Cuando arranca junio, lo voy midiendo de a poquito. Es como un feriado, pensaba antes, pero ahora lo siento más como un cumpleaños. Como el cumpleaños de la madre o el padre. 9 de junio.

Si los antiguos griegos te remiten a la cultura, los uruguayos te deberían remitir al fútbol. La cultura del fútbol tiene su soporte en Uruguay, y fueron los uruguayos los que generaron, inventaron el símbolo de victoria de una competencia o torneo. Es posible que sea un emergente del inconsciente colectivo de una nación tan joven que incluso para muchos marca alguno de sus hitos fundacionales justamente ahí: Colombes, 1924, los olímpicos, Nasazzi, la vuelta, la gloria.

Fue el 9 de junio de 1924, cuando los parisinos, enloquecidos por la inigualable forma de practicar fútbol de los uruguayos, no dejaban de saludar parados, quemándose las palmas y arrojando sus ranchos de paja al campo de juego como ofrendas por el juego que los llevó a aquel título olímpico-mundial. Fue en ese momento que el Terrible José Nasazzi, que apenas tenía 23 años y 15 días de edad, guio a sus compañeros a dar una vuelta al campo en agradecimiento a los agradecimientos, y como una forma de expresión de la alegría.

Cada 9 de junio quiero llevarlos conmigo a aquel campo de Colombes para pararnos al lado del Indio Pedro Arispe y sentir ese sofoco de emoción; para escuchar la voz del Terrible ordenándonos en medio de la más grande alegría, saludar uno por uno a los aficionados; para ser el Loco Romano y devolver los sombreros que, ofrendados como flores, chocolates y champán caen desde las tribunas del templo pagano de Colombes. Cada 9 de junio, elegido después como el día del fútbol sudamericano, busco explicar cómo algo que sucedió muchas décadas antes de que yo viera la vida, está tan incorporado a mí y a varios de nosotros como vivencia.

La vida

Ya no sé la cantidad de veces que me he embarcado en el puerto de Montevideo, en el vapor francés Desirade. Conozco bien sus camarotes de tercera clase, y ni les digo la cubierta, donde cada día de los 22 que duró el viaje de Montevideo a Vigo, pasando por Río de Janeiro y Dakar, se entrenaba bajo los auspicios del Buzo Andrés Mazali. Todo, todo está en mis recuerdos, en mi vida, en nuestras vidas. Como el recogimiento y asombro del gallego Manuel de Castro, periodista de El Faro de Vigo, que cuando observó el movimiento de los orientales en aquel, su primer partido en la historia en el continente europeo, ante el Celta de Vigo en la cancha de Coya, sentenció: “por los campos de Coya pasó una ráfaga olímpica”.

Está todo ahí, desde la angustiante situación de Atilio Narancio, el padre de la victoria, hipotecando su casa para poder cumplir su compromiso personal de que los uruguayos campeones de América de 1923 concurrirían a los Juegos Olímpicos de Francia de 1924, a la delicada alfombra de pétalos de rosa preparada por madame Marie Pain en la senda por lo que ingresarían los campeones a su castillo de gloria, ya campeones en el anochecer de aquel casi veraniego 9 de junio de 1924.

Campeones del mundo, en la marmolería donde trabajaba Nasazzi, en el frigorífico donde faenaba Arispe, en el Mercado Agrícola donde se fajaba Perucho Petrone, en la Cervecería Uruguaya donde era repartidor de hielo el Vasco Cea, en la UTE donde trabajaba el Loco Romano, y en cada rincón de aquella incipiente nación.

La vuelta

Después de aquel partido con los suizos, miles de aficionados invadidos por la emoción conmovedora de la perfección del fútbol de los uruguayo vivaban con alegría a los futbolers arrojándoles sus sombreros “ranchos de paja” para que el capitán, el Terrible José Nasazzi, aquel marmolero de apenas 23 años, hijo tardío de un italiano y una española, llevara a sus compañeros a devolver y agradecer aquel obsequio del esfuerzo y sueños impensados. Aquel gesto de educación primaria, básica, pero engendrada en una sociedad felizmente aldeana donde el agradecimiento no era una fórmula sino un principio emotivo del cotidiano entramado humano, seguramente surgió de la imperativa voz del Mariscal Nasazzi, que aún en ese momento de intimidad con la gloria sintió que debía devolver a esos miles de extasiados franceses el saludo de gracia.

