Millones de televidentes cruzaban los dedos cuando Lewis Hamilton entró en boxes en la vuelta 21. Deseaban que algo inesperado ocurriese en la parada del británico, no por maldad, sino porque venía recorriendo la pista de Monza aburridamente solo. El recambio de gomas fue perfecto, pero la mala vibra surtió efecto: Hamilton había transitado la calle de boxes cuando todavía estaba cerrada, producto del abandono en un lugar peligroso del danés Kevin Magnussen.

Cuando llegó el veredicto de los comisarios -una parada con diez segundos de detención para Hamilton- la carrera se reavivó, en sentido figurado, porque en la práctica los autos estaban parados: Charles Leclerc acababa de destruir su Ferrari en el lado externo de la Parabólica, tal vez la curva más difícil del calendario de la Fórmula Uno, y hubo que detener la competencia.

Cuando relargaron, Hamilton debió cumplir la multa y quedó en última posición. Lo esperaba una ardua tarea de recuperación para volver a la punta. Es decir, lo que casi todos ansiábamos: competencia. Especialmente desde que el otro Mercedes, el de Valtteri Bottas, se desinfló en la primera vuelta, perdiendo cinco posiciones en la largada. No conviene adjetivar a las personas, pero hay que mencionar el ciclo de patetismo que atraviesa el finés como uno de los problemas que afectan el interés del campeonato. Es injusto para la competencia que sea él el otro conductor de un Mercedes Benz, la máquina que tiene una pavorosa ventaja sobre el resto.

La carrera, en cambio, tuvo de todo tras el relanzamiento: Pierre Gasly, con un AlphaTauri, se hizo de la punta tras la salida de Hamilton, el veterano Kimi Raikkonen (con un Alfa Romeo motorizado por Ferrari) le peleó el liderazgo por un rato hasta que volvió al fondo del pelotón, mientras el español Carlos Sainz, que había seguido de lejos a Hamilton en las primeras vueltas, avanzaba inexorablemente.

Gasly y Sainz pelearon de cerca las últimas seis vueltas, y el francés prevaleció con su AlphaTauri, que, recordemos es el Red Bull de los pobres. Consiguió así su primera victoria en la Fórmula Uno, y demostró que había sido echado mal del equipo “A” hace dos años, cuando se lo trocó por el modestísimo Alexander Albon, que apenas suma puntos en un potente Red Bull.

Primero, entonces, Gasly en un AlphaTauri, segundo Sainz en un renacido McLaren, tercero Lance Stroll en Racing Point, cuarto Lando Norris en el segundo McLaren, quinto Bottas, sexto Daniel Ricciardo sobre un Renault, y recién séptimo Hamilton. Autos distintos en las primeras posiciones, pero ninguna Ferrari en Monza.

La chambonada de Leclerc completó un fin de semana desastroso para Ferrari, en su casa, y el contraste con la temporada pasada, cuando el joven monegasco ganó aquí mismo, es enorme. Los autos de la scuderia habían hecho la peor clasificación desde 1984, con Lecler en lugar 13 y el cuatricampeón Sebastian Vettel en lugar 17, tras una penosa decisión del equipo que lo lanzó a hacer su mejor vuelta en medio de un intenso tráfico. El carrera, el auto de Vettel, que no recuperó ni una posición, consumió sus frenos -se vieron llamas- en la vuelta 7, y unos minutos después “el principito” (como se le llama con justificada acidez a Leclerc desde el vettelismo) destruyó su auto en la Parabólica.

Por fortuna no había público en las gradas, pero sí lo habrá el próximo fin de semana en Mugello, una pista que es propiedad de Ferrari, donde se pensaba festejar las 1.000 (¡mil!) carreras del mayor equipo de carreas de la historia. En este panorama, será una conmemoración, pero no un festejo.