Este es un libro viejo y a la vez nuevísimo, siempre vigente. Es un reportaje que se lee como una novela, tan realista que parece pura ficción. Es un texto de apariencia plana pero sembrado de abismos. Es un libro breve que tardó cuarenta años en completarse. Es un documento sobre la guerra en el que no se dispara un solo tiro. Es un alegato sobre la paz que desborda angustia. Es una obra original, aunque su autor haya sido un plagiario pertinaz y desprejuiciado.

El espanto de la bomba atómica, que ahora vuelve a pasearse por el mundo, fue condensado en apenas cien páginas por el estadounidense John Hersey (1914-1993), escritor y corresponsal de guerra que logró viajar a Hiroshima pocos meses después de que su país lanzara sobre esa ciudad el primer ataque nuclear de la historia: ciento cincuenta mil muertos, la mayoría civiles, muchos de ellos evaporados.

Hersey, que estaba de corresponsal en Shanghái, convenció a un editor del New Yorker de preparar un reportaje sobre las verdaderas consecuencias del bombardeo atómico. En mayo de 1946 se fue tres semanas a Hiroshima y entrevistó a seis sobrevivientes (seis hibakusha, literalmente “personas bombardeadas”), con quienes conversó muchas horas acerca de sus vidas y, en especial, de lo ocurrido en la mañana del 6 de agosto de 1945. Luego, hizo las valijas y retornó a Shanghái, tras eludir la estricta censura de prensa establecida por el general Douglas MacArthur en todo Japón.

Esa censura tenía un objetivo central: ocultar la verdad sobre las consecuencias de la radiactividad. Se hablaba de “un golpe demoledor”, de la “inconmensurable fuerza” de la explosión, pero casi no se hacía referencia a las víctimas. Cuando se mencionaban las calamidades provocadas por la radiación, las autoridades y los grandes medios de prensa las desacreditaban. The New York Times aseguró, en la portada de su edición del 12 de setiembre de 1945, que los isótopos de uranio-235 no provocaban ningún tipo de daño y que esos rumores eran “cuentos de Tokio”.

El reportaje (enteramente original y salido de la pluma de Hersey) estuvo listo en julio de 1946 y fue publicado en una edición monográfica del New Yorker el 31 de agosto de ese año. Fue otra bomba, esta vez hecha de palabras. La opinión pública de Estados Unidos accedió entonces a una perspectiva nueva del arma recién estrenada. El sacudón se hizo global. Pocos meses después se publicó como libro y, desde entonces, no ha dejado de reimprimirse, en inglés y en muchos otros idiomas.

Cuarenta años después, John Hersey se empeñó en regresar a Japón para contar qué había pasado con aquellos seis hibakusha y actualizar el tema. Es una especie de epílogo sobrecogedor, escrito con la misma sencillez demoledora que el resto del libro. El New Yorker publicó ese nuevo reportaje, y de inmediato se lo incorporó al cuerpo del libro. La tarea quedaba cumplida.

Respecto del espíritu copión de Hersey, muchos lo exculpan señalando que el plagio es una antigua costumbre: Virgilio no necesitaba plagiar a Ennio, dicen, ni Shakespeare a Plutarco, ni Milton a Masenius, ni Sterne a Burton, ni Poe a Morrell. Nota: este párrafo es un plagio, un juego que me permito para homenajear a Hersey. Descubra el lector de dónde proviene.

Hiroshima nos obliga a entender. Creemos saber, pero no sabemos casi nada. Pese al tiempo transcurrido, conocer lo que pasó con las personas que vivían en aquella ciudad arrasada contribuirá a establecer con firmeza ciertos límites que, a pesar de nuestra condición de humanos, nunca deberíamos traspasar.

Hiroshima. John Hersey. Traducción y prólogo de Juan Gabriel Vásquez. Debate, 2015, 192 páginas, 750 pesos.