¿De qué se alimenta el miedo? Como sabía Pennywise, el payaso de It que era capaz de adoptar la forma del terror de cada niño para arremeter contra él en las alcantarillas de Derry, el miedo está hecho de retazos de memoria, imágenes fragmentadas del pasado, traumas reprimidos que asoman. Por eso, cuando pensamos en los riesgos de la democracia nuestra imaginación vuela hacia las escenas clásicas de los golpes de Estado del siglo XX, con los tanques entrando a la casa de gobierno o los aviones bombardeando La Moneda, en Santiago de Chile. Pero hoy el riesgo democrático no pasa por un arrebato militar: es un proceso más largo y viscoso, menos claro. Esto no quiere decir que la Argentina no cruja ante la llegada de Javier Milei al gobierno, sino que hay que sacudirse los miedos ancestrales para entender mejor el peligro real de lo que viene.

Y lo que viene es un retroceso. El pacto democrático imperante desde 1983 implicó la aceptación del juego electoral por parte de todos los actores políticos, incluyendo a aquellos que, como las derechas autoritarias y las izquierdas insurgentes, en el pasado lo habían impugnado. Pero también supuso otras cosas, como la exclusión definitiva de la violencia política, la aceptación de la pluralidad y la autocontención de la represión estatal. Este contrato social, que algunos llaman el “pacto del Nunca Más”, fue un proceso de construcción colectiva trabajoso y en absoluto lineal, que a lo largo de cuatro décadas tuvo que superar alzamientos carapintadas, un copamiento guerrillero y la crisis de 2001, pero que pese a todo siguió avanzando.

Es evidente que ese 55 por ciento de los argentinos que eligió a Javier Milei no lo hizo pensando que lo que estaba en juego era la continuidad democrática, que de algún modo se estaba plebiscitando la democracia. Votaban mayoritariamente otra cosa. Como sostiene Marina Franco (ver recuadro), resulta tentador pensar que el ascenso de Milei revelaría que la democracia argentina está pagando el precio de su propio éxito, que su estabilidad la convirtió en un “paisaje abúlico” que ya no aparece ante los jóvenes como un valor a conquistar, porque nunca conocieron otro sistema y no pueden, por lo tanto, imaginar el horror de perderlo. Pero esta perspectiva, afirma Franco, es falaz: lo que explica que una mayoría social haya votado a un candidato que pone en cuestión estos consensos no es el éxito de la democracia sino su fracaso, su incapacidad para garantizar mejoras concretas en las condiciones materiales de vida o un horizonte de autosuperación para las nuevas generaciones.

¿Qué nos espera entonces?

En primer lugar, la secuencia conocida de ajuste, movilización popular y represión. Aunque Milei ha desandado algunas de sus propuestas económicas más radicales, el corazón de su programa de gobierno, con o sin dolarización, incluye un fuerte recorte del gasto público, la eliminación de la emisión monetaria y el achicamiento del Estado. En sus propias palabras, “cambios drásticos, sin gradualismos”. Habrá que ver cómo reacciona el presidente electo cuando se activen las movilizaciones y se convoquen las primeras huelgas, que la Central General de Trabajadores (CGT) ya comenzó a analizar. En los momentos más calientes del largo paro de los obreros mineros de 1984, en Reino Unido, Margaret Thatcher llegó al extremo de ordenar a las autoridades escolares no entregar los uniformes a los hijos de los huelguistas y hasta excluirlos de los comedores de los colegios. Más cerca en espacio y tiempo, Carlos Menem (1989-1999) osciló entre, por un lado, la necesidad de compensar su giro ideológico con gestos sobreactuados, como cuando eligió como día para firmar el decreto de limitación del derecho a huelga un 17 de octubre1, y, por otro, la negociación de diversas concesiones con los sindicatos más poderosos.

¿Cómo responderá Milei a la previsible resistencia que producirán sus políticas? Las dos experiencias más recientes, los gobiernos de Donald Trump en Estados Unidos (2017-2021) y Jair Bolsonaro en Brasil (2019-2023), no resultan del todo pertinentes para ensayar una comparación, porque se trata de países en donde las movilizaciones populares no son un factor determinante del juego político, donde el poder de los sindicatos es relativo y donde las capitales están alejadas de los principales centros urbanos. En contraste con Estados Unidos y Brasil, la sociedad argentina es una sociedad movilizada, con una larga memoria igualitarista y un sesgo jacobino cercano al francés. Bajo estas condiciones, con sindicatos y organizaciones sociales acostumbrados a una gimnasia de protesta permanente y con fuerzas de seguridad subcalificadas y proclives al gatillo fácil, cualquier intento de contener la movilización puede generar un saldo trágico. Contra lo que a veces se piensa, ningún gobierno democrático busca de manera deliberada heridos o muertos. Como se dijo en un artículo anterior2, no es que Eduardo Duhalde (2002-2003) buscó el asesinato de Kosteki y Santillán3; simplemente no lo previó ni pudo evitarlo.

