“El Reino recuerda que no ha dejado de advertir sobre los peligros de una explosión de la situación relacionada con la ocupación prolongada, la privación al pueblo palestino de sus derechos legítimos y las provocaciones sistemáticas contra sus valores sagrados.” Mientras apela al “cese inmediato de la escalada entre las dos partes”, el comunicado del Ministerio de Relaciones Exteriores de Arabia Saudita, publicado pocas horas después del asalto de los hombres armados de Hamas a Israel el 7 de octubre, ofrece un apoyo inequívoco a los palestinos. Es cierto que las palabras elegidas por Riad son menos categóricas que las de Qatar, sostén financiero de larga data del movimiento islámico en el poder en la Franja de Gaza. Doha se apresuró a considerar a “Israel como el único responsable de la escalada en curso por sus constantes violaciones de los derechos de los palestinos”. Pero la reacción saudita contrasta con la de Emiratos Árabes Unidos (EAU), que denunció “los ataques contra las ciudades y pueblos israelíes cercanos a la Franja de Gaza” perpetrados por Hamas, a la vez que se declaró “consternado por el secuestro de civiles”.

El calibre de lo inoportuno

La entrada en guerra de Israel con Hamas impacta de lleno en la supuesta ambición de Arabia Saudita y Estados Unidos de abrir un capítulo más apaciguado de la historia de Medio Oriente. Luego de unas relaciones conflictivas durante los primeros meses de gobierno de Joe Biden, y después de un período de enfriamiento tras la decisión del reino de reducir su producción de petróleo pese a la suba de los precios de la energía, Riad y Washington estaban en plena efervescencia diplomática desde abril. Un despliegue de energía similar ocupaba a Estados Unidos e Israel. ¿La clave de esta multiplicación de los contactos? La “normalización” de las relaciones entre Riad y Tel Aviv. Según las partes involucradas en la negociación, el levantamiento de este tabú debía inaugurar una era de cooperación en la región que le evitara volver a caer en las convulsiones que la sacuden desde 1948.

Algunos analistas se apresuraron en ver en el ataque de Hamas un intento de torpedear este acercamiento, una conjetura demasiado simplista para convencer de forma plena. Sin embargo, lo cierto es que el conflicto pone en riesgo los pasos tripartitos dados en los últimos meses. El gobierno estadounidense, que se involucró por completo para acelerar las discusiones a lo largo del verano boreal, afirmó con rapidez su deseo de verlas proseguir. Pero mientras Gaza está bajo el fuego de las represalias israelíes y las manifestaciones de apoyo a los palestinos se expanden por el mundo árabe y más allá, sería insostenible para los sauditas amagar con proseguir las tratativas. El sábado 14 de octubre, dos fuentes sauditas declararon a la agencia de prensa Reuters que éstas habían quedado en suspenso, aunque la monarquía no lo confirmó por canales oficiales. Ese mismo fin de semana, el canciller estadounidense, Antony Blinken, hizo escala dos veces en Riad en el marco de su gira exprés por Medio Oriente para garantizarse la moderación de los Estados de esa región amenazada de deflagración.

Como la mayoría de los países del mundo árabe-musulmán, con la excepción de Egipto (1979), Jordania (1994), Mauritania (entre 1999 y 2010) y luego Bahrein, EAU, Marruecos y Sudán en el marco de los Acuerdos de Abraham (2020)1, el reino wahabita nunca reconoció la existencia de Israel. Ahora bien, la reciente intensificación de los diálogos diplomáticos, al igual que los comentarios destilados por sus protagonistas, dejan suponer que un avance histórico estaba al alcance de la mano, si es que no era inminente. “Cada día nos acercamos un poco más” a un acuerdo que sería “el más importante desde el final de la Guerra Fría”, declaró Mohammed Ben Salman (MBS), el primer ministro saudita, el 20 de setiembre, en su primera entrevista en inglés a la cadena estadounidense Fox News desde su designación como príncipe heredero (2017).

Dos días después, ante la Asamblea General de las Naciones Unidas en Nueva York, el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, afirmaba a su vez que su país y el reino estaban “en los albores de un avance espectacular”. “La paz entre Israel y Arabia Saudita permitirá crear un nuevo Medio Oriente”, proseguía, profetizando la transformación de “territorios afectados por los conflictos y el caos en campos de prosperidad y paz”. Las partes habían esbozado una “estructura de base”, confirmaba a los periodistas el 29 de setiembre John Kirby, portavoz del Consejo de Seguridad Nacional de Estados Unidos.

