Reflejar una guerra es narrar un crimen. Hacer una autopsia de la humanidad. Decir “aquí hay una explicación; allí, alevosía”. Medir cómo fue la última cena envenenada por el interés, que suele ser el alimento del odio.

En el caso de lo que está sucediendo en estos momentos en Gaza, la primera pregunta es si estamos frente a una guerra. Desde Brasil, Lula da Silva dijo que no. Que lo que ahí ocurre es un genocidio. Desde la Unión Europea, Josep Borrell fue más tímido, pero también advirtió: incluso en las guerras existen leyes a ser respetadas.

Lo que ocurre en Gaza, y lo que ocurrió el 7 de octubre en suelo israelí, y lo que viene ocurriendo desde la creación del Estado de Israel en 1948 o desde las guerras que buscaron impedirlo, ha impactado en las cancillerías y en las calles. En los comunicados oficiales medidos con el milímetro del cálculo político y en el mundo sin reglas de las redes sociales.

Así, el gre gre de los despachos y el estruendo de las bombas, sumado a las noticias (verdaderas, falsas, intermedias) impide, muchas veces, entender. Acercarse a entender siquiera. Querer entender, incluso.

Por eso es necesario leer Gaza. Suspender el horror en ese grito silencioso de Edvard Munch. “El increíble fenómeno de la inaudibilidad del grito indica que nos sumergimos, sin percibirlo, en la incomunicabilidad propia de toda atmósfera totalitaria, con su estado de sitio mediático, con su lengua eufemística, con el encapsulamiento de los sujetos”, escribió en 2009, en La Jornada de México, Rita Segato.

La agresión a Gaza de 2009 era, decía entonces Segato, una “lección de anomia imperial”. Es decir, “la emergencia de la capacidad bélica letal y genocida de un pueblo sobre otros como procedimiento único”. Se preguntaba cómo es posible que ocurra eso. Y se auxiliaba en Hannah Arendt, que a su vez se había auxiliado en David Rosset: ¿cómo puede ser que “todo es posible”? Y agregaba Segato: “¿Cómo representar ese ‘todo’ de las posibilidades, cómo comunicarlo y atajarlo? ¿Cómo encontrar la palabra eficiente cuando la sintaxis que organiza toda narrativa intenta capturar el monstruo a-gramatical, el mecanismo exclusivo de la fuerza bruta, y toca el substrato pétreo de lo pre-humano, de lo in-humano, de lo inenarrable e indescriptible?”.

Sin embargo, quizá lo humano sea lo que se está abatiendo sobre Gaza. Y si aceptamos que eso es lo humano, que el mil ojos por un ojo (y todos los dientes por un diente) no es un eco medieval sino la respuesta que estos tiempos siguen encontrando en el fondo de su esencia, ¿por qué sería menos humano lo otro, la acción criminal del terror que se abatió sobre Israel el 7 de octubre?

Si la civilización propia es la consagración de la ley del más poderoso, sin distinguir entre civiles y combatientes, o entre adultos y niños, eso cuestiona la exclusividad de la barbarie que se le asigna al horror cometido por el otro. Lo mismo ocurre con los mensajes binarios de luz/oscuridad a que es tan afecto el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, o con los impulsos equivalentes de los ideólogos de Hamas. Tan binarios y excluyentes ambos discursos que no existe la posibilidad dialéctica de obtener ninguna síntesis productiva, llámese plan de paz o mínimo futuro. Su única consecuencia posible es el exterminio (o la eternización de un estatus tan insoportable para el pueblo que lo padece que termina siendo, a la larga, su sinónimo).

Así, en esta civilización, que (no debe olvidarse) es la civilización del consumo, la de la negación de la otredad, la del soy en tanto tengo, los muertos de Gaza, como antes los muertos de los kibutz de Israel, como antes los anteriores muertos de Gaza y antes los muertos incluso anteriores, se irán consumiendo en el olvido. Aun para quienes leen Gaza, para quienes sienten que el grito de Munch se les anuda en el pecho con cada imagen que llega de Gaza, los muertos de Gaza van a extinguirse de forma inevitable (sólo para quienes queden en Gaza no se habrán extinguido; y en esa persistencia anida la “barbarie” que volverá a oponerse, de nuevo, otra vez, al poder civilizatorio de las bombas, así como la intifada de los cuchillos siguió a la intifada de las piedras, así como el Hamas islamista siguió al Fatah de la política).

Más allá de esa franja y de su área circundante han campeado los impactos. Patéticos, como la instrumentalización oportunista (desde los monumentos iluminados de Occidente hasta el postureo del régimen militar egipcio); esperables, como la reacción selectiva (las mismas voces alzadas contra Rusia, cancelando sus atletas, sus músicos, sus felinos en las exposiciones de felinos, hoy tan poco dispuestas a tender equivalencias); vergonzosos, como los “no votos” en las resoluciones internacionales que piden un alto el fuego humanitario (para hablar sólo de la letra U, la abstención de Ucrania y de Uruguay).

Quizá por eso hay algo de momentánea dignidad en este final de octubre del secretario general de Naciones Unidas, António Guterres. Algo fuera de lugar. Anacrónico, como todo lo que llega de Portugal. Con ese aspecto pasado de moda, trepado en su solitario púlpito laico en la frontera de Gaza con Egipto, reclamando al rayo del sol la entrada de ayuda humanitaria. O luego, diciendo que no puede explicarse el presente sin lo que ha venido ocurriendo en el pasado (sobre todo el no cumplimiento por parte de Israel de las resoluciones de Naciones Unidas), y despertando la ira viralizada del canciller israelí en plena sesión del Consejo de Seguridad.

Reflejar una guerra (o un genocidio) es narrar un crimen. Pero, aun así, hay que leer Gaza. Tratar de entenderla. Lo que pasa allí, lo que ha pasado antes, lo que puede pasar después. Nada más que eso puede hacer el periodismo a la distancia.

Roberto López Belloso, director de Le Monde diplomatique, edición Uruguay.