No es un calco del tramo final del alfonsinismo, en 1989, tampoco del crack del 2001 que hizo estallar el Río de la Plata. Pero esta, la tercera gran crisis económica y social que vive Argentina desde el fin de la dictadura, tiene algo de aquellas. También sus novedades: ahora tener trabajo no alcanza para capear la tormenta. Esta cobertura de tres artículos refleja las paradojas de un país rico que parece haber dejado de sostener su mínimo amortiguador.   De manera silenciosa pero ya claramente identificable, están sucediendo cambios profundos en la estructura social argentina. En el pasado, ante un período de alto crecimiento económico y reducción del desempleo como el que atraviesa en la actualidad, y después de un tiempo de reacomodamiento, el salario tendía a subir. Esto era así por la industrialización en parte extendida y por la potencia de los sindicatos, que presionaban vía negociaciones paritarias por aumentos, pero también por factores más estructurales, como la relativa homogeneidad de los centros urbanos industriales (Buenos Aires, Córdoba, Rosario) –en comparación con otros países de la región–, que impedía bajar salarios mediante una deslocalización interna. También, por supuesto, por el influjo igualitario del peronismo.

Hoy, sin embargo, la economía atraviesa una etapa de crecimiento –el Producto Bruto Interno (PBI) registra un año y medio de expansión sostenida, algo que no se veía desde 2011– y reducción del desempleo, que actualmente se sitúa en siete por ciento, el nivel más bajo desde que el INDEC [Instituto Nacional de Estadísticas y Censos] retomó la publicación de la serie. Y pese a ello, los salarios siguen, por usar la feliz metáfora de [Juan Domingo] Perón, subiendo por la escalera. Cayeron 12,2 por ciento en 2018, 8,4 por ciento en 2019 y 2,4 por ciento en 2020.1 Y aunque el año pasado registraron en promedio una leve mejora –verificable en los empleados formales del sector privado y los empleados públicos, pero no en los informales–, este año se espera una nueva caída, lo que terminaría de redondear una baja aproximada de 20 por ciento en cuatro años. Un interesante informe del Instituto Argentino de Análisis Fiscal (IARAF) sostiene que desde 2018 los trabajadores perdieron poder adquisitivo equivalente a seis sueldos (la pérdida fue del equivalente a 6,3 salarios para los empleados en blanco del sector privado y de 10 salarios para los informales). Considerada la película del mes a mes, el informe muestra que en los últimos 48 meses los asalariados formales perdieron 30 meses contra la inflación, los empleados públicos 33 meses (sobre todo durante la etapa macrista) y los informales 34.2

En Argentina, cada crisis construye la víctima que condensa las consecuencias del nuevo fracaso colectivo. Así como el excluido (después convertido en piquetero) se convirtió en el gran emergente de los años finales de la convertibilidad, el símbolo de una estructura social inéditamente dividida entre un adentro de consumo y globalización, tubos de Pringles y videos de MTV, y un afuera de pura intemperie, hoy el símbolo del declive es sin dudas el trabajador pobre. Un tercio de los trabajadores se encuentra bajo la línea de pobreza, subrayando un declive imposible de disimular: si en la convertibilidad alcanzaba con tener trabajo para evitar caer en la pobreza, tras la crisis del 2001 era necesario tener trabajo formal, y hoy ni siquiera alcanza con eso: se estima que el 17,5 por ciento de los empleados en blanco es pobre.3 Ya en agosto del año pasado, en una nota pionera publicada en Le Monde diplomatique, edición Cono Sur,4 Julio Burdman llamaba la atención sobre las penurias de los “cincuentaluquistas” (hoy “ochentaluquistas”), esa enorme masa de trabajadores, incluso calificados y hasta profesionales, que sobreviven con lo justo (resulta interesante comprobar que el sinónimo europeo de degradación salarial, los “mileuristas”, ganan, de acuerdo al tipo de cambio que se tome, el equivalente a entre 130 y 250 mil pesos argentinos de hoy, es decir dos o tres veces más).

