“Fue, como todos nosotros, un soñador”. No es el testimonio de ninguno de sus compañeros del komsomol (la juventud comunista soviética) a la que ingresó con quince años en 1946, cuando todavía estaban humeantes los escombros de la Segunda Guerra Mundial, esa que en la escuela le habían enseñado a nombrar como Gran Guerra Patria. Tampoco de sus compañeros de Facultad de Derecho en la Universidad de Moscú, ni de ninguno de los que compartieron su camino en un largo rosario de pequeños y medianos puestos políticos hasta que llegó al Comité Central del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS) en 1971. Era el año en que su país había puesto en órbita la primera estación espacial y, sin embargo, casi nadie miraba a las estrellas: todos comentaban entre dientes las conversaciones del secretario general, el gris Leonid Brézhnev, con el levantisco Josip Broz, Tito, un yugoslavo dueño de diversas herejías y de una estupenda colección de corbatas. Todo eso lo estaba formando. Una década y media transitó por pasillos cada vez mejor alfombrados de los edificios del Kremlin hasta que lo eligieron secretario general del PCUS, el hombre con más poder en una de las dos superpotencias atómicas de los tiempos bipolares de la Guerra Fría. Pero ninguno de los otros habitantes de las altas esferas es el dueño de la frase del comienzo. Quien calificó a Mijaíl Gorbachov como un soñador fue Margarita Pogrebítskaia, una médica que tenía 57 años al momento de decirlo.
Que una ciudadana “de a pie” le haya endilgado esa cualidad, con el complemento de “como todos nosotros”, no es necesariamente un elogio. Los otros testimonios sobre Mijail Gorbachov recogidos por la Premio Nobel Svetlana Alexiévich en su libro El fin del “Homo sovieticus” (Acantilado, 2015) son el réquiem de una época más que de un dirigente. La amarga comprobación de la imposibilidad proteica de crear un nuevo humano que se calzara los zapatos de esa utopía. Ahora que el último líder soviético ha muerto (el 30 de agosto, con 91 años), esas voces dejan el territorio del reproche —ese era el tono de las palabras completas de Margarita Pogrebítskaia, no hacia Gorbachov, sino hacia el sujeto colectivo del “todos nosotros”— y afinan en tono de balance.
Puesto a la cabeza de un mecanismo donde la donde la fatiga de los materiales era la norma, intentó una reparación a fondo. Así fue que el mundo aprendió dos palabras en ruso: glasnot (transparencia) y perestroika (construcción). La historia contrafáctica podrá regodearse en hipótesis sobre qué hubiera ocurrido si hubiese tenido éxito. Si las reformas de ese abogado que también se formó como agrónomo por correspondencia, cándido según quienes estuvieron dispuestos a juzgarlo con bondad, hubieran reformado de verdad la enorme maquinaria para ponerla en condiciones de responder a la tercera palabra de su proyecto, la olvidada uskoréniye (aceleración).
El viejo viudo de Raísa Maksímovna —aquella beldad siberiana de sus años de estudiante—, que amaba leer cuentos para niños, meloso cantante de baladas, con fama de ingenuo en la mesa de negociaciones, que no tuvo la venalidad de Boris Yeltsin ni la mano dura de Vladímir Putin, eligió para morirse un año en que regresa el temor de la guerra global. Los obituarios recorren el mundo. Se intercalan palabras como estadista, demócrata, traidor. Ninguna de las tres resulta del todo verdadera, aunque tuvo algo de cada una de ellas. Fue el hombre más poderoso en el Estado por antonomasia y ahí, desde esa cúspide, decidió no flotar como sus predecesores sobre las aguas de un mar que entendía muerto (aunque equivocó, eso sí, el andarivel y la brazada). Buscó democratizar sin tener las herramientas, por formación y por contexto, para creer del todo en los procesos democráticos (y así disolvió la Unión Soviética en la Navidad de 1991 después de que los soviéticos hubieran votado ese mismo año, en referéndum, por mantenerla). En cuanto a traidor, ¿cómo podría haberlo sido y cómo puede, a la vez, no serlo? Quizá, entonces, la única manera de definirlo en una frase sea usar la que dijo Margarita Pogrebítskaia, médica de a pie, que contaba con 57 años al momento de decirla.