Pasaron unos meses y la nueva normalidad permitió dejar el asfixiante teletrabajo y volver a la oficina. Pasó el otoño, llegó el invierno, y el fútbol, ese momento de felicidad, ese recurso placentero al que se puede recurrir componiendo el recuerdo o acomodando el futuro, quedó sólo en nuestras mentes, en nuestros recuerdos.

La vuelta al fútbol en la nueva normalidad, el día después, estimula, alegra y llena de expectativas a los futboleros, pero a la vez deja establecida la idea de que falta algo, y ese algo se piensa, se vive como fundamental, casi como esencial: los hinchas, los habitantes del cemento, los tensores de los alambrados, los dínamos del aliento, los eyectores de las puteadas, los cultores de los abrazos extraños, los participantes de cada asado, “esos que los periodistas llaman parcialidad”.

¿Qué acontecimiento social masivo es más significativo que ir al fútbol? Para miles de nosotros y nosotras, esa acción incorporada a la liturgia pagana de los sábados y de los domingos, y hasta de los miércoles y los jueves, tiene contacto emocional con ir al encuentro de aquel primer amor, con aquella novela, con una película, un toque o hasta aquel encuentro de afectos.

Cientos de miles de nosotros y nosotras, dentro de los pocos que somos, tenemos incorporada esa relación. Algunos exageradamente, desde sus días más tempranos, otros con más filtros, más espaciadamente; pero la gran mayoría de nosotros sabe que es una experiencia relevante y que sería negligente la omisión de iniciación.

¿Y qué somos nosotros, los hinchas, en el contenido final de un espectáculo de fútbol? Aparentemente somos un elemento trascendente aunque no esencial en el desarrollo del fútbol moderno. La esencialidad vista como elemento vital para la realización, en este caso, de la competencia.

Hincha pelotas

En Uruguay, y en buena parte de Sudámerica, somos hinchas desde la primera década del siglo XX. Hinchas con el nombre de hincha, pero antes, desde fines del siglo XIX, ya éramos hinchas, esperando por el nombre que nos legó Prudencio Reyes.

De aquel talabartero, que además voceaba los puntos en el frontón del Euskal Erria, donde la pelota a mano reinaba, cuenta el enorme Diego Lucero (Luis Alfredo Sciutto) que, en los encuentros del Club Nacional de Football, de repente, se escuchaba un alarido: “¡Arriba, arriba Nacional!”. El grito lo profería Prudencio Miguel Reyes, el gordo Reyes, lomillero y talabartero de oficio, que los domingos se transformaba en utilero. Dominaba el arte del cuero. Tenía unas manos descomunales, perfectas para cerrarles la correíta a los balones. Esa tarea, la de pintarle la sonrisa al balón, era considerada un arte en aquella época sin infladores.

Después de eso sólo quedaba tirar de pulmón, y el gordo Reyes andaba sobrado. Le daba para hinchar balones y le quedaba aire para hinchar a los jugadores: “¡Vamo’ Nacional!”. En la grada preguntaban: “¿Quién es ese que grita?”. Alguien replicaba: “¡Es el hincha!”. Y otro añadía: “El hincha pelotas de Nacional”. El gordo Reyes se paseaba arriba y abajo o por detrás de la portería, como si fuera el segundo entrenador. Un pase bueno, lo aplaudía; uno malo, soltaba tal chillido que temblaban los pilares del estadio. Muchos, entre el público, lo tomaron por loco. Lo veían volverse al gentío ‒la cara roja, las venas del cuello hinchadas‒ y gritar despeinándose el bigote para que le acompañaran en sus cánticos.

El gordo Reyes, como contaba Diego Lucero, fue el que dio vida a la definición de hincha. Prudencio había nacido en 1882, 17 años antes que Nacional, y Luis Alfredo Sciutto jugó en el equipo del bolsillo en la camisa a fines de la década del 20, así que era en ese entonces una historia muy fresca la del hinchador, que tal vez también alentó a Sciutto.

