Al caer el día, pequeños grupos de manifestantes convergen hacia la avenida Shahrah-e-Faisal, la arteria principal de Karachi, capital económica y financiera de Pakistán. Mientras algunos están equipados con cañas de bambú y parecen resueltos a enfrentarse con las fuerzas del orden, otros vinieron en familia y hay un número importante de mujeres entre la multitud. El ambiente está muy caldeado.
Algunas horas antes, en la mañana del 9 de mayo, el ex primer ministro Imran Khan había sido interrogado en Islamabad en el marco de una investigación por presuntos hechos de corrupción. Su arresto arrojó a sus partidarios a la calle y de inmediato estalló la violencia en las grandes ciudades del país. En Karachi los manifestantes con los que hablamos dicen estar indignados por el complot urdido en contra de su defensor, el único capaz, según ellos, de enderezar el país y librarlo de la corrupción. Entre dos ráfagas de gas lacrimógeno, los seguidores de su partido, Pakistan Tehrik-e-Insaf (Movimiento para la Justicia de Pakistán, PTI), entonan eslóganes antimilitaristas que no dejan duda acerca de su lectura de los acontecimientos: “¡Detrás de los uniformes se esconden los verdaderos terroristas!”. De hecho, los más determinados apuntan a la residencia del comandante del cuerpo del Ejército, símbolo del poder militar en la ciudad.
Si bien en Karachi las fuerzas policiales hacen fracasar este proyecto, no ocurre lo mismo en Punyab, que además de ser la provincia más poblada y la más próspera del país, es el principal semillero de reclutamiento del Ejército. En Rawalpindi, tercera ciudad mayor del país, partidarios del PTI atacan el cuartel general del Ejército (General Headquarters), mientras en Lahore invaden la residencia del Corps Commander, que vandalizan antes de incendiar. La censura prohíbe que los canales de televisión difundan imágenes de los disturbios, pero estas circulan con profusión en las redes sociales antes de que su acceso sea bloqueado.
Jamás en la agitada historia del país el Ejército había sido apuntado de manera tan directa y, durante los días siguientes, el temor a que la situación se desmadre invade a todo el mundo. Se cree que Imran Khan conserva apoyos en el seno de las fuerzas armadas y abundan los rumores de motín, alimentando escenarios de guerra civil. Quinto país más poblado del mundo y única potencia nuclear del mundo musulmán, Pakistán parecía estar al borde del abismo.
Barajar de nuevo
La crisis de mayo, si bien hizo tambalear a la institución más poderosa del país, dio lugar a una restauración autoritaria de cariz militar. Durante los meses siguientes, la policía multiplicó las incursiones contra los dirigentes del PTI. Aquellas y aquellos que rechacen alejarse de Khan son encarcelados. Tras ser liberado bajo fianza, el excampeón de cricket convertido en político es encarcelado de nuevo el 5 de agosto y condenado a tres años de cárcel por haber revendido regalos oficiales con fines de enriquecimiento personal. Al prohibirle postularse a cualquier mandato electoral por cinco años, esta condena le impide al líder del PTI –que sigue siendo la personalidad política más popular del país– presentarse en las próximas elecciones.
En un comienzo previstas para noviembre, se pospusieron con fecha indeterminada. La Asamblea Nacional se disolvió en los plazos previstos y un gobierno de transición entró en funciones el 17 de agosto. Sin embargo, la Comisión Electoral entabló un proceso de “re-delimitación” de cientos de circunscripciones electorales, con el riesgo de retrasar el escrutinio por varios meses –tiempo para que el Ejército negocie una salida de la crisis con los adversarios del PTI, que probablemente excluirá al partido de Khan del poder en los años venideros–. Anunciado para el 21 de octubre, el regreso de Nawaz Sharif –hermano mayor del jefe de gobierno saliente, que durante mucho tiempo mantuvo una fría relación con el Ejército y está exiliado en Londres desde 2019– podría significar un paso importante en las negociaciones.
