Para mí que todo el asunto ese del poliamor había sido una fuerte importación forzada de Argentina, de los envíos de Marcelo Tinelli, de los insoportables programas de la tarde, de las páginas sociales y millennial de diarios manchados por contubernios con la corrupción y las dictaduras. Pero no. Parece que ya en 1990 el término, y concomitantemente su definición, fue acuñada por Morning Glory Zell Ravenheart, y desde allí se viene definiendo, acotando y estudiando este neologismo que define una posición filosófica frente a la vida que, aunque su correspondiente entrada en Wikipedia no lo dice, trata de amores en simultáneo con honestidad y transparencia. Habla de personas y de relaciones, con conocimiento y consentimiento de todos los involucrados. No habla de atracciones y ensueños con clubes de fútbol, cosa que a mí me pasa desde chico.

Son los colores del glorioso Liverpul

Soy muy hincha, pero sin embargo soy todo lo contrario a ese paradigma del hincha definido en celuloide en la película El hincha de 1951 (guionada y actuada por Enrique Santos Discépolo), en la que Discepolín en su rol de El Ñato define que “el hincha es todo en la vida... ¿Qué sería de un club sin el hincha?, ¡sería una bolsa vacía! El hincha es el alma de los colores, ese que no se ve, ese que da todo sin esperar nada, ese es el hincha... ese soy yo”.

Cuando, con una actuación magistral, el domingo Liverpool superó 4-0 en el Parque Central a Nacional y se consagró por primera vez campeón de un torneo de todos contra todos de la Primera División, sentí que aquello no sólo no era una acción más de un partido de fútbol, sino que me movía, me conmocionaba, me emocionaba advertir las reservas del deporte forjado desde la gente y sostenido por el trabajo, el esfuerzo y, claro está, los sueños.

La épica deportiva sólo se construye con el espíritu de los colectivos que absorben frustraciones comunes, que tejen ilusiones grupales y que miran al futuro como el próximo escalón de cada partido, de cada campeonato, de cada temporada, sabiendo que detrás de ellos hay gente que los empuja, que los apoya, que los siente suyos aunque nunca hayan compartido un asado, un baile o un salón liceal.

Gracias, Toño, por hacerme del Negro

Claro, ni en la goleada a los tricolores, ni en cada uno de los goles del Colo Juan Ignacio Ramírez, ni en la exquisitez a perpetuidad del Tofi Hernán Figueredo repartiendo juego, las virtuosas trepadas de Camilo Cándido o los dedazos del Keke Almeida había gente ni había hinchas. Pero había alma ahí atrás de las pantallas hechas tribunas, que sostuvieron ese magnífico y ejemplar desarrollo que terminó en la emulación buscada por más 100 años.

A diferencia de los miles de negriazules que ya hemos visto copando tribunas cuando se podía y que se acercan a las pantallas ahora que no queda otra, yo no tengo ningún vínculo afectivo, emotivo, social o institucional (o el parainstitucional del ser hincha) con Liverpool. Nadie me había hecho de Liverpool como para que yo me incendiara de pasión por los negros de la cuchilla, pero esa pasión, esos sueños ajenos, ese esfuerzo y prodigación de centenares de futbolistas que se habían puesto la negriazul me empujaban a largar el moco como el imaginario veterano de gris bigote inundado por lágrimas, o la posible gurisa que no paraba de gritar, llorar y abrir los brazos en señal de victoria.

El poliamor con los clubes de fútbol puede ser algo tan fatuo que sólo dure 90 minutos, algo tan dinámico que permita que por temporadas uno vaya saltando de un equipo a otro, o algo tan avanzado y asimismo despreciado que a uno le permite mantener relaciones de hincha con muchos equipos a la vez. Pero para que sea verdadero, puro y marque nuestras vidas precisa de la presencialidad, de las vivencias reales. No vienen en el genoma el ambiente de la cancha, el olor del espectáculo, los tiempos candorosamente aldeanos, barriales, de la fiesta o la tragedia. No están en el flow las tardes de fútbol con camisetas de algodón y números bordados en lana, con hinchas apenas identificables por gorritos de pompón tejidos por las abuelas haciendo volar agujas para poder combinar los colores del club, con sensaciones festivas y el miedo, sólo presente en su modo deportivo de evitar la derrota, de no ser avasallados en la cancha, mientras el cemento se nutría de cáscaras de maníes, bolsas de pop acaramelado y vasitos de papel parafinado de café y refrescos.

Hernán Figueredo, durante el partido ante Defensor Sporting  por la novena fecha del Torneo Clausura, en el estadio Luis Franzini, el 20 de febrero.

