¿Cómo es que un deportista consigue vaciarse en un terreno de competencia? ¿Qué fuerzas conducen a alguien a quedarse sin fuerzas por un objetivo? ¿Cuánto pesa la palabra, expresada a alguien más, para tolerar un poco más de dolor y desgaste? Para hacer un poco más de sacrificio.

Esto debería ser una entrevista, o tal vez un informe, citando la opinión de expertos en psicología deportiva, o en psicología a secas. Tal vez más adelante se convierta en eso, un intento de confirmar o refutar una tesis que viene haciéndose un hueco en mis pensamientos desde hace algunos días. Pero por ahora es esto, un comentario desde la vivencia, desde el acompañamiento profesional de un periodista a un grupo de deportistas que están en el radar desde hace algunos años y a los que vemos en distintas etapas de su desarrollo, incluso ahora, en la competencia más grande.

Decir que soñamos con algo –hacérselo saber al otro– es el primer paso para convertir eso en una realidad. Es el verdadero compromiso con un sueño. Ese es el pensamiento desatado en charlas con colegas, con amigos. El cuestionamiento a aquellos que dicen que no hace falta declarar públicamente un objetivo, porque eso expone al deportista al fracaso cuando el resultado no se consigue.

Cuando el temor al fracaso ata la mera idea de alcanzar un éxito insospechado y le impide pronunciarse, salir de las fronteras del yo, del nosotros, para convertirse en una declaración que pueda ser interpretada, juzgada, valorada y en última instancia también criticada por otros, estamos frente a un sueño al que le faltan alas. Cuánto más difícil es hacer realidad aquello que no podemos desear en voz alta.

Poner el cuerpo, le dicen. En este caso es poner, además, la imagen. Exponer la imagen y el pensamiento al dominio de lo público, para que deje de ser solo una idea que contamos en privado, donde hay un nosotros generalmente aprobador.

Qué atrevimiento de mi parte, porque de psicología ni estudio ni conozco, pero me animo a pensar que para estos remeros que llamaron la atención de Uruguay, para Bruno y Felipe, haber dicho cuál era su sueño fue el primer escalón que tuvieron que subir para lograrlo. Querer un reto, uno grande, uno difícil, uno que muy probablemente no se cumpliera, como le pasó a dos tercios de las embarcaciones que compitieron en su categoría. Como pudo haberles sucedido a ellos cuando, en el repechaje, apenas clasificaron por ocho centésimas de segundo. Su mente dominó al cuerpo, les dio fuerzas para unos metros más, para un esfuerzo más. ¿Sería distinto si todos nosotros no hubiésemos sabido cuál era su objetivo? ¿Hubiesen estado menos comprometidos si no se lo hubieran propuesto en voz alta? Tal vez no, pero con su deseo expuesto, tenían una razón más para dejar hasta la última gota de sudor.

Mikael Aprahamian dijo que quería una medalla olímpica. Él. Un judoka que clasificó en el puesto 82 del ranking. Todo en contra tenía y tuvo para cumplir con su sueño. Pero poco importa. Porque para mí, para nosotros, los que lo escuchamos desde el cómodo pedestal de nuestros sillones, Mikael se comprometió con un sueño tan grande como difícil, tan improbable como glorioso. Se expuso e hizo un esfuerzo espectacular en su única lucha. Recibió apoyos y recibió críticas. Críticas solamente por haber expuesto un sueño imposible. Son muchos los que no quieren escuchar a otros imaginar objetivos grandes.

Podemos seguir contando ganadas y perdidas. La más reciente es la de Déborah Rodríguez, que alcanzó esta vez su gran objetivo de meterse en semifinales, como otras veces no lo había logrado. Tuvo tragos amargos y también lidió con los que no quieren que ella sueñe. Es reciente el ejemplo de Enzo Martínez, que soñó sus semifinales, lo dijo, y no lo consiguió. Había medio segundo de diferencia entre su mejor marca y su deseo, pero eso no le impidió creer que podía. Tampoco entró Dolores Moreira entre las 15 mejores, pero no gozará del conformismo de haberse quedado en silencio, sin decir qué era lo que quería. En su lugar, sabrá que esta vez no cumplió el objetivo, que los demás también lo saben y que si lo quiere, si de verdad lo sigue queriendo, podrá dar lo que esté a su alcance para verlo suceder.

El deporte, los proyectos, tienen muchos resultados posibles, y probablemente la mayoría escapan a lo que nuestra imaginación nos propone. Pero la ambición de pararse sobre la línea para comenzar una carrera, un ciclo de cuatro años, o dos ciclos, o tres, hasta decir llegué hasta acá porque una vez me lo propuse, tiene un mojón importante en ese camino. Llegué hasta acá porque, después de proponérmelo, se lo dije a otros.

Entre tantas razones para disfrutar del deporte, he descubierto una más. Me gusta escuchar a los protagonistas soñar y verlos entregarse para cumplir ese objetivo. Observar a flor de piel el deseo de ganar.

Facundo Castro, desde Tokio.