En cumplimiento de una misión ordenada a fines de 1944 por su comandante, durante treinta años el teniente del Ejército Imperial Japonés Hiro Onoda libró una fantasmal batalla contra sus enemigos, sin enterarse de que la Segunda Guerra Mundial había terminado. Lo hizo en una isla de las Filipinas llamada Lubang, un territorio selvático de apenas 125 kilómetros cuadrados en el Mar de China. Se rindió recién en 1974 frente al comandante que le había asignado la misión tres décadas antes. Para entonces, Onoda tenía 52 años y el exoficial que lo convenció de deponer las armas estaba a punto de cumplir 89.

Esa es la peripecia que estructura El crepúsculo del mundo, una historia “real” que calza como un guante en la sensibilidad de Werner Herzog. Ahí están las obsesiones creativas del artista: el poder de la naturaleza, la selva, los despeñaderos de la locura, la lucha contra todos y contra todo, el ideal de llegar a un fin a cualquier precio. Y está la soledad, que es el supremo atributo de sus más memorables personajes. Los fantasmas, que abundan en sus películas y libros (el irlandés Fitzcarraldo, el vasco Lope de Aguirre, el misterioso Kaspar Hauser, el propio Herzog en Del caminar sobre el hielo) sobrevuelan cada página de esta exquisita novela.

La crónica sobre la vida de Onoda es concisa, y el relato de su extraña aventura en las selvas de Lubang es siempre contenido. La intimidad del protagonista apenas se muestra. Sus motivos profundos se sugieren, pero no se explicitan. Y, a medida que la novela avanza, quien lee comienza a comprender que lo que hay en esas páginas son fantasmas.

El fantasma del protagonista, que se funde con la selva en un amargo proceso que va más allá del camuflaje. Su piel acaba por adquirir el tinte verdoso de los limos selváticos, sus pasos acaban por ser los sonidos propios de la selva, su tiempo empieza a ser el tiempo de la naturaleza. Herzog capta el fenómeno y lo describe con sobriedad, pues sabe de qué se trata: “Un camino de millones de hormigas aparece de la noche a la mañana surgido de la nada, y se arrastra entre los árboles sin que nadie sepa dónde empieza y dónde acaba; la procesión desfila imperturbable durante días y días para luego desaparecer con la misma brusquedad y misterio, y ha pasado un año más”.

El fantasma de la guerra, de varias guerras: la que acabó con la rendición de Japón en 1945, la de Corea que llenó durante años los mares filipinos con acorazados y destructores de Estados Unidos, la de Vietnam que pobló aquellos cielos de aviones B52, que iban a descargar sus bombas desde Guam y pasaban justo sobre Lubang a quince mil metros de altura. Siempre fueron manifestaciones inapresables, fantasmales: siluetas apenas adivinadas en el horizonte marítimo, estelas blancas en los cielos diurnos, silencios sospechosos. Para Onoda, aislado en la selva y sin saber lo que ocurría en el resto del mundo, esas señales eran una muestra de que la guerra de su emperador contra Estados Unidos continuaba.

Y está el fantasma de Herzog, de su alma tributaria del romanticismo alemán. Se corporiza al comienzo de la novela en una anécdota extraordinaria, pero luego se desvanece, aunque intuimos su presencia en cada página. No tiene a Klaus Kinsky, pero tiene a Hiro Onoda. No es la selva peruana, pero es la selva filipina. Las coordenadas emocionales son las mismas, sólo que en esta ocasión el demiurgo no encontró a su criatura en las desmesuras de su propia imaginación, sino en un discreto restaurante de Tokio, en 1997. Con su primera novela, ese gran artista que se llama Werner Herzog demuestra estar, a sus 80 años, en plena forma creativa. Y sus fantasmas también.

El crepúsculo del mundo. Werner Herzog. Traducción de Marina Bornas. Blackie Books, 2022, 184 páginas. E-book: 11,40 euros.