Hernán Figueredo, durante el partido ante Defensor Sporting por la novena fecha del Torneo Clausura, en el estadio Luis Franzini, el 20 de febrero.

Foto: Sandro Pereyra

Juntos

Mi mal entendida condición de pastelero –así se denominaba a aquellos poliamorosos que compartían la pasión– empezó con el Liverpool de 1971, que juntó tres hitos impactantes para un niño futbolero: la casi obtención del Uruguayo, la gira por Europa y la Operación Coraje, que dio al club una sede modelo como pocos clubes de la región tenían. Aquel equipo del legendario Ondino Viera se llevó casi todo por delante, menos el campeonato. Aquella camiseta de amplias franjas, con los Rivero, Agapito y Saúl, con el Torito Gómez y con el excelso Pierino Lattuada, me hizo hacerme un lugarcito para ser hincha.

Pero ni les cuento de 1974 y 1975. Ya liceal, era hincha de varios clubes, pero además me encantaba “el abajo que se mueve” y aprendí a querer aquellos colores de un barrio que no era el mío, a conocer Belvedere, a bajarme en el 68, aprontándome con nervios una parada después de pasar el viaducto. Ahí estaban el viejo Liverpool del Paso Molino, de Belvedere, de Agraciada, de Carlos María Ramírez. Aquel equipo con Héctor Patín Santos atajando con el buzo verde Adidas de la selección que había traído del Mundial de Alemania, el Mosquito Gerardo Pelusso, los Rivero, Agapito y Saúl, el Mono Rodolfo Abalde, el excelso Denis Milar, uno de los más grandes cracks que he visto en la vida, y Luis Pereira, que arrasó en la primera rueda dirigido por Carlos Silva Cabrera, que, nominado como director técnico para la selección, convocó a medio cuadro para la celeste, y no pudieron rematar la temporada con el título.

Estamos en 2021 jugando un campeonato de 2020 que no tiene gente, hinchas en los estadios, gritos en las canchas, pero sin embargo casi virtualmente están ahí. El reservorio de un fútbol más puro, de sostén barrial, de relaciones sociales de pertenencia, de amores correspondidos, de colores, de vecinos, de adhesiones desde el alma. Sobre el césped, lluvia de papelitos artificiales, la copa en alto, vestida con la camiseta de uno de los más grandes ídolos contemporáneos, Emiliano Alfaro, apenas unas horas después de transmitir su decisión de dejar de jugar. De punta a punta, el Clausura 2020 lo dirigió con temple, capacidad y pragmatismo Marcelo Méndez, pero el año (el 2020), el plantel y el primer título de esta larga y extraordinaria temporada lo comenzó Román Cuello, que patrocinó, lo mismo que Gustavo Ferrín, la llegada a primera de muchos juveniles que ya entraron en la historia.

Fueron campeones, hicieron historia esos deportistas, pero creo que también la hicieron los dolientes ausentes de cada tarde de sábado o de domingo, con sus manos callosas de apretar alambrados, sus disfonías de goles y puteadas, sus escudos de papel ante la injusticia permanente, pero sus sueños nunca olvidados, sus ganas siempre cargadas de alcanzar la gloria, la que les dieron estos inolvidables campeones a ley de juego. El barrio, la zona, la gente, las identificaciones emocionales, son forja de estos campeones de televisión. No es lo mismo, claro que no, jugar en canchas de 20 voces privadas, que la música de la tribuna empujando, sosteniendo. Y estos campeones quedarán por encima de la empresa, de los negocios, del poder y del dinero. El hincha como unidad detrás de una camiseta, en las buenas y en las malas, alentando la esperanza, masticando la frustración o llorando de alegría, una alegría como esta esperada domingo tras domingo durante años. En los días del coronavirus, Liverpool, sus campeones, su forja de juveniles, su organización de empresa sin olvidar su barrio, sus calles, es el ejemplo de la construcción de la épica deportiva a través de determinados logros, sí, pero construida desde la base de su gente, sus vecinos, su barrio.

La alegría, la emoción, el llanto, la copa, la caravana, todo lo que fueron a buscar, todo lo que fuimos a buscar, se fundió en una alquimia de hechos y sensaciones placenteras, confortables, emocionantes, que sucedieron en una cancha de fútbol, en un partido de fútbol entre dos viejos clubes de barrio, enmarcados en la riquísima y gloriosa historia del fútbol uruguayo. El fútbol como fiesta, así, en estadios vacíos, no parece siempre posible. Pero hay algo, no tan lejano y para nada ajeno, que ha dado sostén a esos destacados deportistas campeones: es su barrio, su gente, recreando detrás de televisores y pantallas aquella forja.