La novela golpea al lector con una sobriedad narrativa que al principio puede resultar desconcertante. Así se hilvanan en el libro los horrores cotidianos del África Oriental alemana durante casi medio siglo. Tres o cuatro personajes centrales le bastan al autor (Abdulrazak Gurnah, Zanzíbar, 1948) para recorrer de forma minuciosa la geografía política y humana de una región del mundo que ha sido postergada hasta por los más rigurosos investigadores del llamado “giro decolonial” en las ciencias sociales: Tanganica en el continente y el archipiélago de Zanzíbar, ubicado frente a sus costas, en el Índico. Ambos estados se unieron en 1964 para formar la República de Tanzania, un país que tuvo gran relevancia internacional en el apogeo de Julius Nyerere, el artífice de la descolonización.

Los personajes de la novela parecen ya cargar con ese olvido por venir, que Gurnah ha asumido como un desafío en buena parte de su obra. También lo menciona en las entrevistas y conferencias que ahora, con la notoriedad que le ha dado el Nobel, son más frecuentes. Habla sin aspavientos: “Esas cosas no hay que gritarlas, basta decirlas. El lector puede formarse su propio juicio”.

El narrador de La vida, después nunca se sale del tono autoimpuesto desde la primera página por una especie de pudoroso rigor. Se limita a seguir los pasos de la gente común, los humildes habitantes de una región en la que durante más de mil años han convivido diferentes lenguas, culturas, etnias y dioses. En sus páginas hay frases en suajili, en árabe, en alemán, en algunos idiomas bantúes; por allí van y vienen africanos, indios, chinos, nubios, europeos del este y del oeste; negocian los mercaderes, los traficantes de niños, los pescadores, los tenderos; hay pregones en sus calles de tierra, pequeños dramas cotidianos, el olor a mar, las armas. Y está la schutztruppe, la fuerza de ocupación alemana en aquellos territorios. Alguien, un parroquiano de nombre Mahmudu, sintetiza esa presencia durante un diálogo de apariencia anodina en un bar: “El país está sembrado de calaveras y la tierra está empapada en sangre”. La Primera Guerra Mundial comenzaría muy pronto, pero la guerra contra los africanos había empezado 30 años antes.

La vida es brutal. En ese mundo aparece Jalífa, un muchacho musulmán que es hijo de padre indio y madre africana. Y se hace amigo de Ilyas, otro chico musulmán que a ratos finge ser cristiano para caerles en gracia a los alemanes, quienes lo reclutan para reprimir las revueltas de los nativos. Y luego a ellos se une Hamza, quien primero fue vendido a un mercader y luego fue rescatado por un oficial alemán y después él mismo se hizo integrante de esa tropa, pues los ejércitos coloniales estaban por todas partes. El narrador, quién otro sino el propio Gurnah, parece observar un mapa antiguo mientras anota, con una displicencia irónica, que en aquellos días “cada palmo de tierra pertenecía a alguna potencia europea: British East Africa, Deutsch-Ostafrika, África Oriental Portuguesa, Congo Belge”.

Los caminos que recorre la novela son los caminos de África, con sus pocas alegrías y sus muchos padecimientos a la sombra de la voracidad europea. Sin embargo, el escritor que construye ese pasado desde la vida académica británica (Gurnah profesó en la Universidad de Kent hasta su jubilación) parece considerar que, en ciertos casos, se les debe conceder a sus personajes una puerta abierta a la esperanza. Una puerta estrecha por la que sólo pasarán los sufrientes de a uno, en orden y despacio. Muy despacio.

La vida, después. Abdulrazak Gurnah. Traducción de Rita da Costa. Salamandra, 2022. 350 páginas. 850 pesos.