Los buscadores de internet, esos aprendices de bibliotecólogos y archivistas, no saben mucho de lomos de encuadernación de colecciones, y mucho menos de la conexión con las emociones, la alegría, el miedo, la planicie afectiva de la rutina. Pero son útiles, nos arriman y nos conectan con otro tiempo que parece tan cercano, pero además tan lejano, por imprevisto, por sorpresivo, por único. El fútbol, en particular, y la vida, en general, se vieron modificados en el primer año de la pandemia.

En marzo, cuando se ubicó el virus en Uruguay, aparecieron en Garra las primeras -y llenas de incertezas- noticias sobre el coronavirus y el deporte en nuestro país. Hay en la diaria miles de noticias aglutinadas bajo la etiqueta “coronavirus”. En Garra, como en cualquier lugar del mundo, nos tomó por sorpresa y sin preparación para proyectar lo que sucedería, pero atacamos a oscuras la temática que después ocuparía nuestro 2020.

Cuando apenas algunos miles de nosotros nos interesábamos en la epidemia lejana que por esas horas era pandemia, otros miles desde el llano hasta desconocían tales posibilidades, mientras otros, especialistas e investigadores, profesionales de la salud y ejecutivos del aparato del Estado, veían, proyectaban y trazaban hipótesis de alta probabilidad de lo que sucedería. Ya mucha gente sabía que concomitantemente con la búsqueda de soluciones para la peste, para la epidemia, para la pandemia, lo primero que había que hacer era tomar las medidas para evitar el colapso de los sistemas de salud. La medida inicial fue no salir y quedarse en casa. Achicar. La línea de cuatro bien paradita atrás y extremar la defensa. Nada de chiches. Meter el dedazo a la tribuna y esperar. “Lo que importa es que no nos claven, porque si perdemos este partido la quedamos. En serio”.

La peste

Fue en marzo. Aquí y allá, se suspendieron los campeonatos. Por primera vez en la neohistoria del fútbol global, digital e interconectado, nos quedamos sin fútbol. Cientos, tal vez miles de veces, hemos estado sin fútbol. Sin fútbol en el campito, sin fútbol en el baby, sin fútbol en el liceo, sin fútbol en juveniles, sin fútbol en la liga, sin fútbol en el estadio. Jugar, esperar un partido de fútbol es, para miles de nosotros, un alimento esencial para nuestras emociones, nuestras realizaciones, nuestras expectativas. Miles de nosotros nos arreglábamos para llenar nuestra agenda vital con partidos que jugábamos, que veíamos o que escuchábamos. De un Mundial a un campeonato de los barrios.

Pero ¿por eso seríamos capaces de mirar para otro lado, para que el pan y circo pusieran en juego la calidad de vida de otros? En Europa, donde está el epicentro económico del deporte como negocio, y donde fue visible y palpable la desgracia de la pandemia, después de la furibunda primera ola de febrero-abril, aceleraron los procesos de reincorporación de los deportistas a las prácticas y a las competencias. La UEFA y sus ligas extremadamente comprometidas con los negocios –a veces tanto como con los desarrollos deportivos– reprogramaron tempranamente sus competencias para cumplir con el producto que ya han vendido.

“Lo peor de la peste no es que mata a los cuerpos, sino que desnuda las almas, y ese espectáculo suele ser horroroso”, escribió el golero argelino y excepcional escritor Albert Camus en su obra La peste. Camus, que fue un futbolista de destaque en su juventud, justamente tuvo que dejar las canchas por una situación de salud: una tuberculosis.

En Uruguay, la Asociación Uruguaya de Fútbol actuó con cautela y de alguna manera pudo hasta agosto hacer fuerza y sostener el enorme contrapeso de los derechos de televisación vendidos a Tenfield. En agosto, cuando apenas se llevaban jugados 24 de los 240 partidos vendidos y cobrados por año, volvió el fútbol para televisión.

Realidad distópica

“Hola, fanáticos del deporte, tiempo de juego nuevamente, y un gran día para castigar los tendones y los huesos”, dice en su versión original en inglés la edición del 1° de setiembre de 1973 de la revista estadounidense Esquire el acápite del cuento “Roller Ball Murder”, que años más tarde con guion adaptado del propio William Harrison se transformaría en la primera –y la única excepcional– película Rollerball. En aquel distópico cuento del deporte del siglo XXI, del mundo del siglo XXI, donde “Los hombres más poderosos del mundo son los ejecutivos. Dirigen las grandes corporaciones que fijan precios, salarios y la economía en general, y todos sabemos que son corruptos, que tienen poder y dinero casi ilimitados”, aparece el hincha, ya no en su concepción original y puramente uruguaya, la que con su vida cotidiana generó Prudencio Reyes, sino el de aquella ficción global que ya es pasado.

¿Acaso somos el reflejo de la bolsa global de negocios? El concepto de “nueva normalidad”, usado en la economía mundial en esta segunda década del siglo XXI, y adoptado por unos cuantos gobernantes en esta crisis, deja entrever una expectativa de control de la pandemia de coronavirus, que no es otra cosa que la presión empresarial mundial, aunque localizada en sectores, que busca poner como sea en funcionamiento los espectáculos deportivos que mueven la maquinaria.

