Hace exactos cinco años, Jair Bolsonaro se consagró presidente de la mayor potencia de América Latina con casi 58 millones de votos. Cuando el 1º de enero de 2019 se colgó la banda presidencial en la Plaza de los Tres Poderes, en el corazón de Brasilia, a muchos todavía les costaba unir esa imagen institucional con otra, no tan lejana: la del entonces diputado Bolsonaro votando a favor de la destitución de Dilma Rousseff mientras elogiaba de forma explícita al general que la había torturado salvajemente en los años de la dictadura militar.

Brasil abría la puerta a un fenómeno que tenía epicentro global en Estados Unidos y amenazaba con colonizar varios países de Europa. Con Bolsonaro, la ultraderecha hacía pie en el barrio latinoamericano. Y sin embargo esa experiencia, al igual que la de Donald Trump (2017-2021) en Estados Unidos, duró apenas cuatro años. En ambos casos queda por verse si tendrán revancha en el futuro inmediato o mediato, pero lo que es seguro es que no lograron estabilizar un nuevo orden. Su éxito fue caotizar el existente.

El cambio de agenda a posiciones de extrema derecha, la perforación de electorados masivos (y de extracción popular) y, al final de cuentas, la capacidad de concluir sus mandatos al frente de países poderosos y complejos, consolidó una idea que aún tiene que pasar la prueba del tiempo: las ultraderechas vinieron para quedarse. ¿Es así? Si por un lado muchos creen que sí, dados los resultados conviene no apresurarse. Si uno de los atributos de la ultraderecha es su “novedad”, habrá que esperar para otorgarle la condición de “permanente”.

Pero en todo caso, más allá de cuánto duren, la emergencia de fuerzas extremas en las dos principales potencias hemisféricas supuso un cambio radical en los sistemas políticos de la región. Aquí y allá comenzaron a surgir liderazgos de imitación, con una “normalización” mediática que pocos años atrás hubiera sido ciencia ficción.

Los años pandémicos dejaron sociedades atemorizadas, juventudes sin perspectivas claras de futuro, economías frágiles y todos viviendo adentro de las redes sociales. Así y todo, en dos casos recientes los experimentos radicales terminaron perdiendo. Entre noviembre y diciembre de 2021 tuvieron lugar las elecciones presidenciales en Chile. En un escenario de altísima fragmentación, con cinco candidatos que obtuvieron más de 10 por ciento, el pinochetista José Antonio Kast resultó el más votado, con casi 28 por ciento, mientras que Gabriel Boric rozó el 26. Un mes después, el balotaje invirtió los términos y consagró presidente al joven progresista. Otro caso de rápido ascenso ultra fue el de Rodolfo Hernández en las elecciones presidenciales colombianas, en mayo de 2022. En esta ocasión, Hernández, un personaje singular que ingresó a la política a los 70 años, terminó segundo, con 28 por ciento, a bastante distancia de la sólida candidatura del izquierdista Gustavo Petro, que superó los 40 puntos. La diferencia se achicó de manera notoria en la segunda vuelta, pero aun así no fue suficiente. En ambos países, las sociedades prefirieron evitar a la derecha radical.

Podríamos sumar la breve experiencia de la líder ultramontana y antiindígena Jeanine Áñez, que gobernó Bolivia durante 2019 y 2020, pero no estaríamos hablando ya de una derecha que conquista el voto popular sino de una mujer que fue mascarón de proa de un gobierno de facto.

Las alarmas volvieron a encenderse en Argentina, después de las elecciones primarias de este año en las que Javier Milei resultó primero. Todo parecía patas para arriba hasta la notable recuperación peronista del 22 de octubre, en la que Sergio Massa recuperó 3.200.000 votos. Aunque el futuro está abierto y cualquiera de los dos candidatos puede ganar el balotaje del 19 de noviembre, lo que ya ocurrió es la derrota y la implosión de Juntos por el Cambio, la coalición que había hegemonizado durante muchos años la oferta electoral de derecha en el país.

Un reemplazo después de un fracaso

¿Cuál es el hilo conductor de las emergencias de liderazgos ultra en la región? Una explicación central, no tan mencionada, es que surgen después del fracaso de las derechas clásicas. Bolsonaro llegó al poder tras la implosión del gobierno de Michel Temer (2016-2018) y la desaparición electoral del Partido de la Socialdemocracia Brasilera (PSDB), la fuerza de centroderecha que había gobernado con Fernando Henrique Cardoso (1995-2002) para convertirse luego en el gran rival del izquierdista Partido de los Trabajadores (PT). En Colombia, Hernández intentó reemplazar al uribismo como representación conservadora, en el marco de un final descolorido del gobierno de Iván Duque (2018-2022), quien dejó el poder con más del 60 por ciento de imagen negativa. En Chile, José Antonio Kast salió de la marginalidad política en la que vivió durante toda su carrera a partir del estallido que derrumbó el segundo gobierno de Sebastián Piñera (2018-2022).

