“Si Putin invade Ucrania, quiero que sepa que hasta le costará trabajo comprar una gaseosa en un expendedor automático en los cinco minutos siguientes”, había declarado ya a fines de diciembre de 2021 ante periodistas el representante del Partido Demócrata estadounidense Seth Moulton, en visita a Kiev. A principios de febrero, los miembros de su partido presentaron un proyecto de ley1 que prevé “sanciones preventivas”, un concepto poco habitual en las relaciones internacionales, ya que se trata de dar respuesta a algo hipotético que no se sabe si ocurrirá.
El proyecto prometía, “en caso de escalada”, prohibir a los principales bancos rusos usar el dólar y recurrir a la Society for Worldwide Interbank Financial Telecommunication (SWIFT), la mensajería financiera a través de la cual se realizan la mayoría de las transacciones interbancarias del mundo. También contemplaba imponerle a Rusia un embargo sobre las tecnologías de punta y un bloqueo del gasoducto Nord Stream 2, que la conecta con Alemania. Estas medidas generan consecuencias mucho más graves que las once series de sanciones adoptadas por Estados Unidos desde 2014 para castigar a Rusia por la anexión de Crimea, la desestabilización militar del Donbass, las injerencias en las elecciones, los ciberataques, etc. Al aislamiento de cientos de ciudadanos o de entidades rusas se agrega una asfixia económica como la que afecta a Irán.
Ciertamente, Estados Unidos no inventó el uso de las presiones económicas para doblegar a un adversario. La historia de las relaciones internacionales está repleta de ellas. Pensemos, por ejemplo, en el bloqueo continental impuesto por Napoleón a Inglaterra en 1806 o en el decretado por el presidente Abraham Lincoln a los Estados sureños durante la Guerra de Secesión (1861-1865). Preludio del conflicto, estas medidas a menudo se extienden en el tiempo. A principios del siglo XX, el presidente estadounidense Woodrow Wilson, ya consciente del poderío económico de su país, vislumbró que las sanciones podrían sustituir a la guerra. “Aquel que elige esta medida económica, tranquila y fatal, no tendrá que recurrir a la fuerza. No es una decisión tan terrible. No sacrifica una sola vida fuera del país expuesto al boicot, pero le impone a éste una presión a la cual, a mi parecer, ninguna nación moderna puede resistirse”, anunciaba en el transcurso de las negociaciones del Tratado de Versalles de 1919.
En la misma época, con el fin de moderar las relaciones internacionales, se crea una organización permanente, la Sociedad de las Naciones (SDN), dotada por sí misma de un poder de sanción destinado a impedir que las disputas entre países degeneren en guerra. Pero las agresiones de la Alemania nazi, de Japón y de Italia terminaron con este proyecto apenas iniciado. En 1945, la idea retorna en la Carta de las Naciones Unidas (ONU), entre cuyos principios se encuentran la resolución pacífica de las disputas entre Estados y la prohibición del uso de la fuerza (Artículo 2). En caso de amenaza a la paz o de ruptura de la paz, la Carta de la ONU le confía a un organismo especial, el Consejo de Seguridad, el poder de adoptar sanciones para hacer cesar las disputas. Así, el Artículo 41 de la Carta establece un listado, no limitativo, de las posibles restricciones: “Interrupción completa o parcial de las relaciones económicas y de las comunicaciones ferroviarias, marítimas, aéreas, postales, telegráficas, radioeléctricas y de otros medios de comunicación, así como la ruptura de las relaciones diplomáticas”. La paleta se amplía con el paso del tiempo: sanciones económicas (comerciales o financieras), militares (embargo sobre las armas), diplomáticas, culturales o deportivas. Esto trasluce la preocupación de la ONU por definir una práctica forzosamente más expandida entre las grandes potencias que entre el resto de los países.