En cierto modo, no es tan sorprendente. Los salarios en Argentina, históricamente altos, no están haciendo otra cosa que acercarse a los de los demás países de América Latina. Medido en dólares, el salario argentino –en sus categorías mínimo, promedio y de algunos sectores relevantes como docentes o médicos– se encuentra hoy entre los más bajos de la región, por debajo incluso de países con niveles menores de desarrollo, como Perú o Ecuador.5 Aunque una comparación más precisa exigiría ajustar por poder de compra, y a pesar de que la situación es tan dinámica que cualquier referencia quedaría vieja en uno o dos meses, otros datos apuntan en la misma dirección: un relevamiento de la consultora laboral Jobint informa que, llevado a dólares, el salario promedio requerido por los argentinos en las búsquedas de empleo es el más bajo de América Latina.6

Si durante todo el siglo XX Argentina fue, junto con Uruguay, el país latinoamericano más igualitario y el que exhibía menores niveles de pobreza, hoy ya es superado por Uruguay, Costa Rica, Panamá y, según cómo se mida, Chile. Argentina lleva ya tres generaciones con un núcleo de pobreza estructural de entre un cuarto y un tercio de la población. Desde 2011, cuando el modelo kirchnerista empezó a crujir, la economía argentina no logra reducir la pobreza durante uno o dos años consecutivos, mientras que la mayoría de los países latinoamericanos sí lo consiguen. En otras palabras, Argentina tiende a converger con sus vecinos. El resultado, al final, es un país que se va pareciendo a Colombia, Perú, Chile, México...

Un rodeo antes de continuar. El drama de los bajos salarios no es un problema exclusivamente argentino, o latinoamericano, sino una tendencia mundial motivada por la integración a la globalización de regiones con condiciones de vida muy deprimidas y que se insertan en los mercados de manufacturas por vía del dumping social: de manera sucesiva el Sudeste de Asia, China, India y, cada vez más, África. De hecho, el fenómeno se verifica incluso en economías como la estadounidense, de altísima productividad pero que carece de los mecanismos de compensación de los países de Europa continental, registra una baja tasa de sindicalización y nunca terminó de construir un Estado de Bienestar a la altura de la fabulosa riqueza que produce.

En una nota publicada en The Atlantic,7 el periodista Dani Alexis Ryskamp recurre a la serie animada Los Simpsons para ilustrar la caída. A fines de los 1980, es decir, después de la Reaganomics [gestión económica del presidente de Estados Unidos Ronald Reagan, 1981-1989] pero antes de la globalización impulsada por Bill Clinton [presidente estadounidense de 1993 a 2001], Homero Simpson mantiene con su solo empleo en la planta nuclear, empleo que por otra parte no requiere una particular habilidad técnica -a punto tal que en un momento deja de reemplazo a un pajarito mecánico-8 a su familia de cinco, con casa, auto, visitas regulares al médico y mucha cerveza en la cantina de Moe. Homero, tal como muestra su cheque de pago, ganaba a fines de los ochenta 25 mil dólares al año, equivalentes a 42 mil dólares en la actualidad, alrededor del 60 por ciento del salario promedio y bastante por arriba del mínimo. En el mismo período en que el ingreso anual de Homero aumentó 80 por ciento, el valor de una casa media en Estados Unidos se multiplicó por 2,4, el costo de la atención médica por 3 y el de la educación universitaria por 2. La conclusión del autor es que para mantener el nivel de vida, hoy Marge debería conseguirse un trabajo. La especialista en Los Simpsons Erika Chappell resumió: “Que un programa que originalmente trataba sobre el desastre disfuncional de una familia que apenas se aferraba a la vida de clase media después de la administración Reagan se haya convertido en un modelo aspiracional, es la manifestación más evidente del declive capitalista estadounidense que se me ocurre”.