Esta recomposición de la escena política paquistaní tiene un aire de déjà vu. Desde el derrocamiento de Zulfikar Ali Bhutto por el general Muhammad Zia-ul-Haq en 1977, varios líderes políticos con fuertes personalidades –Benzair Bhutto (1988-1990, 1993-1996), Nawaz Sharif (1990-1993, 1997-1999, 2013-2017) y, a su vez, Khan (2018-2022)– intentaron imponerse frente al Ejército. Convencidos de contar con el apoyo de la población, se enfrentaron al aparato estatal –el Ejército y sus servicios de inteligencia–, pero también al Poder Judicial. De manera sistemática salieron perdedores de esta prueba de fuerza y terminaron tras las rejas o exiliados, con la prohibición de postularse a un cargo político. Cada vez el conflicto se cristaliza en torno a la elección del jefe del Ejército y del director de inteligencia Inter-Servicios (Inter-Services Intelligence, ISI). Kahn no es la excepción a la regla: fueron sus repetidos intentos de imponer oficiales considerados cercanos a él a la cabeza del ISI y también del Ejército los que precipitaron su caída, oficializada por una moción de censura votada en abril de 2022 por la Asamblea Nacional.
Los viejos naipes
Como de costumbre, esta caída abrió el camino a nuevas negociaciones, orquestadas por lo que en Pakistán se llama “el Estado profundo” (el Ejército y sus poderosos servicios de inteligencia) para formar una nueva coalición de partidarios. Desde su fundación bajo el régimen del general Zia, la Liga Musulmana de Pakistán (Nawaz) (PML [N]), vinculada al clan Sharif, acostumbra a tener esta clase de arreglos con el poder militar –a pesar de que sus dirigentes no escaparon a la vindicta de los generales cuando intentaron actuar solos–.
El oportunismo de los partidos dominantes, que le hacen el juego al poder militar, se vio confirmado por la reciente crisis. El Ejército resultó seriamente golpeado por las violentas manifestaciones que siguieron al arresto de Khan en mayo, así que la coalición en el poder, liderada por la PML (N), podría haber aprovechado esta ventaja. No fue el caso. Al contrario, el gobierno enseguida brindó pleno apoyo al Ejército, dejándole las manos libres para lavar la afrenta que se le había hecho. Así, el primer ministro Shehbaz Sharif dio su aval para llevar ante tribunales militares a un centenar de civiles acusados de estar implicados en los motines. Los últimos días de su gobierno también estuvieron marcados por la adopción de una serie de textos legislativos que refuerzan el poder de los servicios de inteligencia, a la vez que criminalizan cualquier vulneración a la infraestructura, a los intereses e incluso a la imagen del Ejército. Así, las enmiendas realizadas al Pakistan Army Act de 1952, aprobadas por el Senado el 27 de julio, prevén una pena de cárcel de cinco años para toda persona que haya divulgado informaciones que perjudiquen los intereses de Pakistán o de sus Fuerzas Armadas –una medida destinada a intimidar a los potenciales denunciantes de asuntos de corrupción–. También se prevén penas pudiendo llegar hasta los dos años de cárcel para toda persona que difame a las Fuerzas Armadas o incite al odio contra ellas.
Reglas remasterizadas
El “régimen híbrido” de los años recientes, en los que el Ejército se contentaba con arbitrar tras bastidores, es cosa del pasado. Asim Munir, el actual jefe del Ejército, ya no duda en exhibirse como el único jefe al mando, tanto en cuestiones políticas como en el área económica. Interviene de manera directa en la política monetaria, lidera la lucha contra la especulación, el contrabando y el desvío del suministro eléctrico, halaga a los industriales y promete atraer 100.000 millones de dólares en inversiones extranjeras, principalmente desde los países del Golfo.