Sin embargo la rivalidad entre los bloques se juega por fuera de las reglas de la ONU. Desde 1950, Estados Unidos impulsa la creación de un comité de coordinación para el control multilateral de las exportaciones, organización oficiosa que alberga la Embajada estadounidense y cuyo objetivo es impedir las exportaciones de productos y tecnologías militares y civiles hacia los países del mundo comunista. En la Guerra Fría, asfixiar al enemigo es parte del arsenal estadounidense contra Cuba (desde 1962), Vietnam (1975-1994, aunque el embargo sobre las armas recién fue suspendido en 2016) y Corea del Norte (desde 1950). También en esa época los países árabes exportadores de petróleo cierran las válvulas que alimentan de hidrocarburos a Israel y sus aliados.
En este marco, la adopción de sanciones multilaterales por parte del Consejo de Seguridad se limita a casos emblemáticos: embargos sobre las armas contra el régimen racista de Sudáfrica en 1963 (confirmado en 1977) y luego contra la declaración unilateral de independencia de los “blancos de Rodesia del Sur” (ex Zimbabue) en 1966.
La década de las sanciones
La desaparición de la Unión Soviética en 1991 abre lo que llamamos “la década de las sanciones”. Durante su transcurso, el Consejo de Seguridad adopta no menos de trece regímenes restrictivos, entre ellos el embargo contra Irak por la invasión de Kuwait en 1990 –una violación flagrante del derecho internacional– pero también, en 1993, sanciones contra la Libia de Muamar Gadafi por su implicación en dos atentados aéreos (en Lokerbie en 1988 y en Nigeria en 1989). Esta medida produjo los efectos esperados: Trípoli reconoció su responsabilidad, renunció a su programa de armas de destrucción masiva y aceptó colaborar en las investigaciones internacionales. Estados Unidos ejercía en ese entonces una influencia predominante en el Consejo de Seguridad. La progresión es clara: 64 de las 115 sanciones impuestas por Estados Unidos entre 1918 y 1998 se dieron durante los años 1990, la mayoría de las veces unilateralmente. En 1997, el equivalente a la mitad de la población mundial vivía bajo sanciones estadounidenses2.
Particularmente severo, el embargo comercial, financiero y militar establecido contra Irak el 6 de agosto de 1990 por la decisión de invadir Kuwait marca un punto de inflexión. Prolongado durante diez años tras la Primera Guerra del Golfo autorizada por el Consejo de Seguridad, arruina la economía del país, refuerza el régimen político vigente, que saca provecho del contrabando eludiendo las sanciones, y provoca penurias alimentarias y de medicamentos a una mayoría de la población.
Aunque, según el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia, 500.000 niños perdieron la vida, el “precio vale la pena”, estimó en 1996 Madeleine Albright, en ese entonces embajadora de Estados Unidos ante las Naciones Unidas. El subsecretario general de la ONU y coordinador de las operaciones humanitarias en Irak, Denis Halliday, renunció en 1998 denunciando la “destrucción de una sociedad entera”. Mientras que el embargo contra el régimen del apartheid fue recibido como un “mal necesario” por el mismo Nelson Mandela, a partir del caso iraquí algunas voces comienzan a cuestionar las sanciones y los embargos, que golpean ciegamente al conjunto de la población sin necesariamente importunar a sus dirigentes. También se pone en cuestión la idea de que las sanciones económicas son necesariamente menos mortales que el envío de tropas.
Nueva generación de sanciones
Las críticas generan el auge de una nueva categoría de sanciones llamadas “focalizadas” o “inteligentes” en oposición a los embargos generales, considerados injustos o “ciegos”: apuntan por ejemplo a ciertas categorías de productos (petróleo, diamantes, madera, armas) y excluyen a los productos de primera necesidad (alimentos y medicinas). El Consejo de Seguridad de la ONU identifica de ahí en adelante, como lo pueden hacer los Estados en sus relaciones bilaterales, a ciertas organizaciones y personas señaladas como responsables de perturbaciones o delitos internacionales. En 1998 se les congelan sus recursos en el extranjero y se les prohíbe la entrada a ciertos países a la junta militar que había tomado el poder en Sierra Leona y a los responsables de la Unión Nacional para la Independencia Total de Angola (UNITA), acusados de incumplir los acuerdos de paz, así como a personas cercanas a ellos.
