Este reciente cruce de tres esquinas de finales, de lo que ahora son simplemente series de televisión para maratonear, pero que antes fueron impulso y motor de nuestra presencia en las canchas, en las tribunas o hasta en el espectador desesperado de televisión buscando dónde poder ver ese partido ‒y si lo pasarían‒, me hizo volver a otros tiempos, de “Cuando era joven e indocumentado”, como escribió Gabriel García Márquez.

Hablo de las finales de la NBA, la Copa América y la Eurocopa. Revisando mi ombligo, veo claramente cuánto y cómo han cambiado los tiempos, y cómo es nuestro involucramiento, conocimiento y acceso a la información casi directa de los eventos que nos atraen, de los que somos parte.

En 1978, la dictadura uruguaya pintaba los futuros recuerdos de oscuros grises y faltaba tiempo para que empezara a aclarar. Yo era aún un liceal con inmarcesibles expectativas de ser un futbolista o un basquetbolista, y trataba de estar en el ruido, cuando nos llegó la noticia de que el canal 10 iba a televisar las finales de la NBA. No era preciso correr mucho la bola; sólo había cuatro canales de televisión que transmitían en blanco y negro, y nos conocíamos casi de memoria aquella restringida programación que empezaba a la salida de la escuela y terminaba después de medianoche.

En promedio, la TV tenía una veintena de años en Uruguay –Saeta es de 1956– y ya se habían pasado partidos de fútbol y de básquetbol locales e internacionales cuando había satélite y los canales decidían invertir en esas transmisiones. ¿Pero la NBA? Nunca. Nunca los habíamos visto y, en mi caso, lo más cercano fue la visita de las universidades de Oklahoma State y North Carolina al Palacio Peñarol, donde vencieron a una selección uruguaya del momento.

Lo cierto es que los diarios lo anunciaban, y hasta creo recordar haber leído en la página de retiro de contratapa de El Día comentarios acerca de los protagonistas: los Seattle SuperSonics –de los que me hice hincha rápidamente porque me atrajo la magia de Dennis Johnson– y los Washington Bullets.

En 1978 no habían llegado basquetbolistas norteamericanos aún, pero Larry Wingate –quien fue el primero de todos y dejó un enorme recuerdo entre los goenses– y Joe McCall –quien fue el primero más masivo y reconocido– estaban a punto de pisar el suelo del viejo aeropuerto de Carrasco. Aun así poníamos un tablero de básquetbol en una columna del alumbrado público y nos fajábamos jugando a ser Mahoma Wenzel y el Chumbo Arrestia. Era imposible tratar de ser Tato López, quien era un liceal como nosotros.

Por esos tiempos no había más transmisiones televisivas que el inolvidable Fútbol argentino los domingos de noche y las primeras apariciones de Fútbol alemán con Andrés Salcedo y toda la escudería de Transtel, así que era bocatto di cardinale esperar tarde en la noche para ver cada una de aquellas maravillosas siete finales, aunque se nos entreverara con el esquivo Mundial de Argentina 78, que también tenía una escasa televisación a menos que uno comprase abono para mirar a través de “Pantalla gigante color” en el Cilindro sucio moral y literalmente, porque había sido lugar de reclusión de cientos de uruguayos.

Noche a noche, durante dos semanas vibramos con aquel básquetbol lejano, nos emocionamos y nos frustramos. Finales apretados, alargues infartantes, marcadores centenarios, y al otro día en el club o en el tablerito de la calle jugar a ser uno de los Johnson o el Mago Gus Willams dando pases de faja de espaldas a sus compañeros.

Avanzó junio y estaban 3-3, y mientras el Mundial se jugaba en Argentina, en la pantalla blanco y negro de Saeta esperábamos con ansiedad que llegara la noche de la última final para saber quién sería el campeón. El día antes, como si fuésemos la barra de muchachotes de Tuyutí, la que recrea Mauricio Rosencof en su obra maestra “La margarita”, discutíamos en el vestuario del club o en la esquina, o en uno de los carritos de El Galleguito ‒mientras nos clavábamos un chori, con hongos y salsa golf‒ quién sería el campeón. Todo así, una maravilla hasta que en la tarde de la final vino Néstor y, como gurí cruel y despiadado que en el recreo de tercero revela la identidad de los Reyes Magos, nos tiró a los new hinchas de los Seattle que ganaban los Washington y eran campeones. “¡No jodas, bo! ¿Qué sabés?”, y ahí con la frialdad de un psicópata de las emociones de una tribuna, nos tiró que esas finales ya se habían jugado hacía días y que lo que nosotros veíamos no sólo no era en directo, sino que ya se había terminado hacía tiempo.

No le quise creer, y esa noche me volví a apropiar del único televisor de la casa y miré el partido de punta a punta. Así que, cuando faltaban 14 segundos para el final y nos pusimos a un doble, volví a esperar los Reyes Magos, pero un minuto después volví a ver a mis padres detrás del 105-99. Nos habían estado vendiendo una ilusión de que veíamos algo en directo, cuando en realidad ya había sucedido.

Sonríe te están filmando

La otra final que habla de los cambios en el tiempo fue la de la Eurocopa de 1988, diez años después de aquella de la NBA. En diez años perdí el tren de ser deportista, pero me convertí en periodista. Escribía en La Hora, que tenía su televisor (blanco y negro) en la sección Deporte. No pasaban los partidos, a menos que fueran algunos de selecciones o de Libertadores, o sea que menos que menos se pasaban partidos de Europa.

Alguien me dio el pique de que, en un local comercial del Centro, ponían en su vidriera televisores color alimentados por la imagen bajada desde una antena parabólica y pasaban los partidos de la Euro. Era en Montevideo, Acodike Hogar, y allí yo marchaba con mi fajo de cuartillas dobladas a la mitad para hacerme un cuadernillo, y la Bic de turno desgastada. Ahí vi el gol impresionante de Marco van Basten a ese golerazo de la Unión Soviética que era Rinat Dassaev, quedé maravillado con esa Holanda de Frank Rijkaard, Ruud Gullit y Marco van Basten.

Cuando terminó el partido en aquella tarde gris, fría y húmeda de la calle Paraguay en Montevideo, es posible que me haya comprado una garrapiñada o unas tortas fritas, y arranqué con mis apuntes para el diario. Me senté en la Remington negra y entré a meter dedo como si hubiese estado en exclusividad en Munich. Lo hice con seudónimo, no porque me hubiese dado vergüenza cubrir un partido mirándolo amuchado frente a una vidriera, sino porque mi editor y maestro de la vida Jorge Burgell entendía que un partido en el que uno no estaba en la cancha no podía tener crónica firmada.

¿Che, alguien tiene un streaming para ver la práctica de Rayo Vallecano?