Las denuncias sobre situaciones de abuso en el deporte siguen llegando. La mayoría lo hace en formatos de “escrache público” o “denuncia social”, más que mediante vías formales (denuncias procesadas en la Justicia). Tanto su número creciente como los formatos en que llegan son elementos sintomáticos de una cultura perpetuada en el deporte: una cultura del abuso, de la impunidad, de acuerdos de confidencialidad, de vergüenza, de vulnerabilidad, de relaciones desiguales. Es, en este punto, casi obvio decir que necesitamos una reflexión profunda sobre los modos en que nos relacionamos en el deporte, sin embargo, por momentos, la obviedad es obturada por el costumbrismo. Es claro que el tema es complejo y amerita diversos abordajes, pero acá van algunas líneas que, a mi criterio, pueden orientar caminos de reflexión y acción. Más aún, creo fundamental seguir poniendo sobre la mesa –el tablero o la cancha– algunas ideas sobre lo que debería empezar a verse como una urgencia social.

Darlo todo, todo

El deporte es sacrificio, es esfuerzo, es renunciar a placeres y privilegios. Para hacer deporte hay que aguantar el dolor y cansancio del cuerpo, dejarlos de lado para seguir entrenando. “Darlo todo”, “esforzarse al máximo”, “soportar”, “rendir”, “no renunciar”, “las recompensas son para quienes dan el máximo en cada entrenamiento”, “dejar la vida en la competencia”. Estas son frases comunes, cotidianas, que no sólo escuchamos en las publicidades. Son discursos asentados en los medios masivos de comunicación, en los promotores de políticas deportivas, en las organizaciones deportivas y, principalmente, en los y las deportistas. Pero el discurso del esfuerzo individual no es un invento del deporte, es un clásico cliché del sistema económico liberal que se cuela por todos los ámbitos de la cultura y la sociedad. Lo particular del deporte, frente a otros mercados de producción y consumo, es que la materia prima es el propio cuerpo de las personas que hacen deporte, y los productos con valor agregado son las técnicas desplegadas por los y las deportistas a partir del entrenamiento, control y perfeccionamiento de su propio cuerpo: la creación de técnicas deportivas hipercomplejas que se transforman en un espectáculo de una masividad casi sin comparación en toda la industria cultural.

La explotación del cuerpo es inmensa; la explotación del hombre por el hombre, más. Esto porque ningún(a) deportista es considerado(a) –por lo menos en nuestro país– como trabajador y trabajadora. Carecen de cualquier derecho laboral: salario mínimo, aguinaldo, ley de ocho horas, Consejos de Salarios, cobertura médica, seguro social, seguro por accidentes laborales, posibilidad de organización sindical, y una larga lista de etcéteras. Sin embargo, están poniendo su cuerpo en manos de un entrenador o una entrenadora, de un cuerpo médico (en el mejor de los casos), de organizaciones deportivas (clubes, federaciones y otras), casi al punto de perderlo como propiedad. Su cuerpo, su materia prima, es propiedad de la institución deportiva. Ahora bien, “dejarlo todo” entonces no es un eufemismo, no es una metáfora, es literal. Los y las deportistas profesionales dan su cuerpo al sistema deportivo: las decisiones sobre las cargas de entrenamiento, la periodización, la alimentación, la medicalización, los tiempos de ocio y de descanso, las fechas de competencias, entre otras tantas decisiones, son tomadas por equipos interdisciplinarios –de nuevo, en el mejor de los casos–, cuando no por el(la) entrenador(a) a cargo.

“Es casi obvio decir que necesitamos una reflexión profunda sobre los modos en que nos relacionamos en el deporte; sin embargo, por momentos, la obviedad es obturada por el costumbrismo”.