Casi siento el gusto del puchero con champagne ofrecido en aquella noche parisina, o hasta el porte erguido y avasallante de José Leandro Andrade, avanzando en el campo a la tarde y deslumbrando en la noche parisina. Me siento en la pluma de Lorenzo Batlle, el único corresponsal de un diario uruguayo, El Día, el diario de José Batlle y Ordóñez, que vio en aquella expedición la oportunidad y la posibilidad de un nuevo y gran avance de la sociedad, cautivado con un enorme sentido de la épica, de la hazaña, de derrotar a los europeos, una construcción de nacionalidad en sí mismo con aquel discurso, remate de solemne y futbolera parrafada con el “vosotros sois el Uruguay”.

Es como si estuviese entre el Indio Pedro Arispe y el Hachero escuchando la narración, relato, ensayo filosófico del back de Rampla: El Indio, compañero de zaga del Terrible Nasazzi, atesoró para siempre su concepto de patria y se lo transmitió a aquel magnífico Homero que fue Julio César Puppo, el Hachero, que nos lo legó para siempre: “Para mí, la patria era el lugar donde, por casualidad, nací…Era el lugar donde trabajaba y se me explotaba…¿Para qué precisaba yo una patria? Pero fue allá, en París, en Colombes, en los Juegos Olímpicos de 1924 donde me di cuenta cómo la quería, cómo la adoraba, con qué gusto hubiese dado la vida por ella. Fue cuando vi levantar la bandera en el mástil más alto. Despacito, como a impulsos fatigosos. Como si fueran nuestros mismos brazos, vencidos por el esfuerzo, agobiados por la dicha quienes la levantaron. Despacito…Allá arriba se desplegó violenta como un latigazo y su sol nos pareció más amoroso que el de la tarde parisién. Era el sol nuestro…Abajo, las estrofas del himno que llenan el silencio imponente de muchos miles de personas sobrecogidas por la emoción. ¡Entonces sentí lo que era patria!”.

El 9 de junio de 1924, por primera vez en la historia un equipo de fútbol americano, el primero en jugar en Europa, el seleccionado uruguayo solo integrado por futbolistas de la Asociación Uruguaya de Fútbol, se coronaba como el mejor del mundo. El torneo de fútbol de los Juegos Olímpicos se disputó entre el 25 de mayo y aquel 9 de junio de 1924. El certamen tuvo la participación de 22 selecciones, 12 de ellas, incluida la selección uruguaya, formaron parte de una eliminatoria que llevó a 16 el número de participantes de la definición.

La selección uruguaya comenzó el torneo ganándole a Yugoslavia 7 a 0 en la fase preliminar. Ya en octavos de final, Uruguay superó 3 a 0 a Estados Unidos en el estadio Bergeyre de París En cuartos de final enfrentó a Francia, derrotando a los locales en gran exhibición por 5 a 1. En semifinales, Uruguay le ganó a Holanda 2 a 1. En la final disputada en el estadio Olímpico de Colombes, Uruguay goleó 3 a 0 a Suiza con goles de Pedro Petrone, Pedro Cea y Ángel Romano; Perucho Petrone, con siete goles en el torneo, fue además el goleador olímpico.

En el anochecer de aquel verano de nuestra vida, los uruguayos caminaron las diez cuadras que separaban aquel majestuoso estadio de su lugar de estadía, el Castillo de Argenteuil, y en sus valijitas y pequeños paquetes donde llevaban sus herramientas de trabajo iban envueltas, en aquellas sudadas camisetas celestes, la gloria finita de aquel éxito y los sueños infinitos de aquella patria, este pueblo, que ha hecho del fútbol parte de su cultura y su identidad.

Salud.