Mario Luna fue el jugador más completo e inteligente con el que compartí equipo. Supo moldear un carácter templado ante adversidades dentro de la cancha, y eso lo convertía en vital a la hora de atravesar la tormenta de un partido chivo. No era carismático, más bien silencioso.

Sabía trabar poniendo todo el cuerpo sobre la pelota, y el resultado era satisfactorio casi siempre. Le había sacado filo a esa técnica y podía pasar de recuperar salvajemente una pelota (como si fuera la última en disputa en la Tierra) para luego con los pies amasarla, pisarla y acariciarla como a una esfera de cristal. Una vez dada la batalla, su cuerpo se ablandaba y se predisponía a crear.

Pocos futbolistas reconocidos en la historia –se cuentan con una mano– incorporaron esa dualidad a la caja de herramientas.

Amigo de los amigos. Generoso, incluso al punto de exponer su cuerpo para defendernos y pararse delante de todos nosotros y recibir y pegar trompadas en la puerta de aquel vestuario visitante.

Me refiero a aquella tarde que me increpó el arquero de Coronel Aguirre. Hablo de la tarde que me “escondí” detrás de Mario para que no me golpeen. Mario primerió con dos trompadas y recibió de vuelto, de parte de todo el plantel contrario, ocho o nueve que estaban destinadas a mí.

Lo levanté del suelo y le hice una pregunta pelotuda:

–¿Estás bien?

Él me miró sin contestarme, aunque la respuesta tendría que haber sido:

–No, boludo, me acaban de cagar a trompadas por tu culpa. Cagón del orto.

Su silencio fue un regalo.

Piel negra, callado. Casi triste.

Nos tomamos cientos de gaseosas en todo este tiempo. Elegíamos el quiosco del Chirú, un correntino simpático que había instalado el negocio a una cuadra del club. El ritual lo ejecutábamos después de los entrenamientos y recién en los últimos días de todos esos encuentros me soltó que su casa era un quilombo.

A los 18 años los directivos no le mandaron el telegrama de primer contrato y su apuesta de toda la vida al fútbol se la llevó la banca.

El día que lo desafectaron del club lo vi subirse al bondi rumbo a su barrio Triángulo, donde los guapos son guapos en serio, no de boquilla, y lo perdí de vista.

El tiempo me distanció de gente valiosa, y Mario fue sin dudas una de ellas.

Ocho años después, a medianoche avanzo en bicicleta por la calle Godoy y cruzo Provincias Unidas. Llegando a la esquina de la calle Garzón veo una mujer impactante. Viste medias negras de laicra y una pollera corta, tacos. El pelo le llega hasta debajo de los hombros. Un flequillo prolijo, delicado, le deja ver la cara, excesivamente coloreada. El viento del este me trae un perfume por demás dulce, barato, que la rodea entera.

A dos metros de distancia, freno la bici para invitarla una cerveza (estrategia que suelo usar siempre y que nunca me dio resultado) y su cara me frena de golpe:

–¿Mario?

–Marión –contesta, cálida.

–Sos vos, Mario –insistí, irrespetuoso.

–Cada vez menos –rio, cómplice y tierna.

De Mario, aquel hombre con el 5 en la espalda, quedaba poco o nada. Su vida se transmutó en Marión. Una n, una sola letra agregada al final de él, hacía musical su nombre y lo transformaba en ella.

Puedo jurar que la delicadeza de sus movimientos en aquella esquina era la continuidad de aquellos otros dentro de la cancha, cuando al igual que a una esfera de cristal, trasladaba la pelota pegada al pie antes de atacar como sólo él lo hacía.

Hablo de cuando el cuerpo ya no necesita defender y esa rigidez y la energía del guerrero en plena guerra le dan paso al bailarín en plena danza. Y así, y sólo así, uno puede convertirse en un arma eficaz a la hora de herir en el arco contrario.

Sólo danzando detrás de la pelota uno es impredecible, inatrapable y Marión en el verde césped había sido eso.

Mientras mi cabeza me construía la imagen de él dentro de la cancha, la realidad me devolvía a ella caminando como un felino para, ahora, esquivarme e ir a asomarse por la ventanilla de un Duna despintado que manejaba algún salame que nunca supo lo valiosa que fue ella para todos nosotros en el verde césped.

Seguramente el mismo salame nunca sabrá que en el asiento de acompañantes se acaba de subir un ser en el que conviven armónicamente, en equilibrio alquímico, la guerra y la danza.

No pude decirle nada y fue mejor así. Hubiese cometido la torpeza de algún comentario estúpido, de utilizar la palabra “puto” con la violencia de un enano mental, o mi mirada hubiera deschavado el impacto que me causó verla.

Dos días después el diario me cuenta que encontraron a Marión muerta en un descampado, a tres cuadras de aquella esquina. En las tripas de su barrio.

El diario se toma el atrevimiento de hablar de ella sin conocerla. Le falta el respeto, la expone en la foto. Miente.

Molida a golpes, desnuda, quemada. Rodeada de unas flores amarillas que el descampado le regala, haciéndole la gauchada de un final con algo de belleza.

La veo tirada y no puedo no recuperar la imagen de la puerta de aquel vestuario, cuando la levanté y me miró sin decir nada. Cuando fui un puto cobarde que se amparó detrás de su humanidad sin poner la cara.

La Policía, algún narco o el salame aquel nunca dimensionaron que Marión era un cofre invaluable que contenía misterios.

En su cuerpo, la guerra. En su cuerpo, la danza.

Dos de los secretos más preciosos e indescifrables del fútbol, esos que sólo ella, dentro y fuera de la cancha, había sabido develar.

Kurt Lutman, futbolista y escritor argentino.