Jorge Fierro. Estuario; Montevideo, 2023. 261 páginas, 690 pesos.

Estas “reflexiones sobre la cuestión animal” dan forma a un libro que parece destinado a sortear las aguas embravecidas del concepto de “novedades” y permanecer mucho tiempo en el campo de interés de esa entelequia llamada “lector”. Porque toca un tema necesario, que cada vez adquiere más actualidad, y porque, además, se lee con esa mezcla de disfrute e incomodidad que provocan las obras bien escritas sobre asuntos espinosos.

No elude la complejidad. De hecho, la coloca ya desde el comienzo. La primera parte, “Teorías”, acomete la conceptualización misma de lo animal, que define como “un concepto violento”, quizá violentado, y el “estatuto moral de los animales” en un ejercicio de zoopolítica. Los neófitos del tema nos enteramos, en ese primer centenar de páginas, que René Descartes fue un posible villano, aunque se le permiten claroscuros, y que Jacques Derrida también deconstruyó en ese campo.

Lo más interesante está en la segunda sección, pero no es recomendable saltearse la primera. Se llama “Intersecciones” y el título está bien elegido. Se cruza con la política contestataria más tradicional (“El hombre es el lobo del lobo”), y también con el feminismo (“La política sexual de la carne”) y con otros cuestionamientos de la “normalidad binaria” (“En los bordes del humanismo. Locura, discapacidad y animalidad”).

Antes de entrar en los dos “epílogos militantes”, a cargo de Fran Berón y Rita Rodríguez, Jorge Fierro reproduce una historia que proviene de los prisioneros de un campo de exterminio nazi. Cuenta Emmanuel Levinas, filósofo judío, que mientras malvivían eran obligados a cotidianos trabajos forzados, ellos, restos moribundos de una raza inferior, o de una ideología enemiga, o de una moral degenerada, según cuál fuera el “motivo” por el que cada uno estuviera ahí, en ese inframundo de “subhumanidad” donde los había hundido el fascismo. En determinado momento se les anexó un perro vagabundo. “El animal sobrevivía en algún rincón salvaje, en los alrededores del campo. Pero nosotros lo llamábamos con un nombre exótico, Bobby, como conviene hacerlo con un perro querido. Aparecía en los reagrupamientos matinales y nos esperaba al regreso, brincando y ladrando con alegría. Para él –era indiscutible– fuimos hombres”.