Pero antes de hinchas, antes de Prudencio Reyes, había en Uruguay aficionados que merecieron varias citas y páginas en ese maravilloso libro de Carlos Sturzenegger Football. Leyes que lo rigen y modo de jugarlo, cuya edición original de 1911 fue reproducida facsimilarmente por la Biblioteca Nacional, con un anexo de presentación y estudio a cargo del profesor Julio Osaba. Dice Sturzenegger hace más de 100 años, y cuando la competencia organizada apenas tenía diez años: “Menos aún pensaban que ese juego que era mirado por casi todos con desdén, que se tildaba de brutal, sin arte ni ciencia de especie alguna, que se reducía a golpes y patadas, tuviera luego tantos admiradores entre uno y otro sexo al extremo que, domingo tras domingo se ven millares y millares de personas usando todos los medios de locomoción para dirijirse [sic] hacia las distintas canchas, con el objeto de presenciar los sensacionales partidos que les brindan los cuadros de su preferencia”.

El estado de bienestar del otro lado de la cancha

Más importantes aún en la trascendental génesis del hincha como factor determinante en el crecimiento y enriquecimiento del fútbol en estas tierras son las citas de Aldo Mazzucchelli en su enorme obra Del ferrocarril al tango, donde reafirma con testimonios imprescindibles cómo algunos aficionados muy especiales, como José Batlle y Ordoñez, dieron sostén a aquel fútbol casi experimental de los inicios. Lo dirá el propio Carlos Sturzenegger en una carta publicada por El Día enseguida después de la final de Colombes el 13 de junio de 1924: “A pesar de la indiferencia del público en general que no quería saber nada de fútbol, logramos poco a poco atraer la atención de 10 o 12 personas que venían a vernos jugar. Entre esas pocas personas figuraban cuatro hombres de primera fila que nos alentaban con su presencia y nos estimulaban con su palabra. Eran don José Batlle y Ordoñez, doctor Pablo de María, doctor Mariano Ferreyra y el General Eduardo Vázquez”, y agrega este significativo comentario: “Para esos señores no éramos ingleses locos, sino muchachos entusiastas por un juego que después habría de conquistar al mundo entero. Tenían la visión del porvenir, y mucho les debe el juego de fútbol a su presencia en nuestros partidos”.

Estamos trabajando para usted

“¿Y para qué trabaja uno, si no es para ir los domingos y romperse los pulmones a las tribunas hinchando por un ideal? ¿O es que eso no vale nada? [...] ¿Que sería del fútbol sin el hincha?... El hincha es todo en la vida...”. Eso dice el parlamento de Enrique Santos Discépolo, Discepolín, en la película El hincha (1951).

Después de don Pepe y su Estado de bienestar –durante, también–, la presencia de los aficionados a la vera de la cancha se transformó en un acontecimiento tan común y necesario como relevante.

Durante más de 100 años, hasta transformarse en un envío televisivo como si fuese la telenovela, el fútbol, su crecimiento, su desarrollo, su evolución e involución, su corrupción, y su arcaica y bestial violencia, pasó, y pasa aún, por nosotros, los hinchas, que solventamos emocional y económicamente todo el entramado, aunque también pasa, ahora, por estos clubes-corporaciones que rigen los destinos del mundo del fútbol.

Definitivamente cambió para nosotros ‒y, felizmente, ahora también nosotras‒, los que hemos formado parte de esa cadena cuando iniciamos esa compacta y compleja mutación de jugador a hincha, mucho antes de que Franz Kafka escribiera La metamorfosis.

El drástico cambio de las formas de seguir las alternativas de un partido no será nuevo para ninguno de nosotros, que nos asomaremos a nuestro estadio-pantalla a las nueve de la mañana con mate y bizcochos para ver a Rentistas y Liverpool, o los que esperaremos con la singular expectación de unos ravioles recién terminados el clásico Nacional-Peñarol el domingo a las tres de la tarde.

Ver el espectáculo ha mutado a la observación durante dos horas, y más también, de una pantalla, en la que a través de un juego de cámaras engarzadas por el ojo entrenado de un director nos muestra lo que quiere, puede o está a su alcance, y un par de individuos que nos evangelizan con sus apreciaciones-opiniones-convicciones, situación que sustituye aquella presencia permanente en las canchas, los estadios. Pero esta vez ya no estaremos. Y no será por la inducción de los servicios televisivos, por no poder asumir un costo o hasta por comodidad, sino porque directamente no podemos ir. Ninguno, nadie.

Y, el fútbol, lo más puro del fútbol, el jugar y disfrutar, el asumir responsabilidades y placeres a través de la competencia, volverá a ser en esos 90 minutos, y en esa cancha, sólo de los futbolistas.

Ya volveremos, y volverán los gritos, los abrazos, las puteadas, con un toque de yerba caída al costado y la hiriente grasa de algún chorizo que llora por ahí.