El problema no radica en la alta dedicación, o en que una persona decida dedicar su vida al deporte (de forma profesional) y entonces deba asumir un montón de sacrificios (como podría pasar con cualquier otra actividad económico-laboral). El problema es la ausencia de contrapartidas, el problema es trabajar sin obtener los beneficios y seguridades mínimas a cambio: ¿el costo de dedicarse al deporte no tiene ninguna otra recompensa que medallas, reconocimiento social u orgullo de representar a nuestro país en competencias internacionales? ¿Cómo viven los y las deportistas en Uruguay? ¿Cómo sustentan sus entrenamientos, tratamientos, equipamientos, o su costo de vida? ¿Cuáles son las proyecciones de un deportista luego de su carrera? ¿Qué seguridades les damos a quienes deciden dedicarse al deporte? ¿Qué espacios de contención les ofrecemos?

Los excesos del deporte

La desposesión del cuerpo a veces termina siendo total, al punto de que el dolor y el sufrimiento en el cuerpo son moneda corriente. Esto se acentúa porque las relaciones entre entrenadores(as) y deportistas es muy cercana. Algo que en la mayoría de los deportes es común, e incluso, diría, necesario. El vínculo entre un(a) deportista y su entrenador(a) es complejo: es de una convivencia de muchas horas y requiere niveles de confianza extraordinarios. Las carreras de los y las deportistas suelen empezar a edades tempranas, en algunos deportes cerca de los cinco o seis años, en otros a los diez u 11, pero nunca mucho más tarde que eso. Los tiempos de entrenamiento son largos: sesiones de tres o cuatro horas, en general todos los días de la semana. Dependiendo del deporte, pueden ser más horas (en varias sesiones al día). En muchos casos son jóvenes que migran desde el interior a la capital del país (o de un pueblo a la capital del departamento) y se alejan de sus familias para vivir en pensiones o complejos deportivos. Por lo tanto, sus entrenadores(as) pasan a ser adultos de referencia en sus vidas.

“Cuando los abusos trascienden lo estrictamente deportivo, pueden pasar desapercibidos por años. Porque, en un cúmulo de abusos y excesos, el abuso sexual, físico o emocional aparece como una muestra más de la relación desigual”.

Entonces, un(a) deportista se educa, se cría en un sistema deportivo en el que sus principales referentes son sus entrenadores(as), en quienes confían su cuerpo, su talento, su carrera, su formación. Y ahí empiezan los riesgos. No porque debamos asumir que una relación deportista-entrenador(a) siempre sea violenta o abusiva, sino porque si lo es no hay otros espacios de contención y referencia en los que un(a) deportista pueda ampararse; la soledad es el mayor riesgo. También porque la relación es de confianza y dependencia, entonces los y las deportistas tienden a aceptar como parte del compromiso asumido en el contrato deportivo (a veces explícito, a veces implícito) todos los sacrificios y dolores que trae el entrenamiento. Una serie de abusos y excesos sobre el cuerpo: entrenar con lesiones, entrenar aunque se sienta dolor, dormir poco, sobrecargar el cuerpo aunque esté fatigado, pocas horas de ocio, a veces alejarse de los estudios o de la familia, consumir sustancias que mejoran la performance deportiva (psicofármacos, aminoácidos, vitaminas, hormonas sintéticas, suplementos alimentarios). Cuando los abusos trascienden lo estrictamente deportivo, pueden pasar desapercibidos por años. Porque, en un cúmulo de abusos y excesos, el abuso sexual, físico o emocional aparece como una muestra más de la relación desigual.

Pero si nos indignan los abusos en ámbitos educativos, familiares, políticos y muchas veces entre amigos, en espacios festivos, ¿cómo es que nunca desconfiamos del deporte? Deportistas, mujeres, menores de edad, son la mayoría de las personas que viven y/o denuncian abusos físicos o sexuales en sus carreras deportivas; mientras que sus abusadores suelen ser entrenadores, hombres, mayores de edad. Esto no es otra cosa que el viejo conocido patriarcado operando en una de sus formas más crueles y machistas: el abuso del poder, de la condición de privilegio, de la experiencia y de la diferencia de edad. Ese patriarcado que condena a las mujeres por ser “provocadoras”, “por disfrutar de la sexualidad libre”, “por mostrar su cuerpo”, pero al que le cuesta mucho condenar a un hombre que ejerce violencia sexual sobre una mujer, que mantiene relaciones sexuales con ella sin su pleno consentimiento. Y en el mundo deportivo encuentra la receta perfecta, porque los cuerpos ya se encuentran en posición de subordinación, porque las relaciones son de confianza (y confidencia), porque los vínculos son cercanos e involucran 100% al cuerpo de las deportistas, pues, recordemos, es la materia prima del trabajo.