Marco para un lienzo

La prensa estadounidense se hizo eco de los contornos que debía revestir este entendimiento, en particular de las condiciones que Riad imponía a Washington para instaurar lazos con Israel. Porque si bien las tres partes tienen algo para ganar con el acuerdo, Estados Unidos se muestra interesado de modo particular. La administración Biden está ávida por anotarse una victoria diplomática nodal de su política exterior en vistas a la campaña presidencial de 2024. Aunque no está dicho que Arabia Saudita vaya a arrastrar al conjunto del mundo musulmán hacia la normalización, desde el punto de vista de Washington, el reconocimiento de Israel por parte de Riad sería un punto de inflexión mucho más decisivo en Medio Oriente que los Acuerdos de Abraham firmados bajo el mandato de Donald Trump2. Semejante padrinazgo permitiría, además, que Estados Unidos reafirme su influencia sobre la región, cada vez más cortejada por China, mediadora ella misma de una espectacular reconciliación entre Irán y Arabia Saudita en marzo de 20233.

La impaciencia estadounidense y la presión ejercida por sus emisarios para sellar un acercamiento antes de las próximas elecciones rehabilitaron de facto al problemático MBS como interlocutor clave y alentaron a Riad a elevar el umbral de sus exigencias en un nivel muy alto. Después de –según parece– haber aprendido las lecciones de sus errores en la escena internacional (guerra en Yemen, asesinato del periodista Jamal Khashoggi), el príncipe heredero reemplazó sus consejeros más impetuosos con viejos lobos de la política saudita, como Musaid Al Aiban, consejero de Seguridad Nacional, pieza clave en el restablecimiento de las relaciones con Irán. El futuro rey está haciendo todo lo posible para propulsar a su país hacia las filas de los Estados influyentes a escala mundial, tanto en el plano político como económico. Además del acercamiento con Teherán, esta recalibración se juega, en particular, en la búsqueda de una salida a la crisis en Yemen, en la tentativa de mediación en la guerra civil de Sudán y en el uso, en todos los niveles, tanto en Arabia Saudita como a escala internacional, de la fuerza financiera del fondo soberano saudí (Public Investment Fund, PIF) de 700.000 millones de dólares.

Como a MBS no le gustan los roles secundarios, nunca se planteó subirse al tren de los Acuerdos de Abraham. Para considerar la normalización de las relaciones con Tel Aviv, necesitaba un pacto a la medida de sus ambiciones. Antes de que estallara la guerra entre Israel y Hamas, Riad había puesto sobre la mesa cuatro categorías de condiciones, algunas de las cuales eran difíciles de digerir para el Congreso estadounidense. La primera consistía en obtener el apoyo de Washington para el desarrollo de un programa nuclear civil basado en el enriquecimiento de sus propios recursos de uranio, que el segundo productor mundial de petróleo considera crucial para garantizar su transición energética. Arabia Saudita también quería cerrar con Estados Unidos un pacto de seguridad que ofreciera garantías equivalentes a las que confiere la pertenencia al Tratado del Atlántico Norte (OTAN). Pedía, por otra parte, un acceso acelerado y prácticamente ilimitado a los equipamientos militares más sofisticados que salen de las cadenas de producción estadounidenses, bajo presión por la guerra en Ucrania.

Faltaban las concesiones que había que obtener de Israel para “mejorar la vida de los palestinos”, como expresó MBS durante su entrevista en Fox News.

¿Un matiz en la perspectiva?

Al limitarse a estas pocas palabras, este defensor de la diplomacia transaccional parecía rebajar la causa palestina a un proyecto de rescate económico, que consistiría en regar Cisjordania con millones de petrodólares y obtener una flexibilización en las condiciones de circulación y en el otorgamiento de permisos de trabajo para sus habitantes. En cambio, no hizo alusión alguna a la Iniciativa Árabe de Paz presentada por el rey saudita Abdallah en la Cumbre de la Liga Árabe que tuvo lugar en Beirut en 2002, en plena Segunda Intifada. Bajo el lema “tierra por paz”, ésta brega por el establecimiento de “relaciones normales” con Israel a cambio de una retirada total de los territorios ocupados desde 1967 y la creación de un Estado palestino independiente4.

