Cuando ponemos una cacerola con agua fría sobre el fuego, nada sucede en un primer momento. O, más bien, nada parece suceder. Las moléculas suben de temperatura sin manifestar ninguna reacción hasta que alcanzan los 99 grados Celsius. Y luego, repentinamente, todo cambia: aparecen las burbujas; un cambio de grado condujo a un cambio de naturaleza. El mundo acaba de conocer un momento similar.

Desde el 24 de febrero, con la invasión de Ucrania por Rusia, las relaciones internacionales han mutado: acaban de entrar en una “nueva era”, según el canciller alemán Olaf Scholz (27 de febrero), atraviesan un “cambio de época”, de acuerdo con el presidente francés Emmanuel Macron (2 de marzo). Hasta hace unos meses, recordar la crisis de los misiles soviéticos instalados en Cuba permitía ilustrar cómo disipar la amenaza nuclear militar en el siglo XXI; y ahora resulta que Rusia, primera potencia mundial en ese ámbito, anunció que había puesto sus submarinos lanzamisiles en alerta.

Si el mundo está cambiando —explican algunos— es porque el presidente de la Federación Rusa, Vladimir Putin, acaba de hacerlo caer en la locura: sus motivaciones militares ya no deberían buscarse en los manuales de geopolítica, sino en los compendios de psicoanálisis. “Debemos dudar de su racionalidad”, diagnosticó The Financial Times (4 de marzo), mientras que The Washington Post se pregunta: “¿Es Putin inestable?” (6 de marzo), un marco de análisis que sigue al del opositor ruso Alexei Navalny, quien calificó a Putin como un “loco de atar” (Reuters, 2 de marzo). La ventaja de los locos es que no se guían por reivindicaciones, sino por bocanadas delirantes. Escuchar lo que tienen para decir nos expone al riesgo de caer nosotros mismos en la sinrazón.

La invasión a Ucrania es contraria al derecho internacional, y nada justifica los crímenes de guerra que son cometidos allí. Ningún argumento podría legitimar la transformación de Kiev en una moneda de intercambio entre las grandes potencias o el engranaje militar en el cual Moscú acaba de sumergir al mundo. Pero ¿podremos salir del conflicto sin investigar sus raíces? ¿Convenciéndonos de que es “simplemente” el resultado de una caída repentina en el universo de la demencia? Tanto en el caso de los conflictos geopolíticos como en el de las cacerolas de agua hirviendo, tratar de comprender el cambio de un estado al otro implica, por el contrario, apartar la mirada de las burbujas que se forman y plantearse el interrogante: ¿de dónde vienen las llamas? Ahora bien, desde hace mucho tiempo, varias voces alertaban del incendio que se estaba gestando.

“Pienso que es el comienzo de una nueva Guerra Fría”, opinó George F. Kennan, padre de la doctrina de la “contención” frente a la Unión Soviética (URSS), en una entrevista de 1998, en la que se le preguntó sobre la ampliación de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) hacia el Este1. “Ello demuestra la falta de comprensión de la historia rusa y soviética. Evidentemente, ello producirá una reacción hostil de parte de Rusia, y [quienes apoyan la expansión de la OTAN] aprovecharán para decir: ‘Les avisamos que los rusos eran así’”.

En 2008, el actual director de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) de Estados Unidos, Williams Burns, escribió a la secretaria de Estado Condoleezza Rice (de quien era, por entonces, subsecretario de Estado): “El ingreso de Ucrania en el seno de la OTAN constituye la ‘línea roja’ más visible [para Rusia] [...]. No conozco a nadie que no interprete este proyecto como un desafío directo a los intereses rusos”2.

En un artículo del 15 de febrero de 2022, el embajador de Estados Unidos en la URSS de 1987 a 1991, Jack Matlock, recordó su posición durante las discusiones del Senado estadounidense en vistas de esa ampliación de la OTAN: “La recomendación de la administración estadounidense de aceptar nuevos miembros en el seno de la OTAN es errónea. Si es aprobada por el Senado, probablemente la recordaremos como el mayor error estratégico desde el final de la Guerra Fría. Lejos de mejorar la seguridad de Estados Unidos, de sus aliados y de las naciones que desean pertenecer a la alianza, podría provocar una reacción en cadena que conducirá a las peores amenazas para nuestra seguridad desde el derrumbe de la URSS”. Hoy agrega: “Intentar despegar a Ucrania de la influencia rusa —objetivo declarado por los partidarios de las ‘revoluciones de color’— es un cometido tonto y peligroso”3.

Podríamos seguir con la lista de declaraciones: desde el excandidato republicano a la presidencia estadounidense Patrick Buchanan —“llevando a la OTAN a las puertas de Rusia, hemos sentado las bases de una confrontación en el siglo XXI”4— hasta el lingüista Noam Chomsky —“la idea de que Ucrania se sume a una alianza militar occidental sería totalmente inaceptable para cualquier dirigente ruso”5—. Todas subrayan el “error” occidental. Entonces, ¿por qué tal torpeza? El exembajador británico en Rusia (2000-2004) Sir Roderic Lyne brindó una explicación: “Si quieren desencadenar una guerra con Rusia, es el mejor modo de conseguirlo”6.

La existencia de un imperialismo occidental no impide la de un imperialismo ruso. Pero el mundo pierde doblemente si la manifestación del primero incita al segundo a extenderse. Parece que Occidente prefiere contemplar el agua hirviendo, antes que impedir el “cambio de época” que precipitó.

Traducción: Micaela Houston.


  1. Thomas L. Friedman, “Foreign affairs, now a word from X”, en The New York Times, 2 de mayo de 1998. 

  2. William J. Burns, The Back Channel. A Memoir of American Diplomacy and the Case for its Renewal, Random House, Nueva York, 2019. 

  3. Jack F. Matlock Jr., “I was there: NATO and the origins of the Ukraine crisis”, en Responsible Statecraft, 15 de febrero de 2022, https://responsiblestatecraft.org

  4. Patrick Buchanan, A Republic, Not An Empire. Reclaiming America’s Destiny, Regnery Publishing, Washington, 1999. 

  5. Entrevista de 2015, disponible en YouTube. 

  6. Entrevista de Nikita Gryazin para el University Consortium, 17 de diciembre de 2020.