Otro punto importante es la dimensión liberal de la construcción democrática. Desde 1983, sucesivos gobiernos vienen impulsando una serie de leyes tendientes a permitir que cada persona viva su vida, disfrute de su intimidad y experimente su sexualidad de la manera que más le guste, proceso que se completó con una serie de normas y decisiones administrativas orientadas a garantizar los derechos de las mujeres y las minorías. Así, Raúl Alfonsín (1983-1989) impulsó la ley de divorcio, la patria potestad compartida y la equiparación de derechos de los hijos extramatrimoniales; Carlos Menem apoyó la ley de cupo femenino; el kirchnerismo (2003-2015) sancionó la ley de matrimonio igualitario, la ley de vientre subrogante y la ley de identidad de género; y Mauricio Macri (2015-2019) habilitó por primera vez la discusión parlamentaria sobre el aborto, que finalmente se sancionó durante el gobierno de Alberto Fernández (2019-2023), que además creó el Ministerio de la Mujer.

Resultado de una combinación de luchas colectivas y decisiones ejecutivas (incluso oportunistas), estas políticas, algunas de ellas muy avanzadas para el contexto regional, fueron conformando un entramado legal y administrativo de espíritu liberal que contribuyó a consolidar el pluralismo, la tolerancia y el derecho a la identidad.

En la campaña, Milei dijo que la educación sexual integral (ESI) busca “destruir a la familia” y que es una política “ligada al ecologismo”, Alberto Benegas Lynch [diputado nacional] anunció que intentará derogar la interrupción voluntaria del embarazo, Lilia Lemoine [diputada nacional] propuso la renuncia voluntaria a la paternidad y Diana Mondino [anunciada como canciller] comparó el matrimonio igualitario con tener piojos. Es cierto que, desde su triunfo, Milei no ha dado nuevas señales en este sentido y que parece concentrado sólo en la economía. Y es cierto también que la correlación de fuerzas legislativas y la resistencia social probablemente le impidan llegar a estos extremos. Sin embargo, el retroceso parece inevitable. Como sabe cualquier persona que haya ejercido algún cargo de responsabilidad estatal, construir una política pública es muy complejo: exige voluntad, pericia técnica, construcción de equipos, neutralización de vetos políticos. Desmontarla, en cambio, es fácil, a veces ni siquiera hay que anunciarlo: alcanza con abandonar una política pública para que esta languidezca hasta desaparecer. Por poner un ejemplo, ¿qué pasará de ahora en más con la ESI, una línea de trabajo que lleva años, que involucra diversas jurisdicciones y áreas de gobierno y que ha demostrado su éxito para evitar embarazos no deseados, prevenir el VIH y detectar casos de abuso?

El último punto a considerar es la cuestión de los derechos humanos, una dimensión de la construcción democrática que puede parecer extemporánea (hablamos de “los derechos humanos del pasado”) pero sobre la cual los grandes líderes políticos depositaron parte de su capital simbólico. Si Alfonsín impulsó el Juicio a las Juntas, Menem los indultos y la “política de reconciliación” y Néstor Kirchner los juicios contra los represores, fue porque intuían que en estos gestos se cifraba su relación con la sociedad, que eran una forma de enviar un mensaje sobre el presente dialogando con el pasado. ¿Qué hará Milei? Los testimonios de quienes lo acompañan desde hace tiempo y los registros periodísticos sugieren que hasta hace un par de años la cuestión no figuraba en el centro de sus preocupaciones, que era un tema que sencillamente no le interesaba, y que fue la incorporación a su dispositivo político de Victoria Villarruel [su vicepresidenta] lo que lo llevó a adoptar posiciones más extremas. Sin embargo, la distancia con su vicepresidenta y la decisión de no cederle, como había prometido, el manejo de las áreas de seguridad y defensa, donde fueron designados, respectivamente, los integrantes de la fórmula de Juntos por el Cambio, Patricia Bullrich y Luis Petri, indicarían que Milei no parece dispuesto a seguir la línea negacionista y promilitar que había insinuado durante la campaña.