Y Milei, tal vez el único verdaderamente outsider de este manojo de políticos extremistas, siempre se reconoció como un heredero de Mauricio Macri (2015-2019), al que sólo le criticó haberse rodeado de tibios que arruinaron su gestión. Este punto es fundamental: muchas veces los análisis quedan sobredeterminados por lo “disruptivo” de ciertos discursos y pasan por alto el vínculo de la derecha extrema con las experiencias de derecha tradicional. Esa continuidad no es necesariamente una filiación “por arriba” entre dirigentes, sino un reemplazo instrumental por parte de los electorados que, ante el fracaso de las fuerzas “clásicas”, buscan nuevas versiones identitarias que los contengan y representen.

En el caso de Milei se verifican las dos cosas: lo nuevo y lo viejo. Por un lado, sus votantes vieron en él alguien nuevo, diferente a los políticos que conocían, que hablaba otro lenguaje y al que no le interesaba mostrarse comprometido con ningún acuerdo social de convivencia. Pero Milei se ocupó de remarcar su filiación ideológica no sólo en excéntricos escritores libertarios de mitad del siglo XX, sino en la política argentina reciente. Carlos Menem (1989-1999) y Macri (que terminó apoyándolo a través de Patricia Bullrich) suelen aparecer en sus declaraciones como los únicos “salvados” de la hoguera anticasta. No son alusiones casuales, y refuerzan la idea de que la ultraderecha, más allá de sus plumajes nuevos, intenta ser una versión hardcore de anteriores experiencias neoliberales.

Los ultras ocupan el lugar de la derecha

En mayo, el Partido Republicano de Kast ganó los comicios para elegir a un nuevo órgano para intentar (una vez más) escribir una Constitución chilena. Obtuvo 35 puntos y pulverizó a los partidos de la derecha tradicional. Todos ellos juntos –la Unión Demócrata Independiente, Renovación Nacional y Evópoli– no reunieron más que 22 por ciento. De no mediar un cambio en la gestión de Boric que lo aleje de su sendero errático y de escaso apoyo social, Kast tiene todo a su favor para llegar al gobierno en 2025.

En el caso de Bolsonaro la situación es más compleja. Luiz Inácio Lula da Silva (PT) no sólo construyó un frente democrático amplísimo para ganarle las elecciones en 2022, sino que está logrando algo mucho más difícil: conservar intacta esa coalición y, algo todavía menos común en estos tiempos, lograr éxitos palpables de gestión, como la reducción de la inflación y el aumento de los ingresos de los sectores populares. En un caso atípico en el contexto latinoamericano, Lula consiguió que su popularidad se incremente desde el comienzo de su nuevo gobierno. A este panorama hay que sumar un Poder Judicial que complica la intención de Bolsonaro de volver a la competencia electoral, mientras investiga varias causas de corrupción y los hechos –entre golpistas y vandálicos– que protagonizaron sus seguidores el 8 de enero. Aun así –o justamente por eso, por funcionar como espejo–, la vitalidad del lulismo puede contribuir a la supervivencia de la identidad bolsonarista, que cuenta con símbolos, ideas y liderazgos reconocibles y muy potentes.

En el caso colombiano, la experiencia parece más débil. Hernández desapareció como referencia nacional después de perder con Petro. De muy avanzada edad, y aun teniendo garantizado un lugar en el Senado, Hernández decidió renunciar. Áñez, por su parte, fue condenada a diez años de prisión. ¿Podrá Milei consolidar una fuerza perdurable que reemplace al macrismo o al radicalismo conservador, identidades en crisis pero que han sabido atravesar duras tormentas en el pasado, o desaparecerá si resulta derrotado?

El proceso de reemplazo desde abajo

A la hora de entender por qué millones de votantes en distintos países se inclinaron por la extrema derecha resulta útil el artículo de Gonzalo Assusa, Gabriel Kessler y Gabriel Vommaro publicado en Le Monde diplomatique1. Aunque pone el foco en el caso argentino, es un mapa para mirar más allá. Los autores señalan que no existe un voto de rechazo íntegro a lo público o al Estado, ni un consenso privatista como en los años 1990, sino una crítica que se apoya en dos pilares: el cuestionamiento a “los planes” sociales y al “gasto político”. Partiendo de esta idea, cabe señalar un elemento central que permite unir el recorrido político-electoral de las ultraderechas latinoamericanas que desarrollamos más arriba con el estado de la opinión social que describen los autores. La pregunta obvia sería: ¿por qué las sociedades latinoamericanas giran (aún más) a la derecha?