La tutela sobre la política económica y financiera del país ya es total: todas las decisiones importantes en esta área deben ser validadas por una instancia, el Special Investment Facilitation Council, bajo control de los militares. Este comité de control suplanta a los ministerios federales y a las autoridades provinciales, poniendo así en tela de juicio el proceso de regionalización iniciado tras la adopción de la 18ª enmienda, en 2010. Esta institucionalización del rol del Ejército en la elaboración de las políticas económicas conlleva, además, el riesgo de alimentar sus prácticas predatorias, mediante la captura de tierras agrícolas y del mercado inmobiliario en áreas urbanas, del agua y de los recursos minerales, o incluso del sector de la energía y de la inteligencia artificial.
Al sumar el control de la política económica a su esfera –que desde 1980 permanecía centrada en los asuntos diplomáticos y estratégicos– el Ejército defiende sus propios intereses. Hoy está a la cabeza de un vasto imperio financiero que no cesa de crecer1. Con la excusa de recompensar a oficiales meritorios se apoderó de tierras agrícolas y terrenos urbanos, de los que obtiene considerables ingresos a través de la explotación agraria o la gestión de proyectos inmobiliarios de alta gama. De forma oficial dedicadas a actividades de asistencia social a militares jubilados y sus familias, las fundaciones, en particular la Fauji Foundation y el Army Welfare Trust, gestionadas por el Ejército, dieron lugar, por su parte, a la formación de los mayores conglomerados industriales del país, cada uno de los cuales controla activos valuados en varios miles de millones de dólares2.
La lógica del trasfondo
Más allá de garantizar sus propios intereses, las decisiones del Ejército apuntan a proteger a los sectores industriales estratégicos (comenzando por el sector textil, que genera más del 60 por ciento de las divisas)3 a lidiar con la dependencia financiera respecto de los prestamistas extranjeros y a hacer cumplir sus exigencias, cueste lo que cueste. Desde fines de 1950, los militares se convirtieron en expertos en la negociación de esta dependencia financiera para compensar la fragilidad de los recursos fiscales del país. Este arte de la extraversión sigue vigente y tiene importantes repercusiones internas. Basándose en fuentes paquistaníes y estadounidenses, el sitio de información en línea The Intercept reveló recientemente que Estados Unidos habría ayudado a Pakistán a obtener un nuevo préstamo del Fondo Monetario Internacional (FMI), en junio, a cambio de la venta de equipamiento militar destinado a Ucrania. Esta cooperación militar también lo habría ayudado a reprimir al PTI con total tranquilidad, en una demostración más de su capacidad de instrumentalizar los conflictos externos para consolidar su dominio interno (como con Afganistán, desde 1970)4.
Desmentidas de modo categórico por Islamabad, que en términos oficiales mantiene una posición de neutralidad en el conflicto entre Ucrania y Rusia, estas informaciones aún deben ser confirmadas. No es menos cierto que el desbloqueo de esta ayuda financiera, que asciende a 3.000 millones de dólares, brindó un respiro a los militares; respiro que fue aprovechado para retomar con brutalidad las riendas de los asuntos del país, con un silencio atronador por parte de Estados Unidos y los países europeos.
Si bien este nuevo plan de rescate financiero permitió reflotar las arcas del Estado, amenaza con avivar los conflictos sociales, en un país duramente castigado por la inflación (su tasa anual se acercó al 30 por ciento en agosto de 2023) y la desaceleración general de la economía. En un año el crecimiento del producto interno bruto (PIB) cayó del 6,1 al 0,3 por ciento. Al mismo tiempo, la rupia perdió el 30 por ciento de su valor, lo que contribuyó a aumentar el costo de las importaciones, en particular de petróleo. Tanto en la industria como en los servicios, las empresas realizan despidos masivos. Es particularmente el caso del sector textil en el que un enorme número de trabajadores fue despedido desde 2022, en la mayoría de los casos, sin ninguna compensación financiera.
