La fuerza del querer

Mirá, no importa si por aquel tiempo a Francisquito no le importaba tanto el fútbol, si Lucía estaba en segundo de la escuela Artigas de Florida o si Maxi estaba extrañando tanto a su padre que prefería que el Mundial terminara de una vez.

Francisquito, Lucía, Maxi y decenas de miles de escolares más de Guichón, Paso Severino, Achar, Vergara, Colonia Agraciada, Molles, Moirones y Baltasar Brum recordarán el gesto por los años de los años y seguro en algún cumpleaños familiar, en una comilona o hasta en alguna discusión navideña recordarán la escena, que ya será patrimonio de ellos -ayer, jóvenes, inocentes e indocumentados niños escolares; mañana, doctores, ferreteros, manicuras y maestros-, de la pelota doblando en la esquina justo donde en ese momento se cruzaban la avenida de la gloria con el camino de la hazaña y el grito ronco, fuerte, ahogado y soñado, corolario del coro de tres millones de historias mínimas, resumidas en la cara de un muchachito que salta, grita y llora.

Lulita, Pancho, Emi, Paco, Bebe, Mechi y miles de niños de hoy sentirán con gusto y ganas que les habrá quedado tatuado para siempre y desde siempre aquel gol de Luis Suárez, el de la victoria, el de los sueños, el del festejo en 18, en la plaza, en Independencia, en Sarandí.

Y entonces un niño del futuro le preguntará al hombre que llevaba adentro este escolar de hoy: “¿Pero y qué ganamos con ese gol? Y seguro que Mariana no recordará la situación, ni el Bebe, a qué Mundial correspondía, pero seguro uno de los dos, de los 28 de los 500 o de los miles, le podrá decir que ganamos el derecho a creer, que conquistamos el umbral de los sueños, o el mundial de las ganas.

El cuento dirá: Luis Suárez, pierna derecha, pelota doblando, palo, red y locura.

Seguro que en la mochila de los datos perdidos no quedará que Uruguay le ganó 2-1 a Corea, que eran unos aviones, que parecía que todo terminaba pero que no era más que el comienzo y que no hubo ni un uruguayo que quedara fuera del festejo, de la alegría.

La ficción de esta historia de futuro sólo será la metamorfosis vibrante del presente, que ya es pasado aunque aún se festeja.

Uruguay consiguió ayer una gran e inolvidable victoria sobre Corea del Sur por 2-1 y se colocó entre los mejores ocho del mundo, la mejor colocación que un representativo de la Asociación Uruguaya de Fútbol ha alcanzado en los últimos nueve mundiales jugados.

Fue un partido duro, terrible, sufrido y estresante, en el que los celestes no pudieron fortificar su triunfo a través del buen juego y de la excelente capacidad de neutralizar el juego rival, como lo habían hecho antes, sino que lo debieron hacer rescatando del último bolsillo de los sueños aquel nunca desechado argumento de los dientes apretados, las ganas y el mapa de la utopía.

Haciendo historia

2 a 1 fue el triunfo de los celestes, quienes sobrellevaron bien y casi sin problemas el primer tiempo, con la tranquilidad del primer gol del salteño Luis Suárez, que creyó en lo imposible a los ocho minutos de juego y que después de ver cómo el arquero coreano dejaba pasar una pelota que parecía fácil, metió el pase a la red y salió a festejar.

Con el 1-0 en el marcador del Nelson Mandela Bay y unos ahorritos más debajo del colchón de cierta tenencia de la pelota, los de Tabárez amortiguaron el juego de velocidad y múltiple ofensiva de los asiáticos y consiguieron llevarse al vestuario la ventaja de un gol. Sin jugar como otras veces, pero ilusionando a base de ganas y de esfuerzo, los uruguayos habían logrado frenar a los coreanos.

Segundas partes nunca fueron buenas

La segunda parte fue un infierno.

Ya arrancó con la salida, por un problema muscular, del rosarino Diego Godín y el ingreso, una vez más, de Mauricio Victorino. Pero eso no fue nada. Lo dramático fue la sucesión de ataques permanentes de un equipo coreano que jugó muy bien y con mucha seguridad en su ataque veloz y que sometió, casi a manera de sitio, a los uruguayos, que de una manera u otra aguantaban mientras miles de sus compatriotas veían cómo sus televisores oficiaban de monitores de electrocardiogramas hogareños y gratuitos.

Aguantábamos como se podía, yo no sé cómo podían, pero a los 22 de la segunda parte Lee Dong-Gook empató el partido y mientras los coreanos parecían surfear olas sobre la defensa celeste, Uruguay no daba pie con bola sin que el dicho tuviera la menor búsqueda de lo metafórico.

Los aviones coreanos iban por donde fuera y presagiaban lo peor, pero poseídos por los viejos espíritus de las ganas y los sueños, con la fuerza de sus años nuevos y de sueños postergados, los uruguayos volvieron a tomar el control del partido, como si estuvieran reflejando su propia epopeya. El Ruso Pérez, un futbolista extraordinario por lo estremecedor de su esfuerzo, se quedó con cuanta pelota pasó lejos o cerca de él, Maxi Pereira empezó a utilizar la senda rápida de su lateral, haciendo juego con quienes empujaban y creaban por ahí, y el extraño orgullo de ser uruguayo y deportista, uruguayo con sueños atados con alambre pero sueños al fin, empezó a aflorar en la cancha y en las tribunas de la vida.

Doblá por acá

Después del córner, Fucile consiguió a puro empuje una pelota que llevó a domicilio hasta la ubicación de Luis Suárez. el salteño amartilló una vez, enganchó otra, hizo foco y mandó una bola curva que pegó en el palo y encontró la gloria.

Uruguay ya está entre los ocho mejores del mundo y ahora querrá seguir moviendo el piso y elevando el techo el viernes en Johannesburgo, cuando enfrente a Ghana procurando quedar entre los cuatro mejores.

Maxi, Lula, Paco, María, todos tal vez recordarán entonces aquel tema del Pitufo Lombardo y el Choncho Lazaroff que se llamaba “Eterno soñador” y que decía: “Es natural que se contagie la emoción”…

Es natural, en Uruguay, ser un eterno soñador.