La explicación es otro fracaso: el de las últimas experiencias progresistas. Revisemos: el ascenso de Bolsonaro, aunque posterior al hiato de Michel Temer, es inseparable de la crisis política que terminó con el segundo gobierno de Dilma Rousseff en 2016. Después de diez años de hegemonía política y conquistas sociales y económicas, los últimos dos años de gobierno del PT que llevó adelante Rousseff estuvieron marcados por políticas económicas recesivas que afectaron su base electoral y por una creciente movilización de sectores medios y altos.

En el caso de Chile, la situación es paradójica. Como salida a las protestas de 2019 y a un gobierno de Piñera tambaleante, se abrió la posibilidad de reformar la Constitución heredada de la dictadura. En un clima de entusiasmo histórico y después de una votación inédita, en la que la sociedad les dio carta blanca a distintos sectores de izquierda e independientes, la Convención no estuvo a la altura del desafío. En cuestión de meses, la aprobación social se derrumbó, en un proceso vertiginoso y dramático. Como cuenta el periodista Juan Elman2, el quiebre ocurrió “en setiembre de 2021, cuando Rodrigo Rojas Vade, más conocido como el ‘Pelao Vade’, un constituyente de la Lista del Pueblo que integraba la mesa directiva de la Convención, admitió haber fingido un cáncer por el que se hizo conocido en tiempos del estallido. El episodio marcó un punto de inflexión que inició la disolución del conglomerado progresista y multiplicó la atención negativa de la prensa, que comenzó a retratar al órgano como un circo dominado por la izquierda, que gastaba el dinero de contribuyentes para imponer pequeñas causas antes que trabajar en un nuevo pacto social”.

En el caso de Milei, su primer golpe de efecto electoral, el 17 por ciento de los votos obtenido como candidato porteño en las elecciones de 2021, se produjo en el marco de un gobierno peronista-progresista consumido por sus propias internas, un desplome de la valoración social de Alberto Fernández y una inflación que desde la salida de la pandemia comenzó a espiralizarse en forma dramática. De hecho, el peronismo obtuvo en las últimas dos elecciones sus peores resultados electorales desde que Juan Domingo Perón saludó a los trabajadores en la Plaza de Mayo el 17 de octubre de 1945.

Una región fracturada

A pesar de los avances recientes, América Latina está lejos de haber quedado bajo control de la extrema derecha. En Brasil gobierna el líder histórico de la izquierda y en Argentina el huracán Milei parece más cerca de ser derrotado por una nueva versión del peronismo que de arrasar con todo. De cómo salgan estas experiencias (y de cómo continúen los gobiernos de Petro y Boric) dependerá el futuro de los líderes ultras, que ya lograron instalarse como opciones validadas por vastos electorados.

El caso argentino es paradigmático: de imponerse Massa, el peronismo tendrá una última chance de reconstruir el lazo de representación con la sociedad. ¿Qué camino recorrer? Volviendo a la nota de Assusa, Kessler y Vommaro, resulta evidente que, antes que una salida “moderada” o de pura “gestión”, la demanda social apunta a hacer real lo que los progresismos muchas veces proponen como mandamientos abstractos: el debate por “el rol del Estado”, por ejemplo, deberá ser replanteado en un sentido práctico para que efectivamente se convierta en un agente facilitador de la vida de las personas.

Los temas son muchos: un sistema de salud más robusto, con atención primaria desplegada en todo el territorio, y un salto significativo en materia de educación pública. Y, por último, el quiebre del mercado de trabajo entre asalariados formales e informales llegó a un punto crítico. Un gobierno peronista –o un gobierno progresista en otros países de América Latina– enfrenta el desafío de encontrar una nueva estructura laboral que vuelva a contener a los millones que quedaron a la intemperie y a merced de las empresas de aplicaciones. Se trata de un cambio necesariamente cualitativo, verdaderamente estructural, que en definitiva respondería la gran pregunta de los progresismos latinoamericanos: cómo volver a representar a una mayoría que parece seguir confiando en ellos antes que en los profetas del Apocalipsis.

Federico Vázquez, periodista.


  1. “La sociedad y el ‘plan motosierra’”, Le Monde diplomatique, edición Uruguay, octubre de 2023. 

  2. Nada será como antes, Ediciones Futurock, Buenos Aires, 2023.