Volvamos a Argentina. La economía atraviesa la tercera gran crisis desde la recuperación de la democracia. Cada crisis tiene algo de las anteriores: del final de la convertibilidad (6 de enero de 2002), la sensación de desorientación gubernamental y de ausencia de un programa alternativo que no implique un alto costo social; de la crisis final del alfonsinismo (1989), el cuadro de inflación, dólar incontenible, presiones devaluatorias... Pero cada crisis contiene también su propia originalidad: las anteriores incluyeron estallidos sociales, represión y estado de sitio, en tanto que la actual transcurre en un paisaje de intenso sufrimiento colectivo, pero con paz social, en buena medida porque el cataclismo del 2001 dio origen a las dos “tecnologías de contención social” (las políticas de transferencias de ingresos y la organización de la pobreza en los movimientos sociales) que mantienen las calles en orden.

La calma social se combina con escenas de alto consumo: restaurantes llenos, pasajes de avión agotados para las vacaciones de invierno y récord de venta de electrodomésticos, sorprendente fenómeno que se explica por la necesidad de sacarse de encima los pesos argentinos que queman y por los márgenes cada vez más ajustados de la clase media: el que antes accedía a una casa hoy se conforma con un auto, el que antes podía comprar un auto hoy se va de vacaciones y el que no puede salir de veraneo reemplaza las vacaciones por un celular. Por eso se equivocan quienes critican la escasa propensión al ahorro de las nuevas generaciones: no se trata de que los jóvenes no se compran una casa porque se patinan el sueldo en zapatillas, sino que gastan en zapatillas porque no les alcanza para mudarse.

Consecuencia de una estructura económica dual, con unos pocos núcleos competitivos, globalizados y de trabajo formal, y un mar de empleos y autoempleos de baja productividad, la desigualdad argentina se cristaliza. El efecto es confuso y paradójico: hiperconsumo e hiperpobreza, shoppings llenos y heladeras vacías.

Pero que los electrodomésticos se agoten en una popular cadena de tiendas o que la furia popular se repliegue a los barrios, transformada a menudo en esa mezcla de nihilismo y violencia privada que es el signo de este tiempo, no quiere decir que la crisis no exista, que por momentos pareciera ser lo que cree o quiere creer el gobierno. El dolor se reproduce en sucesivas capas. Si en los 70 se interrumpió el ciclo de movilidad social ascendente abierto desde comienzos de siglo, en los 80 estalló la pobreza masiva, en los 90 se instaló la desigualdad, ahora asistimos a una baja masiva de salarios y un empobrecimiento general de la sociedad, que consagra la inequidad argentina a niveles trágicamente latinoamericanos. El serrucho ascendente de la pobreza –tasas que suben rápido con la crisis y bajan menos con la recuperación– lleva ya cuatro décadas.9 Las etapas de recesión son más largas, y las de mejora se acortan, un espiral descendente cada vez más difícil de romper.

José Natanson, director de Le Monde diplomatique, edición Cono Sur. El autor agradece a Gabriel Kessler la conversación previa a la elaboración de este artículo.


  1. “Los salarios volvieron a perder contra la inflación en 2020 y en los últimos 4 años cayeron un 20% en términos reales”. Chequeado.com, 11-2-2021. 

  2. “Salarios: en cuatro años perdieron poder de compra equivalente a seis sueldos”, Carlos Lamiral. Ámbito, 5-4-2022. 

  3. “Casi un tercio de los trabajadores ocupados en la Argentina son pobres, 13 puntos más que en 2017”, Delfina Torres Cabreros. El Diario Ar, 7-4-2022. 

  4. Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, agosto de 2021. 

  5. “Dólar a $300 y salarios: la devaluación dejó los ingresos de los trabajadores argentinos entre los más bajos de la región”. Infobae, 20-7-2022. 

  6. “El salario en dólares en la Argentina es el más bajo en la región”, Matías Ortega. Ámbito, 24-5-2022 

  7. “The Life in The Simpsons Is No Longer Attainable”, Dani Alexis Ryskamp. The Atlantic, diciembre 2020. 

  8. www.youtube.com/watch?v=iqBfQF5bnbE 

  9. Pablo Semán y Ariel Wilkis, “El espejo roto”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, diciembre de 2021.