Sin embargo, el texto del difunto monarca sigue marcando la línea oficial del reino: el Ministerio de Relaciones Exteriores saudí hizo un llamamiento a “hacer avanzar la paz [...] en conformidad con la Iniciativa de Paz Árabe” en cuanto empezaron a sonar los tambores de guerra. Este conflicto también podría contribuir a reforzar un poco más la estatura internacional del príncipe heredero, cuyo poderoso ascenso ya no se ve obstaculizado por su terrorífico historial en materia de derechos humanos. Según Amnistía Internacional, Arabia Saudita ejecutó 196 presos en 2022, siete veces más que en 2020. Al menos un centenar fueron ejecutados entre enero y setiembre de 2023. Una realidad que ya no parece ahuyentar a los socios del reino. En pocos meses, MBS logró la hazaña de limar los diferendos de su país con Irán, transformarse en un socio mimado por Estados Unidos, que hasta hace poco lo consideraba todavía con desprecio, e iniciar relaciones de baja intensidad con su enemigo hereditario, Israel. En setiembre, dos ministros israelíes realizaron un viaje a Riad, un hecho sin precedentes.

Aunque todavía no está en el centro, con 38 años el futuro rey se alejó de modo irrevocable de la periferia de un juego cuyas complejidades domina cada día un poco mejor. En cuanto al megadeal que pretenden los estadounidenses, sólo el tiempo dirá si finalmente se cerrará. Pero “el tiempo juega a favor nuestro”, suelen decir los sauditas.

Hasni Abidi y Angélique Mounier-Kuhn, respectivamente, politólogo, director del Centro de Estudios e Investigación sobre el Mundo Árabe y Mediterráneo (CERMAN) en Ginebra y autor de Moyen-Orient. Le temps des incertitudes, Érick Bonnier, París, 2018; y periodista. Traducción: Merlina Massip.

Guterres, Lula, Erdogan

Mientras Estados Unidos bloqueaba en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas (ONU) un proyecto de resolución de Brasil para un alto el fuego humanitario en Gaza (18 de octubre) e Israel pedía la dimisión del secretario general de la ONU, el portugués António Guterres, por una medida declaración sobre el conflicto (24 de octubre), el mandatario turco, Recep Tayyip Erdogan, señaló que “Hamas no es una organización terrorista, es un grupo de luchadores por la liberación, que lucha por proteger su tierra y a sus ciudadanos” (25 de octubre). Sin ir tan lejos como su par turco, el presidente brasileño, Luiz Inácio Lula da Silva, dijo, el mismo día, que en Gaza no hay una guerra sino un genocidio.

Aunque en un primer momento Tel Aviv contó con el apoyo incondicional de Washington y Bruselas, el sostén monolítico de la Unión Europea parece haberse matizado. Incluso se produjeron cruces internos de las distintas autoridades de Europa sobre el alcance de sus funciones. Por un lado, el inmediato endoso sin fisuras que había mostrado la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen (13 de octubre), luego matizado por ella misma tras haber recibido una reprimenda en público del alto representante de la Unión Europea para Política Exterior, Josep Borrell, quien dijo que la política exterior de Europa “la fijan el Consejo Europeo y el Consejo de Ministros de Exteriores” (14 de octubre). Por otro lado, el propio Borrell recordó la importancia de la “solución de dos Estados” (26 de octubre) y respaldó una pausa humanitaria en los bombardeos (23 de octubre), dos semanas después de haber manifestado que “algunas de las acciones [israelíes], como cortar el agua, cortar la electricidad y cortar los alimentos a la población civil van en contra del derecho internacional” (10 de octubre).

Fue esto último lo que había dicho Guterres y que había llevado a una intempestiva reacción del canciller de Israel. El elemento que más irritó a Tel Aviv fue el señalamiento del jefe de la ONU de que los ataques de Hamas no habían “surgido de la nada”, sino de un largo sometimiento del pueblo palestino, aunque también había condenado, en la misma declaración, el asesinato de civiles israelíes.

Luego de que ese organismo internacional se mostrara incapaz de hacer ningún movimiento productivo con la invasión rusa a Ucrania de febrero de 2022, Guterres pareció revitalizarlo cuando llevó su estrado y las cámaras al paso fronterizo de Rafah, entre Gaza y Egipto, y pidió que se destrabara de inmediato la entrada de ayuda humanitaria. Lo logró, al menos de modo parcial, y después, al posicionarse con su equilibrada declaración, terminó de reposicionar a la ONU como una voz relevante.


  1. Véase Akram Belkaïd, “Idilio entre los países del Golfo e Israel”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, diciembre de 2020. 

  2. Ibid

  3. Leer Akram Belkaïd y Martine Bulard “Pekín se sitúa como pacificador del Golfo”, Le Monde diplomatique, edición Uruguay, abril de 2023. 

  4. Ibid