En este contexto explosivo, la suba de las tarifas de gas y de electricidad amenaza con encender la mecha, provocando el enojo de los comerciantes y de los industriales tanto como de los simples usuarios. El incremento de los precios de la energía fue una de las condiciones negociadas con el FMI para desbloquear un nuevo préstamo: el gobierno de Shehbaz Sharif se comprometió entonces a aumentar la tarifa de gas en un 50 por ciento, mientras que la de la electricidad ya se había disparado un 76 por ciento en un año. El aumento de las facturas es tanto más insostenible para los simples usuarios como para los empresarios obligados a recurrir a generadores adicionales, cuanto que se le suman cortes prolongados, a veces incluso de 16 horas por día.
El enojo popular comenzó a manifestarse de forma pública desde los primeros días de setiembre. Un amplio movimiento de desobediencia civil que arrancó en el estado de Azad Kashmir, en el noreste del país, se extendió a los principales centros urbanos, llamando a los usuarios a no pagar sus facturas de electricidad. En Lahore, Rawalpindi, Karachi, Quetta o Peshawar, comerciantes, empresarios y particulares se juntaron para quemar sus facturas y bloquear las autopistas –manifestaciones de protesta que a veces se convirtieron en motines–.
Hoy la pérdida de confianza de muchos paquistaníes se expresa por el “exit”. La acumulación de crisis –política, económica, pero también medioambiental, en un país a la vanguardia del cambio climático– alimenta un verdadero éxodo. En el transcurso de los seis primeros meses del año, más de 800.000 candidatos al exilio dejaron su país, con la esperanza de una vida mejor. Para muchos de ellos, este sueño tendrá un desenlace trágico. Entre los cientos de víctimas del naufragio de un barco pesquero que transportaba migrantes, frente a Grecia, en junio, cerca de 300 eran de nacionalidad paquistaní.
Laurent Gayer, director de investigación en el Centro de Investigaciones Internacionales - Sciences Po. Autor de Le Capitalisme à main armée. Défendre l’ordre patronal dans un atelier du monde, CNRS Éditions, París, 2023. Traducción: Micaela Houston.
Actualización
Finalmente, el jueves 18 de octubre el Tribunal Superior de Islamabad facilitó que el ex primer ministro de Pakistán Nawaz Sharif regresara al país sin tener que ir a la cárcel. Previo pago de una fianza, Sharif volvió a la vida política el sábado 21 y lo hizo con un baño de multitudes. Ante miles de simpatizantes que lo vitoreaban al pie de la Torre de Pakistán, en Lahore, anunció que volvía sin ánimo de revancha.
Lo recibió una sociedad convulsionada. No sólo por la judicialización de la política, de la que han sido víctima tanto él como su rival Imran Khan, sino, sobre todo, por la inminente deportación de más de un millón y medio de inmigrantes sin papeles, en su mayoría afganos. La cifra da una idea de lo difícil de llevar adelante la medida y, a la vez, del impacto social que puede tener en el país vecino el ultimátum dado por Islamabad. El “motivo” que adujeron las autoridades el 3 de octubre, cuando anunciaron el plan, fue que 14 de los 24 atentados suicidas perpetrados este año habrían sido cometidos por afganos.
Esto ocurre en el contexto de un país que apenas ha comenzado a recuperarse de la crisis humanitaria de proporciones inéditas que afectó a más de 33 millones de paquistaníes a causa de las inundaciones del año pasado. En ese marco, suele ser redituable, para descomprimir la presión social, encontrar chivos expiatorios en masa.
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Ayesha Siddiqa, “Negocios militares en Pakistán”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, enero de 2008. ↩
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Ayesha Siddiqa, Military Inc. - Inside Pakistan’s Military Economy, Londres, Pluto Press, 2016 (2ª edición). ↩
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Laurent Gayer y Fawad Hasan, “Capitalismo a mano armada en Pakistán”, Le Monde diplomatique, edición Uruguay, diciembre de 2022. ↩
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Ryan Grim, Murtaza Hussain, “US helped Pakistan get IMF bailout with secret arms deal for Ukraine, leaked documents reveal”, The Intercept, 17-9-2023. ↩