En un primer tiempo excepcionales, estas medidas focalizadas se generalizan después del 11 de setiembre de 2001, con la persecución de los dirigentes de Al-Qaeda y la lucha contra el financiamiento del terrorismo. Debido a que el consenso entre los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad es más fácil de obtener, África se convierte en el continente más golpeado (Sudán, Kenia, Somalia, República Democrática del Congo, etc.) por estas sanciones multilaterales que tienen como objetivo jefes de Estado, ministros, militares, jefes de servicios de inteligencia o policías, señores de la guerra y traficantes.
El marco jurídico sigue siendo borroso: los individuos son sancionados sin juicio y sin verdadera posibilidad de apelar el castigo3. Su entorno cercano o familiar también puede verse penalizado. Desafortunados casos de homonimia hunden injustamente a algunas personas en una vergüenza difícil de disipar. El Tribunal Europeo de Derechos Humanos y el Tribunal de Justicia de la Unión Europea hacen notar regularmente la ausencia de garantías jurídicas4. Lo arbitrario se convierte entonces en habitual: en 2014, por ejemplo, Washington y Bruselas sancionaron a oligarcas rusos por la anexión de Crimea, operación en la que no desempeñaron ningún rol.
Otro aspecto afecta al universo de las sanciones: la creciente importancia de los argumentos fundados en la violación de los derechos humanos y en la naturaleza de ciertos regímenes considerados como “no democráticos”. Mientras que a fines de los años 1960 estas preocupaciones justificaban menos del 20% del total de las sanciones vigentes en el mundo, en 2019 explican más del 42%5. El Consejo de Seguridad, cuya misión es antes que nada velar por la paz y la seguridad internacionales, rara vez interviene sobre estas bases: el 17 de mayo de 1994, por ejemplo, justificó un embargo sobre armas en Ruanda al considerar que “la situación” (“masacres”, “violencias étnicas”, “refugiados”) conformaba una “amenaza a la paz y a la seguridad en la región”. En 2011, esgrimió los riesgos de la represión que pesaba sobre las poblaciones civiles para decretar un embargo sobre Libia y autorizar una intervención militar internacional6.
Son sobre todo los países, en primer lugar Estados Unidos y luego los integrantes de la Unión Europea, quienes invocan los derechos humanos y la democracia como justificación. Estados Unidos inaugura el baile a fines de 1974 al adoptar la enmienda Jackson-Vanik, que condiciona el otorgamiento de créditos y las prerrogativas de “nación más favorecida” a la URSS a una liberalización de su política migratoria. Por primera vez se establece un vínculo condicionado entre derechos humanos y comercio, cuya originalidad es relacionar política exterior y política interna7. Washington normaliza sus relaciones económicas con Rusia recién en 2012, en ocasión de la adopción de la “Ley Magnitsky” (Magnitsky Act). Pero el Congreso estadounidense acepta la normalización con una condición: reservarse la posibilidad de castigar a ciudadanos rusos considerados responsables de violar los derechos humanos, sin hacer referencia a Rusia en tanto Estado. Adoptada en 2017 bajo la presidencia de Donald Trump y mantenida por su sucesor Joseph Biden, una nueva versión de la ley (Global Magnitsky Act) amplía esta posibilidad al resto del mundo y a los hechos de corrupción. De ahí en más, el listado de personas y entidades que son blanco de Estados Unidos contiene 1.623 páginas y cerca de 37.000 registros...
En 1997, el equivalente a la mitad de la población mundial vivía bajo sanciones estadounidenses.
Desde los Tratados de Maastricht (1992) y de Lisboa (2007) que instauraron la Política Exterior y de Seguridad Común (PESC), la Unión Europea se convirtió, junto con Estados Unidos, en la segunda fuente de sanciones en el mundo. Así, pretende “hacer respetar los derechos humanos, la democracia, el Estado de Derecho y la buena gobernanza”8. A semejanza de Estados Unidos, incluso se dotó de un nuevo instrumento de castigo a los individuos que violan los derechos humanos, una especie de “Ley Magnitsky” europea. El 12 de marzo de 2021 el Consejo Europeo adoptó en base a esta norma medidas restrictivas sobre 28 personas y varios organismos rusos, chinos, norcoreanos, libios, eritreos y sudaneses.
