éramos niños, el abuelo de uno de nuestros amigos contaba de una final. “La final del mundo”, decía. Nosotros no éramos un auditorio privilegiado de aquel Homero de otros tiempos. Queríamos jugar a la pelota, no importaba el sol, la siesta ni el calor, y entonces, escuchábamos poco a aquel campeón del mundo. Él nos sentaba, nos frenaba y hablaba de otros tiempos, de otros jugadores, de otro fútbol. Nos entretenía, pero nosotros queríamos ir a jugar.

De esos cuentos me quedé para siempre con una imagen, la de su valija –no tenían bolso, ni mochila– cargando con sus botines, la gruesa camiseta frisada, el pantalón corto y las medias. Y sobre todo con la idea que transmitía: “Cuando íbamos caminando rumbo a la cancha sentía el peso de la valija, porque sentía que ahí iba el pueblo entero: mis padres, mis hermanas, mis vecinos, mis amigos. Ahí iban la ilusión y los sueños de todos ellos”.

Los abuelos de la historia

El primer torneo continental de selecciones fue el Sudamericano de 1916, y el primer mundial –aunque no se llamó así– fue el de los Juegos Olímpicos de Colombes. El primer campeonato de selecciones en Uruguay fue el del Litoral en 1922. Otro abuelo, el médico sanducero Alberto Blas Langon, fue el fundador de la Confederación del Litoral y de ese primer torneo de selecciones departamentales que, paso a paso, ha evolucionado hasta convertirse en esta Copa Nacional de Selecciones.

Contaba Langon de aquellos viajes, de aquellas valijas: “Salimos de Paysandú a las cuatro de la mañana en una excursión formada por ocho o diez autos. Como no podíamos ir por el Camino Nacional, pues el arroyo Negro no daba paso, fuimos por el Paso de la Balsa. Una vez cruzado, seguimos atravesando los campos de Mailhos en los que teníamos que pasar seis porteras para luego pasar el arroyo Bellaco, ayudándonos unos a los otros, pues por algo ese arroyo lleva ese nombre, y a pocas leguas de allí entrar en los campos de Nueva Mehlem, donde nos esperaban 12 portones, bañados, los dos arroyos Ramón Grande y Chico que eran casi imposibles de pasar. En esos lugares sólo transitaba un héroe. Por eso todos los coches iban munidos de palas, tablones, etcétera, para utilizarlos muchas veces en el camino. Al salir de esos campos teníamos que afrontar el callejón hasta la entrada al camino de Fray Bentos, y si había llovido aquello era algo horrible, pues las tropas los dejaban intransitables. El regreso era mucho más serio, pues de noche era común perderse en los potreros de aquella estancia de Nueva Mehlem, y era frecuente tener que esperar la madrugada para poder orientarse. En esta excursión llegamos a Mercedes a mediodía –¡ocho horas de viaje!– y nos pareció un magnífico paseo”.

Mucha gente afuera del táper

Para los casi 100.000 futbolistas de las 61 Ligas de la Organización del Fútbol del Interior (OFI), la Copa Nacional de Selecciones es, fue o será el máximo sueño futbolístico que puedan tener quienes defienden la camiseta del lugar donde nacieron, viven, trabajan o quieren.

El fútbol ha logrado en el mundo, pero en Uruguay en concreto, cosas impensadas, increíbles, como que 11 personas, unidas y en combinación, generen un mensaje de adhesión, de búsqueda, de competencia. Si lo pensamos, hasta que las pelotas empezaron a rodar en la banda oriental del Río de la Plata, allá a fines del siglo XIX, principios del siglo XX, en Uruguay sólo se juntaban grupos de 10 o 15 hombres para pelear, para hacer la guerra, para sublevarse. Con la pelota todo cambió.

Los vecinos, la familia, sus yernos, sus primos, sus compañeros de clase, sus lustrabotas, sus electricistas, todos convertidos, en lo que dura un partido o un campeonato, o hasta quizá la efímera eternidad aldeana, en los íconos del pueblo, en héroes de la pelota, en nuestros maestros de la pertenencia, en profesores de la adhesión a la causa.

En 1922 comenzó a jugarse el Litoral, en 1924 el Sur, en 1926 el Norte y en 1927 el Este. ¿Pueden imaginar ustedes cuánto de nuestra historia, de nuestra forja como sociedad, de nuestra emulación por ser mejores, hay en ese casi siglo de competencias tan artesanales como prestigiosas, tan trascendentes como ocultas?

Nunca fue fácil.

Fútbol para mirar

Estuve en más de 30 mundiales, porque por debajo de la pata he participado, como aficionado y como periodista, en una cincuentena de campeonatos del interior, que para nosotros, para la mitad de los aficionados uruguayos al fútbol, son nuestros mundiales.

Mucho más por compromisos económicos asumidos que por la gloria y por la competencia deportiva, después de un semestre de paralización total del fútbol para controlar la epidemia de coronavirus se reagendaron los partidos de cuartos de final de la Copa Nacional de Selecciones que habían quedado pospuestos, postergados o suspendidos desde el 14 de marzo, cuando aparecieron los primeros casos de covid-19.

Bruno Alejandro Gómez, de Canelones del Este, Gustavo Alejandro Pintos, de Salto, y Omar Maximiliano Machín, de Canelones del Este, durante la primera final, en el Estadio del Club Progreso, en Estación Atlántida, Canelones.

Bruno Alejandro Gómez, de Canelones del Este, Gustavo Alejandro Pintos, de Salto, y Omar Maximiliano Machín, de Canelones del Este, durante la primera final, en el Estadio del Club Progreso, en Estación Atlántida, Canelones.

