Una de las angustias por las que pasé con la covid-19 fue enfrentarme inesperadamente con la pérdida de una de mis utopías urbanas. Iba en auto, después de meses sin manejar. Cuando llegué al estadio, su indisimulable presencia a la izquierda me llevó a otear hacia ese templo pagano. Vi que parte de la tribuna del Campeones Olímpicos estaba demolida, que las escaleras ya no existían. Mi falta de cancha en la conducción me impidió discernir si bajar un cambio, si entreparar, si estacionar. Entonces seguí, y en esos metros que anduve vi a un obrador, escombros, cascos amarillos, vigas, encofrados, maquinaria y mucha tierra. El portón principal, tapiado con puertas de madera hijas del desguace, la boletería, igual.

Fueron cinco segundos de visión periférica orientada y seguí mi camino al trabajo, al retorno a lo presencial. Fueron dos horas de concentración en la ruta, en los otros autos, pero con la gota que me horadaba el alma de aquello que había advertido y de lo que nadie me había avisado. Una sensación rara, que oscilaba entre la emoción de sentirse traicionado y la razón de la generación de nuevas y buenas expectativas.

De noche, al desandar el camino, no quise acercarme a aquella figura majestuosa y golpeada, y seguí de largo casi como si no existiera. Me prometí que volvería. Me prometí una cita para hacer terapia entre el estadio y yo.

Llegué de mañana. Inicié el rito desde la casa donde viví mis primeros días, desde donde fui cuando lo conocí, y fui modificando el camino para salir simultáneamente de lo de mi abuela materna, de lo de mis abuelos paternos, de lo de mis tíos, de todos los lugares desde donde había iniciado aquella relación inextinguible mientras estuviéramos los dos.

Llegué por la calle principal, abierta y despejada, que permite anticipar las emociones a tres cuadras avizorando su muro, sus rejas, su tribuna y la cancha.

Cuando estuve enfrente apreté fuerte mis manos en el alambre entrecruzado, preso de mi pasado, y otra vez volví a sentir el puñal de la traición. ¿Por qué? ¿Por qué estaban modificando mi vida sin derecho a poder guardarme adecuadamente mis últimas emociones vividas ahí? ¿Cuál habría sido mi último gol, mi última puteada, mi último mate en aquel estadio que ya nunca más volvería a ser el que fue para mí, pero que sin embargo ya era cuando yo fui por primera vez?

Más allá de los caminos del ser y el devenir, había una historia que había terminado y me sentía traicionado, porque ahí, en ese estadio, en esas tribunas, en aquel cemento, había comenzado mi vínculo imperecedero con el fútbol. Ahí había empezado mi historia de hincha, de mi afición por ver fútbol, por emular a aquellos jóvenes o añosos cracks uniformados y con olor a linimento.