La candidez de la UE
Con cierto candor, la Unión Europea adopta, a semejanza de Estados Unidos, el papel de caballero blanco, lo cual no carece de contradicciones: si Occidente termina por sancionar –en desorden y con intensidad variable– a Arabia Saudita por el asesinato del periodista Jamal Kashogi en 2018, Israel siempre escapa a los castigos, a pesar de la Resolución de 2016 del Consejo de Seguridad que, por primera vez, condena la ocupación de los territorios palestinos desde 1967, incluyendo Jerusalén Este. Lo mismo sucede con Chad.
Los actuales debates en el seno de la Unión Europea acerca de la actitud a adoptar frente a Rusia dieron lugar a proezas retóricas. La presidenta de la Comisión, Ursula von der Leyen, parecía apoyar la posición estadounidense, según la cual “el Nord Stream 2 a priori no podía ser excluido de la lista de las sanciones [preventivas]”. Afirmó: “Buscamos construir el mundo de mañana, en donde las democracias tengan socios que compartan las mismas ideas”. Entre los socios susceptibles de reemplazar al gas ruso, Von der Leyen citó a una monarquía petrolera (Qatar), una dictadura aliada de la muy autoritaria Turquía (Azerbaiyán) y un país bajo gobierno del Ejército (Egipto)...
Por otro lado, el rol de caballero blanco impone que uno mismo sea irreprochable. Podríamos por ejemplo estimar que el periodista especializado en filtraciones Julian Assange, perseguido por Estados Unidos y encarcelado en Londres, sería un candidato soñado para el asilo político que, sin embargo, ningún miembro de la Unión está dispuesto a brindarle. Frente a la crisis migratoria, la Convención de 1951 sobre los refugiados ya no es respetada por los países que integran la UE. En vísperas de las presidenciales francesas, Amnesty International se preocupa por la vulneración de las libertades públicas en el seno de la UE9. En cuanto a Estados Unidos, ratificó apenas 5 de los 18 tratados internacionales sobre derechos humanos.
El rol de caballero blanco (que asume la Unión Europea) impone que uno mismo sea irreprochable.
Occidente no evalúa a todas las dictaduras de la misma manera y Washington amolda la aplicación de los sistemas de sanciones a sus intereses geopolíticos del momento. India profundizó su cooperación militar con Rusia al firmar, entre 2018 y 2020, una serie de contratos que alcanzaron los 13,5 mil millones de dólares, sin que Washington juzgue útil activar en su contra la ley sobre la lucha contra los adversarios de Estados Unidos (CAATSA, adoptada en 2017) que castiga el apoyo, directo o indirecto, al sector de defensa ruso. La explicación es simple: Estados Unidos busca seducir a Nueva Delhi con la esperanza de atraerla a su alianza anti-china. El Tesoro estadounidense se mostró menos indulgente en relación a las empresas europeas: en 2019 impuso multas a 25 de ellas por un monto total de 1.288 millones de dólares. El banco británico Standard Chartered pagó 657 millones de dólares por haber infringido, en particular, el embargo sobre Irán; el banco italiano UniCredit tuvo que pagar 611 millones por las mismas razones.
EE.UU. amolda la aplicación de los sistemas de sanciones a sus propios intereses geopolíticos.
Utilizadas abiertamente por Washington para defender sus intereses, las sanciones juegan para los europeos otro rol, más interno que internacional. Efectivamente, las sanciones son el “único instrumento coercitivo de política exterior del que dispone la Unión”10: conllevan por ende una fuerte carga simbólica que le permite a la UE aparecer unida en la escena internacional, afirmando de esta manera una posición unificada a través de medidas con fuerte contenido moral. Cinco años atrás, tomando partido, tras los pasos de Washington, en el conflicto que opone a Nicolás Maduro con el autoproclamado presidente Juan Guaidó, los Estados miembro de la UE deploran con una única voz la “oportunidad perdida para la democracia” venezolana. En 2019, para confirmar las sanciones focalizadas y el embargo sobre las armas, invocaron “a los ciudadanos que temen el arresto y la persecución, incluso de sus familias, por haber ejercido sus derechos y libertades fundamentales”11.