La ausencia institucional

Quienes se dedican al acompañamiento, atención y asesoramiento de personas víctimas de violencia sexual nos han enseñado que hay que cuidar mucho las formas en que se denuncia el abuso, porque lo primordial es cuidar a la persona que lo hace, llevando un procedimiento que debe asegurar el anonimato de las personas implicadas y que sus historias no queden expuestas, dando garantías a todo el proceso. Pero además, construyendo espacios de contención emocional y psicológica para la persona denunciante.

Denunciar una situación de abuso o violencia sexual por las redes u otro medio público termina siendo más un escrache al abusador que una denuncia formal. Expone completamente a quien denuncia, que queda en una situación de vulnerabilidad ante la persona denunciada, además de comprometer su historia ante prejuicios, comentarios e incluso insultos. Entonces, ¿por qué las denuncias en el deporte siguen llegando en este formato? Publicaciones en redes sociales o cartas firmadas, difundidas públicamente. Yo creo que si una mujer llega al punto de utilizar estas vías es porque no encontró otras mejores, otras que la protejan y le aseguren que lo que está diciendo va a ser en un ámbito seguro y va a producir los efectos que tenga que producir: por ejemplo, una denuncia penal que termine en una orden de restricción, un apartamiento del cargo o el cumplimiento de alguna pena. Y es que el sistema deportivo uruguayo no tiene ningún mecanismo de recepción y acompañamiento de denuncias. No existe ningún espacio institucional donde un(a) deportista pueda acudir en caso de haber vivido una experiencia de violencia o de abuso en el marco de entrenamientos o competencias deportivas. No hay un equipo interdisciplinario que pueda tanto brindar asesoramiento legal como sostener psicológicamente a quien decide denunciar.

Esta es una política que ya se debería estar implementando. Sólo se necesitan voluntades, y un entendimiento general de que el deporte, como cualquier otro ámbito social, es un espacio donde pueden generarse situaciones de abuso y violencia, y que, por lo tanto, es fundamental contar con estrategias de atención y acompañamiento para los y las deportistas.

La pregunta entonces es: ¿quién debería hacerse cargo de la creación de un espacio de este tipo?; ¿quién es responsable por la seguridad y el bienestar de los y las deportistas? En el sistema deportivo uruguayo hay algunas instituciones clave en la gestión del deporte. En el caso de los entes públicos está la Secretaría Nacional del Deporte, las secretarías de deporte de los gobiernos departamentales (que muchas veces son las que contratan a los y las entrenadores(as) a cargo de planteles que funcionan en establecimientos municipales), el Ministerio de Educación y Cultura (que regula a los clubes y federaciones), el Ministerio de Defensa Nacional (que otorga becas a deportistas); incluso existe una ley de deporte que no incluye la posibilidad de pensar en espacios de atención y asesoramiento a deportistas. Pero el deporte, sobre todo el de alto rendimiento, se desarrolla principalmente en la órbita de las federaciones, los clubes privados, el Comité Olímpico Uruguayo, fundaciones y sociedades civiles. Quizá deberíamos buscar la respuesta en cada una de las instituciones. Lo que es claro es que en el gobierno y la gestión del deporte aún no está prevista ninguna política clara que piense en la prevención del abuso y el acoso en el deporte, así como en la atención y el asesoramiento a quienes lo sufren.

Martina Pastorino es docente investigadora del Departamento de Educación Física y Deporte (ISEF-Udelar).