Así que, amados míos, tal como siempre han obedecido, no solo en mi presencia, sino ahora mucho más en mi ausencia, ocúpense en su salvación con temor y temblor. Carta a los Filipenses 2:12-13

Lo que parecía imposible finalmente ocurrió: Vladimir Putin ordenó una invasión total a Ucrania y desató una guerra abierta que, desde el corazón de Europa, sacude al mundo, con consecuencias en la política, la seguridad y la economía global, que se estremece al vaivén del precio del gas. Fríamente ejecutada, la operación militar rusa es resultado en primer lugar de la percepción de que la estabilidad política y la unidad territorial del país dependen de la construcción de un cordón de seguridad desmilitarizado que la separe de una OTAN que, incumpliendo las promesas formuladas tras la disolución de la Unión Soviética, la ha ido cercando año tras año. Rusia como un “imperio terrestre” que aprendió de Napoleón y Hitler que su flanco más vulnerable es la frontera occidental: tal es la razón putinista.

La guerra es también consecuencia del sistema político-económico erigido en las últimas dos décadas alrededor de la figura excluyente de Putin. Con el derrumbe soviético y el caos de la etapa de Boris Yeltsin como “trauma fundante”, Putin se propuso reconstruir el poder ruso y devolverle a su país el protagonismo internacional perdido a partir de una fórmula que en el ámbito interno ha ido derivando en un régimen híbrido, una especie de autocracia moderna que combina autoritarismo y popularidad, y que en el ámbito internacional se ha caracterizado por una serie de decisiones que buscan trazar sucesivas líneas rojas: Georgia, Crimea, Siria, Donbass, Ucrania.

Pero en este caso, a diferencia de las operaciones militares anteriores, la retórica del nacionalismo ruso implica directamente negar la existencia de Ucrania, a la que Putin considera un invento artificial de Lenin, un fantasma que carece de la tradición estatal suficiente para ser considerado un país independiente. Negar a una nación su soberanía estatal con la excusa de que no la tuvo en el pasado resulta absurdo y la guerra no parece tampoco el mejor camino para defender los argumentos. La invasión a Ucrania es una violación flagrante del derecho internacional y se cobrará, como cualquier guerra, muchas vidas. Pero Putin está convencido de que la OTAN no entrará en combate directo y que sus planes se terminarán imponiendo. La audacia y el cálculo.

¿Será así? En 1848, el filósofo danés Søren Kierkegaard publicó Temor y temblor, un libro que parte de la meditación sobre el sacrificio de Isaac para reflexionar sobre los límites de la fe. Aunque la fe putinista parece apostar a que la invasión a Ucrania le permitirá desmilitarizar el país y designar un gobierno títere sin provocar una reacción occidental que lo destruya, hay que recordar que incluso los líderes más sagaces pueden equivocarse. Salvo quizás un burgués asustado, no hay nada más peligroso que un imperio en declive. Y esto vale tanto para Rusia como para Estados Unidos.

José Natanson, director de Le Monde diplomatique, edición Cono Sur.