Más allá de las peticiones de principio, la Unión permanece dividida ante los retos fundamentales de la seguridad y los desafíos de la paz. Los países bálticos y Polonia presionan hacia la confrontación política con Rusia por razones geográficas e históricas, mientras que los alemanes, más pragmáticos, piensan en su provisión de gas.
Dirigiéndose al Consejo de Seguridad el 15 de setiembre de 1997, la Asamblea General recuerda que las sanciones son un último recurso que se utiliza cuando todo lo demás fracasó. “Las medidas coercitivas unilaterales de la Unión Europea socavan la diplomacia [...]. Son armas para mantener una hegemonía que ya no tiene sentido en el contexto multipolar”, afirma Claire Daly, diputada irlandesa del Parlamento Europeo12.
La sistematización de las sanciones a veces produjo efectos contrarios a los buscados, como cuando se refuerza el apoyo de la población al gobierno sancionado, como ocurrió en Mali o en Burkina Faso en 2021 y 2022. Muchas veces, los castigos pueden llevar a los países a sacar provecho de la situación.
El comportamiento de Rusia es el ejemplo clásico. Estando expuesta permanentemente a un entorno de sanciones, Moscú decidió adaptarse e incluso aprovechar la oportunidad. En respuesta a las restricciones relativas a la agresión rusa sobre Ucrania, Moscú adoptó un embargo sobre las importaciones de productos agrícolas provenientes de Europa, Norteamérica, Australia y Noruega. El efecto proteccionista de estas medidas catalizó su producción nacional. Así, las exportaciones agroalimentarias rusas alcanzaron el récord de 30 mil millones de dólares en 2020, más que el gas natural, haciendo de Rusia un país exportador neto de productos agrícolas, una novedad desde la colectivización soviética13.
En el sector financiero, Rusia busca limitar su dependencia del dólar y del sistema financiero dominado por Estados Unidos. El Banco Central acumuló reservas considerables para desalentar cualquier ataque contra su moneda. A partir de 2018, Rusia se deshace masivamente de bonos del Tesoro estadounidense –una novedad entre las potencias emergentes– y los cambia, en parte, por deuda soberana china, de la cual se convirtió en el principal comprador extranjero.
Asimismo, Rusia busca proteger su sistema bancario de una desestabilización proveniente de Occidente. Moscú lanzó en 2015 su propio sistema (SPFS) así como una tarjeta de crédito nacional, Mir, que permitiría asegurar las transacciones internas en caso de que Occidente la excluyera del SWIFT. En 2021 el 87% de la población posee la tarjeta Mir, que sin embargo no cubre más que un cuarto de las transacciones, ya que las clases medias siguen prefiriendo las tarjetas occidentales, utilizables en el extranjero14.
Moscú cuenta con el apoyo de Pekín para combatir ante la “comunidad internacional”, es decir las Naciones Unidas, la explosión de sanciones que sufre desde la caída de la Unión Soviética. “Únicamente las sanciones del Consejo de Seguridad son legales” y representan “una herramienta importante que permite reaccionar ante las amenazas en el mundo”, afirmó el embajador adjunto ruso ante la ONU, Dimitri Polyansky, en el transcurso de un debate en el Consejo de Seguridad, el 6 de febrero de 2022. En la misma línea, el embajador chino, Zhang Jun, declaró que las “sanciones unilaterales coercitivas no hacen sino exacerbar las relaciones de fuerza”. Los países que las usan dependen de ellas como de “una droga”, estimó, pidiéndoles que “renuncien a ellas inmediatamente”. Tanto Moscú como Pekín invocan el principio de no injerencia en los asuntos internos (Artículo 2 de la Carta de la ONU). Sobre este punto, China da pruebas de coherencia al negarse a reconocer la anexión de Crimea.
