Una pequeña manada de focas árticas, tendida en las rocas, reflexiona sobre el dilema moral de tener que matar crías humanas para proteger al planeta de la proliferación excesiva del más dañino de los animales. Dos repelentes —pero legitimados— personajes hacen valer su poder sobre una mesera. Una mujer tiene un alien en su interior, pero pronto descubre que no es otro que un viejo amante tóxico que ha regresado para colonizarla. El progreso, la democracia, el amor. Tres ideas políticas que suelen ser vistas como positivas son cuestionadas en la llamada Trilogía de la indignación, del catalán Esteve Soler, que acaba de montar en Uruguay la Comedia Nacional junto con tres elencos independientes.

“Me considero un indignado”, solía decir el Eduardo Galeano de los últimos años cuando le pedían una definición ideológica. El término lo había resignificado el movimiento de los jóvenes antisistema que en 2011 tomaron la madrileña Plaza del Sol, y que algo después dieron origen al partido político Podemos, actual ala izquierda del ejecutivo español. De ese espíritu de época es hermana la trilogía de Soler.

Superada la postración catatónica de los noventa, América Latina empezó los 2000 sacudida por las crisis sociales derivadas de la economía, y así pudo hacer su andadura progresista. Fue una respuesta desde el sistema, por lo que muchas de las costuras no podían ser sometidas a la prueba de fuerza del cuestionamiento. Había que diferir algunas batallas. La indignación europea, que ya había tenido su propio matrimonio por conveniencia en la euroizquierda (desde la suavidad aterciopelada del socialismo español hasta los dientes de polyfom del eurocomunismo), pudo emerger en el nuevo siglo bastante más desmelenada. Desde, digamos, las marchas contra la cumbre del G8 de junio de 2001, que reunió en Génova a las naciones más industrializadas, hasta el mayo de Plaza del Sol una década después, la rebeldía juvenil abrazó la idea más difusa de la indignación en vez del postergado ariete revolucionario.

Si el capitalismo es un gas, como decía Christian Ferrer sobre el poder, los indignados antiglobalización eran la máscara más que el antídoto. Pero esa supuesta inocuidad dejó un cambio profundo en las sensibilidades que fue permeando el presente hasta volverse una contestación potente e integral. Entonces el progreso, la democracia y el amor pudieron volver a ser cuestionados de frente. Era, a su modo, un regreso al 68, pero también a las luchas de comienzos del siglo XX por la dignidad de un bigote, e incluso el retorno a algunos párrafos del Friedrich Engels de El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado. Si no había hilo conductor, había al menos arqueología.

Pero ¿qué de todo esto tiene algo para decirle a los 14 millones de brasileños que han sido lanzados al abismo del hambre en los últimos dos años, o a los argentinos que están aprendiendo que tener trabajo, aun en el ónfalo peronista, no implica de forma automática no ser pobre? Si se está entre esos 14 millones, ¿es seguro que se podrá evitar confundirse cuando el actual presidente de Brasil promete aumentar el bono de ayuda para los más pobres, bono que él mismo vilipendió siempre y amenazó con quitar un día sí y otro también? Si se pone la mirada en esos números (¿cuatro veces la población de Uruguay pasando hambre?) suena menos impuro aceptar las alianzas poco recomendables de Lula para que octubre traiga algo de oxígeno en forma de pan. Quizá, por culpa de la pobreza y gracias a las alternativas reales de cambios electorales, la indignación latinoamericana necesita colocar menos gramos de nihilismo maximalista en el caldero de la pócima de Asterix. Algo como el Frente Amplio sería una envidia para cualquier izquierda europea, dijo en su conferencia en el teatro El Galpón el podemita Pablo Iglesias el 16 de junio. “Y la central obrera única”, le gritó una voz anónima desde la platea, en una pedagogía express para resolver el falso dilema del huevo o la gallina en términos de unidad de las fuerzas del cambio.

Tal vez por eso, siguiendo esa línea de razonamiento, las puestas de la Comedia Nacional y sus tres elencos independientes asociados tuvieron tanta potencia. Pensemos, por ejemplo, en Contra el progreso. En los papeles, el formato de siete capítulos de diez minutos de la obra catalana original parecía una oda epocal a la fragmentación. Sin embargo, en el teatro Stella de Montevideo ocurrió otra cosa. Los actores aparecieron en escena en ropa deportiva y comenzaron una sesión de entrenamiento como si estuvieran en un gimnasio. Luego de un par de minutos se detenían y comenzaban un fragmento de obra que luego se diluía para que volvieran a ese loop de entrenamiento en el que un par de minutos más tarde paraban de nuevo para otro episodio, y así sucesivamente. Quién sabe cómo será en Barcelona o en Plaza del Sol, pero aquí, en esta esquina de Mercedes y Tristán Narvaja, la indignación es una continuidad sobre un sustrato que acumula fuerzas para el round que viene después, parecía decir la puesta. En una mesa de diálogo al término de la función del viernes 22 de julio, una de las panelistas puso varios dardos en el centro de la diana al cuestionar el conjunto de mandatos sociales que, como eslabones de una cadena, el progreso impone sobre las personas. Su contertulia respondió, de modo inesperado, que le costaba estar completamente contra el progreso “siendo progresista”.

¿Es el progresismo el límite para la indignación? Ahora que la ofuscación es el combustible de las redes sociales, y que cierta forma estéril de la rebeldía está siendo reivindicada por la derecha, todos los términos parecen estar en vías de perderse en el laberinto. Ni el progreso es el camino para salvar el planeta, ni la democracia lo es para emancipar al proletariado, podría decirse si se mira a través de determinado cristal. El amor, tan político como los anteriores, puede ser cuestionado de un modo parecido. Es probable, entonces, que una parte del problema sea un asunto de punto de vista. Si se mira esta tríada desde el lugar de una voluntad transformadora, el progresismo sería un camino viable, empedrado de desvíos y dilaciones sí, pero un camino. Si se la observa con el cínico ojo de vidrio del poder establecido podría ser, en cambio, el tapón de Lampedusa para que todo siga como está. En la oscuridad del presente muchos gatos son pardos.

Así como la acumulación de fuerzas necesita una chispa (¿eso nos recuerda el “arde” que crepita en el neón de una de las alas del Teatro Solís en esta temporada de la Comedia Nacional?) para desembocar en algún octubre (“hoy no, mañana tampoco, pero pasado mañana... seguro que sí”, recitaba Giorgio Gaber), no alcanza con zambullirse en el burbujeante baño de sales del cabreo si se quiere nadar más allá de la bañera.

Es posible, entonces, que la trilogía de Soler necesite un cuarto punto de apoyo para mover hasta el final los dientes del engranaje. Una cuarta obra que venga después de Contra el progreso, Contra la democracia y Contra el amor. Podría llamarse “Contra la indignación”. Porque cuestionar cada uno de esos cuatro términos (¿mandatos?) es el único modo de salvarlos.

Roberto López Belloso, director de Le Monde diplomatique Uruguay.