Andá a saber quién mierda fue. Es que viste, el tiempo pasa, y además la cucuza a mí ya no me funciona muy bien. Me acordé anoche. Desde hace unos años, cuando no concilio de una el sueño, me pongo a pensar cosas lindas, como los guachitos cuando les hacen contar ovejas.

A veces le doy play a una idea o un recuerdo y caigo chanta, pero otras veces se estira un poco más, y escribo cosas maravillosas que en la puta vida me acordaré siquiera de una palabra cuando me siente frente a la máquina de escribir, o vuelvo a vivir los días más felices de mi niñez, o sea todos.

Anoche, antes de apagar la luz, de acomodarme en la almohada, miré para la mesa de luz, a ver si estaba el texto sagrado presidiendo la pila de libros nuevos y viejos que sostienen cada día. Debe haber sido eso lo que me disparó aquel pensamiento que como en un envase de pulidor Bao va metiendo la misma historia una adentro de otra, y siempre termina bien, aunque uno lo pase mal.

Es que no me puedo acordar si fue el Aldo, o el Negro, o el otro Negro, el oriental, o un amigo del Aldo que se lo comentó a él, y él se lo transmitió con una carcajada nerviosa al Negro, o como carajo haya sido.

La cuestión es que llegué a pensar inclusive que lo hubiese dicho el Viejo Casale, pero él no podía ser, porque espichó verde como un sapo.

Si cayera el Sobrecojines capaz que él se acuerda quién le contó a quién que tiene pesadilla recurrente: “Sueño que el Negro González, en lugar de tirar el centro, engancha hacia adentro. Y me despierto transpirando”.

Es como si el teléfono rojo no hubiese funcionado y el gordo Nikita o Kennedy hubiesen apretado el botón de la bomba atómica, y a la mierda campeonato; nos hubiésemos quedado en pelotas y sin el mejor cuento de fútbol de la historia mundial.

Porque a mí lo que me angustia no es lo mismo que paraliza a Poy, que hubiese dejado doblado a Fontanarrosa o vivo como una lechuga de cinco días a Casale. A mí me paraliza, aun 50 años después de aquel domingo de tardecita, imaginar la idea de que el Negro Jorge José González, ja derecho oriental, el futbolista extranjero con más partidos jugados en Argentina, no metiera ese centro justo, medido y certero para que Aldo Pedro Poy volara en palomita y venciera a Fenoy. Si el Negro engancha o mete diagonal, seguro yo no estaría aquí escribiendo esto; andá a saber si no andaría vinteneando de empleado de tachero en el turno de 12 a 18, o dependiente de Farmacia.

Es que, si hubiese sido así, Roberto Fontanarrosa no hubiese dado lugar a la creación de 19 de diciembre de 1971, el texto virginal y sagrado que nos empujaría para siempre, dándonos alas brutales y gráciles a los hurgadores de las canchas, que experimentamos la gracia de gozar y soñar –cada vez que nos enfrentamos con la angustia de la página en blanco– con recrear aunque sea un punto, una coma, un fonema, como el del cuento más maravilloso del mundo.