Moscú y Pekín también bailan
Esto no significa que Moscú y Pekín rechacen el principio de las sanciones. Desde 1971 China limita sus relaciones comerciales con los países que reconocen a Taiwán. Por su parte, Rusia suspendió en 2015 los vuelos charter con Turquía, restableció las visas y decretó un embargo sobre las frutas y verduras provenientes de ese país después de que un avión ruso fuera abatido por el ejército turco en la frontera siria. Sobre todo, Rusia y China prefieren actuar oficiosamente. Moscú también decretó, a modo de contra-sanción, un embargo sobre el cerdo proveniente de Europa, aunque oficialmente adujo casos de la peste porcina africana. El mismo proceder tuvo Pekín, que borró a Lituania de sus registros de aduana tras la apertura de una “oficina de representación de Taiwán” en Vilna. Esta vez más oficialmente, China publicó un listado de 14 recriminaciones después de que Australia solicitara una investigación sobre el origen del Covid-19, con el resultado de que por esos mismos días a los productos textiles, al vino y al carbón australianos comenzó a costarles cruzar la frontera china.
A pesar de este naciente activismo, Rusia y China explican apenas el 4% de los eventos (adopciones, levantamientos, prolongaciones, decisiones judiciales) vinculados a las sanciones en 2020, muy lejos de Estados Unidos (53%)15. Su moderación se explica también por una realidad económica: contrariamente a Washington, ni Pekín ni Moscú disponen del arma del dólar. La amenaza de prohibir su uso le permite a Estados Unidos imponer sanciones al mundo entero, un poder exorbitante al cual el dúo ruso-chino intenta resistir: los reglamentos de comercio bilateral en dólares estadounidenses cayeron al 46% en 2020, contra el 90% en 2015. Además, 23 bancos rusos están conectados al sistema de mensajería financiero chino (CIPS) (contra un solo banco chino conectado al SPFS ruso). Sin embargo, con un tráfico que representa únicamente el 0,3% del SWIFT, CIPS no constituye más que un plan de emergencia y no puede considerarse un competidor serio de su par occidental.
Con respecto a China y a Rusia, Europa parece reducirse a la impotencia. La Unión Europea sufrió, sin realmente reaccionar, el retiro de Estados Unidos del acuerdo sobre energía nuclear con Irán en 2018. Y, a pesar de las indirectas europeas, SWIFT, cuya sede está en Bruselas, no tardó en excluir a los bancos iraníes del sistema, por temor a las sanciones secundarias estadounidenses. La Comisión Europea hizo un intento de dotarse de un “vehículo especial” para asegurar la continuidad de los intercambios comerciales con Teherán. Pero su primera transacción apenas pudo efectuarse en marzo de 2020 y se refería a material médico... autorizado por la ley estadounidense. El mecanismo puede teóricamente asegurar importaciones de petróleo, pero únicamente en el marco de excepciones concedidas por Washington. De todas formas, ningún grupo europeo se propuso comprar petróleo: las compañías aseguradoras rechazan garantizar los cargamentos de las raras compañías marítimas dispuestas a transportar esta mercancía.
El reconocimiento por parte de Rusia de la autoproclamada región del Donbass, que viola la integridad y la soberanía de Ucrania, y el ataque sobre territorio ucraniano lanzado el 24 de febrero, demuestran el fracaso de la política de sanciones de Occidente, que ya lleva ocho años. Sin embargo, las potencias occidentales lanzaron una oleada de nuevas medidas de represalia, que no tuvieron éxito ni siquiera contra Estados menos poderosos y menos aislados que Rusia. La probabilidad de que esta vez resulten exitosas es, por tanto, insignificante. Meses atrás, el ex embajador francés Gérard Araud, convirtiéndose en abogado de un cierto realismo, recordaba que “incluso las dictaduras tienen preocupaciones geopolíticas legítimas” (tuit del 15 de diciembre de 2021). Las tentativas de diálogo con Moscú se han topado con un muro, hasta terminar en la guerra contra Ucrania. Rusia nunca se recuperó del reconocimiento occidental de la independencia de Kosovo y expresó regularmente su preocupación por el desmantelamiento de los principales acuerdos de control de armas heredados de la Guerra Fría16. La crisis actual alerta una vez más sobre el peligro de ser negligentes ante cuestiones de seguridad colectiva. Una política internacional de hechos consumados, occidentales o rusos, seguidos de ultimátums a los que responden medidas de represalia, acaba de revelar su fracaso. Lamentable sustituto de la diplomacia, la espiral de medidas unilaterales mostró una vez más su ineficacia y terminó desembocando en una guerra en la eurozona.