Si con prejuicios observamos el fútbol como negocio, veremos que, al principio, el negocio era un apéndice importante del juego y de la competencia, pero con el tiempo se lo fue devorando, y el fútbol y los futbolistas, si bien imprescindibles, pasaron a ser lo menos importante para el negocio. Durante décadas el negocio explotó sin miramientos a los jugadores y a aquellos colectivos barriales que buscaban la gloria y no la guita.

Hay otro estadio del fútbol como negocio, que es el virtual, y que parece perfecto y probado para los impulsores de la nueva normalidad: con apenas unos pocos recursos humanos, una treintena de deportistas y una decena de trabajadores de la imagen, se montarán los campeonatos sin gente, los partidos sin gritos, los enfrentamientos de la liga orwelliana, donde creeremos en el gran hermano que nos mostrará lo que él quiera mostrarnos, o sea lo que represente más oportunidades de negocio para sus verdaderos promotores. Como en “Roller Ball Murder”, el cuento de 1973, los deportistas, su salud y su vida no valen nada; lo que vale es el negocio del juego.

Uno atrás de otro

Se pudo terminar el Apertura con un inédito y gran campeón Rentistas, pero no se pudo terminar el Intermedio, quedó todo el resto de la temporada 2020 para jugarse en 2021. Ahora, pero siempre dependiendo de la evolución/involución de la pandemia, y en concreto de los contagios en Uruguay, el campeonato recién podrá terminar en el otoño del año posterior al verano en que comenzó. Si bien es cierto que en otras oportunidades algo similar había sucedido, con definiciones de campeonato con el año mucho más avanzado –la temporada de 1933 finalizó después del “clásico de la valija”, y del de los “9 contra 11” recién el 18 de noviembre de 1934–, nunca se había dado esta circunstancia tan crítica por motivos sanitarios, y además entrecruzando la actividad con tal intensidad que termina justamente poniendo en riesgo la salud de los deportistas.

Si las autoridades liberan la actividad de espectáculos públicos el lunes 11 de enero –ello dependerá de la pertinencia o no de tales actividades, pero no con relación a la aptitud u organización para las competencias, sino a las políticas de salud pública–, el Clausura recién podrá culminar a fines de marzo, y solo si Rentistas gana el torneo, y además obtiene la tabla Anual, estará terminada la temporada antes de abril. De lo contrario, con otro ganador de la Anual y/o del Clausura el campeón uruguayo sólo podrá alzar la copa en un estadio vacío avanzado el mes de abril.

Entre el sábado 16 de enero de 2021, fecha de inicio del Clausura 2020, y el inicio de la Libertadores 2021, previsto para el martes 16 de febrero, los 16 clubes participantes del Uruguayo jugarán nueve partidos en un mes. Por los atrasos del Intermedio, seis de esos clubes –Nacional, Wanderers, Torque, Rentistas, Defensor y Boston River– jugarán diez encuentros en 30 días, redondeando un partido cada tres días, con las mismas condiciones de prevención y protocolos básicos para paliar el colapso de la salud ocasionados por la covid-19, porque con seguridad en este primer semestre del año entrante nada distinto sucederá como para volver a lo que durante décadas consideramos normal en el fútbol.

De la primera –16 de enero– a la novena fecha –13 de febrero– se podrá jugar en régimen constante de fin de semana y miércoles, pero desde el domingo 14 de febrero ya no se podrán utilizar los días entre semana, dado que la continuidad de la disputa de la Libertadores y la Sudamericana impedirá fijar esas fechas, incluso hasta para semifinales y finales del Uruguayo en abril, que por ejemplo podría encontrar al hasta ahora único club que sabemos con certeza que disputará el título: Rentistas, jugando finales y Libertadores o Sudamericana.

La clasificación para el que represente el cupo de Uruguay 4 se establecerá al cierre de la séptima etapa del Clausura, cuando aún resten 24 puntos por jugar de la Tabla Anual, lo que desnuda la precariedad de la situación. Si quien ese domingo 7 de febrero no acepte porque tiene aspiraciones mayores, se ofrecerá a los clubes subsiguientes. Dos semanas después, con los mismos criterios, se decidirá cuál es el club que entra directamente a la segunda fase de la Libertadores; para la Sudamericana, si se mantienen las fechas de inicio y la forma de disputa, también habrá de suceder lo mismo.

En el relato distópico de 1973 Harrison se centra en 2018 sin saber que viviríamos una situación similar en 2020: “La multitud grita, y sé que los camarógrafos lo tienen en una toma aislada y que los espectadores en Melbourne, Berlín, Río de Janeiro y Los Ángeles están llenos de emoción en sus sillones”. Y aquí estamos nosotros, en nuestros gastados sillones, en las sillas del comedor, en las reposeras, en los escritorios de la nueva oficina, que es el cuarto, el living, el parrillero, mirando y consumiendo el juego que ya no es juego, que es trabajo y negocio, que es comercio y vidriera. Ahí estamos, como si esa adicción forzada por lo placentero de la vida alrededor de la pelota que trascendía la contienda futbolística en sí misma, la de la cancha, la de la pelota, la de los rivales, fuese reducida, al estilo de un narco, a esa esnifada de dos horas de adrenalina sintética.

Todos los días, no importa la hora, no importa el lugar, un dispositivo que ya no importa si es un televisor, un monitor o un teléfono, nos coloca en un no-lugar donde el verde enmarcado en el cemento nos recrea sintéticamente, casi artificialmente el fútbol, que tal vez algún día nos hizo algo parecido a “fútboldependientes”.