La calle desierta nos dio la sensación
de que sólo nosotros veíamos llover;
el universo sin pájaros, vacío, por hacer;
entonces callamos, ya en plena ilusión.
(“Lluvia”, La Margarita, de Mauricio Rosencof)

No, no hay fútbol. Esta vez es cierto. Por primera vez en la neohistoria del fútbol global, digital e interconectado, no hay fútbol. Cientos, tal vez miles de veces hemos estado sin fútbol. Sin fútbol en el campito, sin fútbol en el baby, sin fútbol en el liceo, sin fútbol en juveniles, sin fútbol en la liga, sin fútbol en el estadio. El primer desastre natural para nuestros sueños de fútbol era la lluvia. Si llueve no hay partido. Si llueve no jugás. Si llueve no salís. Yo creo que era por eso que me deprimía la lluvia. Nunca olvidaré aquella madrugada del otoño del 92, cuando mi hijo mayor, de cuatro años por entonces, se levantó no menos de cuatro veces a ver si seguía lloviendo porque ese sábado jugaría su primer partido de baby fútbol.

Jugar, esperar un partido de fútbol es, para miles de nosotros, un alimento esencial en nuestras emociones, en nuestras realizaciones, en nuestras expectativas. Miles de nosotros nos arreglábamos para llenar nuestra agenda vital con partidos que jugábamos, que veíamos o que escuchábamos. De un Mundial a un campeonato de los barrios.

El síndrome de la pantalla verde

Antes de la era digital, aun antes de la televisión por cable, el fútbol lo jugábamos o lo mirábamos en la cancha, o lo escuchábamos en la radio. Aquellos televisores nunca tenían el síndrome de la pantalla verde, ni en tonos de gris, cuando era en blanco y negro, a no ser mundiales, sudamericanos o Libertadores, y no en todos los casos no había fútbol en directo por televisión. Es por eso que algunos recordamos el diferido del fútbol argentino de los domingos de noche, o el fútbol alemán entre semana, con la expectativa de un Real Madrid-Barcelona de estos días.

Como mucho, algunos exagerados o candorosos prendíamos, en vano, la televisión a la hora de un partido internacional con participación de equipos uruguayos. Si no había clubes de la Asociación Uruguaya de Fútbol, mucho menos podríamos ver un partido internacional de clubes o de otra liga en vivo y en directo.

En mi caso –soy recontra futbolero–, podría asegurar que el primer partido en vivo de otra liga que vi en pantalla fue una noche de viernes de 1981, cuando el 10 pasó aquel River-Boca en el que Maradona dejó revolcándose a Fillol y en el festejo un fotógrafo se patinó bajo la lluvia.

¡¿Todos los días hay fútbol?!

Fue cosa de casi todos los días que nuestras abuelas, madres, tías e incluso novias y compañeras de vida repreguntaran a nuestra respuesta de “me voy a jugar/mirar/ver un partido” un “¡¿pero todos los días hay fútbol?!”. La cosa ha seguido hasta nuestros días, o hasta la pandemia, pero ahora en una progresión tal que seguro no hay un día, o un momento, en que uno no pueda ver un partido en directo.

Hasta hace un mes o 20 días, la situación se seguía recreando en mi casa materna. Llamo para ver cómo están y le digo: “Avisale a papá que hoy el partido de (coloque el nombre a su gusto) lo pasan a las 19.15 en tal canal”, y otra vez aparece aquel latiguillo ancestral como latigazo escondido en entonación inquisitoria: “¡¿pero todos los días hay fútbol?!”.

La observación de los pájaros

“La observación de los pájaros” es un maravilloso cuento de Roberto Fontanarrosa en el que recrea las vicisitudes naturales de un hincha que, por alguna razón particular, no sabe o no quiere saber ni el resultado ni las alternativas de la competencia en cuestión. El Negro lo escribió a partir de una situación particular que él mismo vivió: quería saber cómo había salido la final de la Libertadores de 1988 entre Nacional y Newell’s. Él estaba en Colombia y no estaba preocupado por el triunfo de ninguno de los dos. Lo único que quería era la derrota de Newell’s, sólo para que la ciudad de Rosario, su ciudad y la de su club, Rosario Central, no tuviese en su máximo rival al campeón de la Libertadores: una suerte de felicidad epicúrea por ausencia de dolor. Pero cuando quiere hacerse de la información no encuentra el canal directo y franco, y entonces “uno recupera, de pronto, aquel instinto primario y animal que infructuosamente trataran de legarnos nuestros ancestros aborígenes. Comienza a rastrear señales en las copas de los árboles, a adivinar conductas en la actitud de los animales, a bucear respuestas en los indicios de la naturaleza, en la interpretación del vuelo de los pájaros”.

A uno le ha pasado decenas, quizás cientos de veces tamaña situación de incertidumbre, casi siempre provocada por fuerzas externas y no por pueriles decisiones vehiculizadas desde nuestra psiquis. O sea: no tengo radio, nadie lo televisa, se me cayó internet, ningún diario dice nada, no puedo ir, tengo que ir a pintar el apartamento de mi novia o, simplemente, surgieron problemas técnicos. Eso, llegado este momento, era hasta soportable si lo comparamos con estas horas. De todas esas microfrustaciones –que en su momento fueron tragedias griegas– recuerdo en especial una de hace 45 años. Recién nos habíamos mudado y yo era hincha, y creo seguirlo siendo para siempre, de mi Florida. Aquella selección dirigida por el inolvidable Mario Patrón conjuntaba a mis ídolos de la infancia –el Pato Jorge Omar Ferreri, Saco Viejo, Garrincha Carbajal y el fachero golero Pastorino– y había ganado caminando el campeonato del Sur hasta llegar a la definición del interior con los siempre grandes sanduceros. Esa final del mundo estaba frente a mí. Era nada más que tomarme la Cita, bajarme en la agencia Florida e ir a lo de la abuela o, como mucho, a lo de Mario.

Pero no, mis padres no me dejaron ir solo y, desde el momento en que ataqué por última vez para tratar de llegar aunque fuera con el partido empezado hasta el otro día, entré en un túnel de desasosiego y distintos estadios de imaginación que no cesó sino hasta que desde la casa de mis vecinos, los Benítez, los que tenían teléfono, llamé al 429 de Florida y me dijeron lo que no quise escuchar: habíamos perdido. Esperé con desesperación la llegada de Óscar, el diariero, que seguramente traería con El Día la crónica detallada del acontecimiento, pero nada: ni una palabra, ni una línea, ni una explicación que, igualmente, no aplacaría mi frustración.

Otoño

¿Qué puede pasar? Nada. Nada va a pasar.
No sé... no sé. Es que todo esto es tan hermoso...
(“Otoño”. La Margarita, de Mauricio Rosencof)

Hoy, aunque busque el resultado, la repetición no la encontraré porque no se jugó. Aunque con el control remoto busque el placebo de un partido de la C del fútbol mexicano a las dos de la mañana, no lo encontraré. Ni la aburrida Ligue 1, ni el fútbol inglés, ni el campeonato ecuatoriano en Gol TV. No hay fútbol. ¿Y qué? Miles de veces estuvimos sin fútbol por tres o cuatro semanas o por un mes, pero lo podíamos jugar, imaginar, esperar. Hoy, la incertidumbre de cuándo y cómo es lo que nos pesa. Ya será. Esto no es más que un domingo de noche de un fin de semana con lluvia. Ya escampará. Y mientras tanto, me quedo en casa jugando el juego de la vida, que no tiene goles ni tribunas, pero sí una línea de cuatro fuerte y eficiente, que cierra y limpia.

Alguna nos va a quedar.