Actualización
La madre de todas las sanciones contra Rusia, la desconexión del sistema de códigos Swift para pagos bancarios, se anunció parcialmente el domingo 27 de febrero, dejando libre de este castigo (en principio) a los bancos por los que se canalizan los pagos del sector petrolero y del gas natural, claves en la matriz energética europea. Hubo sanciones individualizadas contra -por ejemplo- el mandatario ruso Vladimir Putin y su canciller Serguei Lavrov. El paquete general afecta directamente al menos a 13 grandes compañías rusas y se concentra en dejar de suministrar tecnología de punta, en especial a las industrias aeronáutica y de defensa. Son el filo más concreto de un aislamiento que también se expresó en el campo de lo simbólico, desde el impedimento de la FIFA a Rusia de disputar partidos internacionales de fútbol, hasta la exclusión del célebre director de orquesta Valery Gerguiev de las principales salas de conciertos de Viena, Milán y Londres, anunciada el lunes 28.
Hélène Richard y Anne-Cécile Robert son de la redacción de Le Monde diplomatique, París. Traducción: Micaela Houston.
- Leé más sobre esto: Qué piensa Putin y Una oportunidad para Estados Unidos
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“Defending Ukraine Sovereignty Act of 2022”, Senado de Estados Unidos, Washington D. C., 13-1-22. ↩
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David Broder, “Give presidents a break on automatic sanctions”, The International Herald Tribune, Neuilly-sur-Seine, 24-6-98. ↩
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Actas de la mesa redonda “Les sanctions ciblées au carrefour des droits international et européen”, Grenoble, 10-5-11. ↩
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Fallo del Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas (CJCE) NºC-355/04, Segi, Araitz Zubimendi Izaga y Aritza Galarraga contra Consejo de la Unión Europea, 27 de febrero de 2007; fallo de la CJCE NºC-415/05, Yassin Abdullah Kadi, Fundación Internacional Al Barakaat contra Consejo de la Unión Europea, 3-9-08. ↩
-
Gabriel Felbermayr et al., “The Global Sanctions data base”, European Economic Review, vol. 129, Amsterdam, octubre de 2020. ↩
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“Orígenes y vicisitudes del ‘derecho de injerencia’”, Le Monde diplomatique, junio de 2011. ↩
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Peretz Pauline, “Un tournant humanitaire de la politique étrangère américaine? Carter et l’émigration des Juifs d’Union soviétique”, Revue d’histoire moderne et contemporaine, París, Nº54, vol. 3, 2007. ↩
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Líneas directrices, comunicación del Consejo Europeo del 7 de junio de 2004. ↩
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“Recomendaciones de Amnesty International a la presidencia francesa del Consejo de la Unión Europea”, 2-2-22. ↩
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Ramona Bloj, “Les sanctions, instrument privilégié de la politique étrangère européenne”, Questions d’Europe N° 598, Fundación Robert Schuman, Estrasburgo, 31-5-21. ↩
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Julia Buxton, “Où va l’opposition à Nicolas Maduro?”, Le Monde diplomatique, París, marzo de 2019. ↩
-
L’ Humanité, Saint-Denis, 10-6-21. ↩
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David Teurtrie, Russie: le retour de la puissance, Armand Colin, París, 2022. ↩
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David Teurtrie, op. cit. ↩
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Ivan Timofeev, “Sanctions Against Russia. A Look into 2021”, Consejo Ruso de Asuntos Internacionales, Moscú, Informe Nº65, 2021. ↩
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David Teurtrie, “Ucrania, ¿por qué la crisis?”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, febrero de 2022. ↩