Foto: Fernando Morán

Nos tuvimos que meter, con miedo y responsabilidad, en nuestras casas a seguir la vida, y cuando los primeros aflojes, pasamos del teletrabajo a nuestras locaciones laborales. Los futbolistas del interior también. La diferencia está en que no pasaron de entrenamientos por Zoom a las prácticas bajo protocolo, sino que volvieron a sus trabajos en el súper, en la gestoría, en la oficina o en la estación de servicio, y no volvieron a jugar al fútbol, más que un fútbol cinco de bandido. Así los largaron a la cancha, sometiéndolos al escarnio público como segunda opción televisiva. Casi en la clandestinidad. Sin gente ni encuadre de la competencia. Así salen a dar todo, poniendo en cuestión trabajos, habilidades, aptitudes para demostrar que se puede.

No hay programas de deportistas de elite, no hay posibilidades de preparación de alto rendimiento; hay ganas, pero también caderas ensanchadas, abdómenes prominentes, lentitud por ausencia de automatismos entrenados, capacidades anaeróbicas no optimizadas, piernas lentas y movimientos de aficionados.

Aun así, es un programa de televisión ya pago, que tiene que salir. Ya están los avisos vendidos y tiene que salir. Es un programa de televisión local que se arma de un día para el otro sin escenografía, por una cantidad de plata y un canje por pelotas o por comida.

En setiembre y octubre de 1922, hace 98 años, cuando en Paysandú rodó el primer campeonato de selecciones de Uruguay, Salto estaba ahí con sus jugadores, sus vecinos, sus dueños de valijas de madera donde llevaban toscos botines, gruesas camisetas. Como hoy, buscando el triunfo, su triunfo, en las canchas donde valen lo mismo los goles de Edinson Cavani y Luis Suárez, también los de Jonathan dos Santos, hoy goleador y campeón en Universitario de Lima, pero hace cinco años campeón del interior con la albirroja salteña.

El Mago

Por esos días, en la segunda de las nueve finales que los salteños han podido ganar en este mundial de los uruguayos, Carlos Vera, el artiguense que llegó a Salto como Sapo, pero que en su paso por canchas naranjeras, aun con sus 39 años, se ha ganado el mote de El Mago, supo consagrarse como el mejor del interior. Hoy sigue estando en la cancha y lo hace para ser campeón, “porque el prestigio y la gloria de ser campeón no tienen precio”, como le dijo a Eleazar Silva en el diario El Pueblo en agosto del año de la pandemia, cuando el fútbol ya no era un juego, ni mucho menos un trabajo que reportara una entrada económica en la familia.

El Mago Vera, que el domingo en Estación Atlántida anotó el gol salteño, el del empate 1-1 en la ida con Canelones del Este, se tuvo que dedicar a su trabajo fuera de las canchas, y en setiembre, cuando se determinó que el campeonato seguiría en tele- estadios, sin chorizos de rueda, sin ciclomotores apilados contra los muros, sin gritos agudos que festejan una pelota al obol, no pudo volver a entrenar con sus compañeros y debió hacerlo solo. Por el trabajo, por ejemplo, El Mago no pudo viajar a la ciudad de Canelones para enfrentar a Canelones del Sur en cuartos de final. Igual El Mago quiere ir detrás de la gloria. Porque detrás del cemento vacío, detrás de esos muros, detrás de esas pantallas LED, está la ilusión del pueblo.

El Moña

Exactamente 50 años después de que Salto jugara el primer campeonato de selecciones, Canelones del Este, casi ataviado como la selección brasileña campeona del Mundial, empezaba a participar en su mundial, el de los canarios. Pasaron dos y hasta tres generaciones de futbolistas. En 1972 nació la Federación de Fútbol del Este de Canelones, concebida y llevada adelante por Tito Emilio López López para que los pueblos canarios pudieran tener representación más allá de la Liga Fundadora de Canelones.

Tal vez en esa primera y lejana ilusión pudiese haber jugado en la auriverde, si se hubiese fundado antes, el Moña Díaz, el abuelo del capitán que el domingo intentará alzar la copa. Aquel primer Moña, un zaguero de juego elegante y arriesgado, jugó para la azulgrana de Canelones, la que jugaba y juega en el Sur. Los Moña chicos, Miguel y Omar, sí fueron parte de la selección de Canelones del Este. Miguel, padre de Sebastián, había logrado ser campeón del Este en 1986; Sebastián, el hoy Moña titular, tercera generación de esa familia futbolera de Estación Atlántida, le dio secuencia con el bicampeonato 2019-2020.

El Moña, igual que sus abuelos (¡sí, su abuelo materno, Ruben González, también jugó en la selección!), su padre, su tío, juega y trabaja. Hace unas semanas, en las puertas de la gloria de una camiseta que en 48 años de competencia siempre había soñado con llegar a esta instancia, el Moña se desgarró. Parecía que todo se desvanecía para el capitán, pero no. Además de trabajar, empezó a viajar a Montevideo a tratarse de manera particular para estar junto a sus compañeros. Los días parecían no dar, y en la primera final estaba de manera casi simbólica en el plantel, pero el simbolismo dejó de serlo cuando, tras la expulsión de su compañero de área, debió jugar 20 minutos, con el sueño y la ilusión de su gente.

El fútbol y la vida

El domingo, cuando Salto y Canelones del Este decidan cuál es la mejor selección del Uruguay del año de la pandemia, las ilusiones, las expectativas y los sueños del pueblo estarán en ellos, en sus bolsos y mochilas, en sus camisetas, en su mundo, que es también nuestro mundo.