Cada Uruguay-Argentina es una conmoción en mi vida. Lo debe haber sido para mis bisabuelos, para mis abuelos, para mi padre. Lo es para mis hijos y lo será para mis nietos. Para cuando el fútbol del Río de la Plata fue conocido y reconocido por el mundo, en 1924, cuando Uruguay llegó a Europa para asombrar y coronarse como el mejor del mundo y de los Juegos Olímpicos de París, en Colombes, uruguayos y argentinos ya se habían enfrentado casi 100 veces, 94, para ser precisos, desde la primera vez, en Montevideo, el 16 de mayo de 1901. ¡94 veces en 23 años! Fue en Argentina donde se jugó el primer torneo continental de fútbol, el que inventó un uruguayo, el que definieron argentinos y uruguayos y el que conquistó Uruguay.

El primer gran clásico del fútbol mundial se jugaba al sur del mundo, con una frecuencia que no se daba ni en los primeros campeonatos de liga, y con una calidad y un desarrollo tan prontos como un adolescente florece comiendo carradas de milanesas y escribiendo poesía. Indiscutiblemente el primer clásico entre naciones independientes –Inglaterra ante Escocia es un partido entre comunidades de Gran Bretaña– se empezó a considerar desde el primer día, pero para que un partido sea clásico precisa de una construcción y cimentación, cuyas vigas son capacidad, rivalidad, popularidad y vigencia. Un clásico se construye. Podría haber quedado como los partidos que habrán jugado Francia y España o Alemania. Pero la construcción del clásico está en la idoneidad de los deportistas, en la clase, en partidos que salían geniales y después, sobre todo, en las dos o tres primeras décadas, en las que uruguayos y argentinos, donde estuvieran, resolvían.

El mundo conoció el Río de la Plata en 1924 porque fueron los uruguayos los que deslumbraron, pero cuatro años después, cuando los Juegos Olímpicos de Ámsterdam, participaron los mejores del mundo: Uruguay y Argentina fueron los finalistas, con el triunfo celeste.

Ya saben ustedes lo que sucedió en la primera Copa del Mundo, en Montevideo, en 1930, cuando los inventores de la vuelta olímpica volvieron a saludar alborozados a los cuatro lados del estadio mientras veían izarse en la torre de la Olímpica el sol y las nueve franjas.

Lo mejor que hicieron en su historia los ingleses fue el fútbol, pero Uruguay y Argentina, hombro con hombro y espalda contra espalda, fueron los antagonistas que forjaron la grandeza del fútbol de selecciones. En la génesis del fútbol como valor del mundo, en el pasaje a la pasión de multitudes están los hermanos Brown y Piendi, el Terrible Nasazzi y Nolo Ferreira, uruguayos y argentinos, porque el fútbol es el mejor invento de la historia de los ingleses, pero su desarrollo, madurez y brillo son patrimonio del Río de la Plata y de aquellos criollos, hijos de gallegos, tanos y rusos que dieron vida a la pelota, las camisetas y las banderas. Messi y Luis Suárez, íntimos amigos, intensos rivales con la albiceleste y la celeste frente a frente, lo sienten y lo saben. Hay una vibra antigua, un recuerdo arcaico cargado en el ADN de aquellos nacidos a los dos lados del Río de la Plata, que tanto nos separa como nos une.

El clásico más viejo del fútbol del mundo ha determinado símbolos tan trascendentes como nuestro color celeste, que algunos hasta creen que es parte de nuestros símbolos patrios, pero fundamentalmente es una forma de entender el juego con la intensidad y la determinación que nos ha heredado el fuego para la forja de los futboleros del mañana, que han sido los de ayer y los de siempre.

Somos la historia misma del fútbol. Cada partido entre uruguayos y argentinos tiene ese componente de tensión, emoción, expectativa, nervios, placeres, frustraciones y el inevitable después qué de nosotros, los que estamos del otro lado de la línea de cal, y de los jugadores, los directores técnicos, los que tienen la concesión del alma del fútbol.

Una vez más, rivales y hermanos.