Concluyamos.

Aunque habrá que esperar a sus primeros movimientos como presidente, el programa de gobierno de Milei y los trascendidos de las primeras designaciones confirman que estamos ante el inicio de una etapa política nueva, muy distinta a los gobiernos peronistas pero también a la gestión de centroderecha coalicional de Mauricio Macri. ¿Hasta dónde llegará Milei? ¿Qué forma asumirá su gobierno? Quizá una forma de abordar esta pregunta sea pensar si se limitará a aplicar políticas de ajuste que busquen recuperar la “normalidad macroeconómica” para relanzar la economía, incluyendo privatizaciones, apertura económica y desregulación, es decir, una agenda neoliberal clásica, o si además se embarcará en una batalla cultural. ¿Desmantelará el Instituto Nacional contra la Discriminación? ¿Designará a un evangélico al frente de las políticas de familia? En suma, ¿liderará una gestión pragmática al estilo de Giorgia Meloni en Italia o empujará una agenda conservadora a lo Vox en España?

La primera alternativa es difícil, pero factible. La larga experiencia de Menem y el resultado de las elecciones de 2019, en las que Juntos por el Cambio quedó a sólo siete puntos del peronismo, y de las elecciones de 2021, en las que se impuso ampliamente, demuestran que la sociedad argentina no es necesariamente hostil a los programas de ajuste: lo que pide es que la estabilización que prometen se concrete. El pacto social de los años 1990 –legitimado en la reelección de Menem en 1995– implicó el sacrificio del empleo y la igualdad a cambio de diez años de estabilidad y consumo.

La segunda alternativa es mucho más riesgosa. En una nota reciente4, Pablo Touzón y Federico Zapata sostienen que Milei deberá neutralizar su frente interno y evitar la tentación de caer en la guerra cultural. “El éxito o el fracaso de su gobierno se cifra en saber elegir las batallas, y la más relevante es la económica (reformar y estabilizar Argentina). Todas las demás, y sobre todo las reformas culturales, son excentricidades que le abrirán un Vietnam de conflictos”, escriben.

El planteo es lógico: a Milei lo eligieron básicamente para que arregle la economía y la batalla cultural es, en efecto, extenuante y conflictiva. Sin embargo, permite también constituir un núcleo duro de apoyos, que es lo que hizo Cristina [Fernández de Kirchner] a partir del conflicto del campo y lo que descubrió tardíamente Macri. Desprovisto de un partido político potente, de aliados territoriales y de mayorías legislativas, el nuevo presidente necesitará sostener su gobierno de algún alfiler si quiere avanzar con su programa de reformas, y la activación de un contingente militante podría ser una tentación. Las minorías radicalizadas agrietan el debate público y ponen en cuestión la convivencia democrática, son perjudiciales y peligrosas, pero también garantizan una base mínima de respaldos en circunstancias difíciles, proveen un activismo 24 horas y hasta ofrecen una fuerza de choque en las calles. Es lo que hicieron Trump y Bolsonaro y es de hecho lo que dijo Macri cuando señaló que esta vez los “orcos” peronistas no van a poder bloquear una eventual reforma previsional tirando piedras porque habrá “miles de jóvenes” dispuestos a enfrentarlos.

Si la alternativa de un ajuste neoliberal es mala pero conocida, el segundo escenario hundiría a la democracia argentina en un abismo a la altura de nuestras peores pesadillas.

José Natanson, director de Le Monde diplomatique, edición Cono Sur.

La fractura del “Nunca Más”

En 1983 la sociedad argentina reconstituyó su vida política en torno a la democracia como proyecto y deseo colectivo. Hasta entonces, a lo largo de casi todo el siglo XX, esa democracia había sido pobre y escasa; había estado acicateada por fuerzas conservadoras y autoritarias que veían en ella una traba a la realización de sus intereses y se sentían profundamente perturbadas por la presencia de las masas en la escena pública. Tampoco los gobiernos populares habían sido siempre consecuentes con esa democracia, ni las izquierdas fueron particularmente defensoras de un sistema al que muchas veces consideraron una mera cáscara del capitalismo. Y, claro está, la democracia no siempre había funcionado como instrumento de inclusión social y garantía de derechos.

Desde 1983 el escenario cambió de manera profunda y la democracia devino el modelo político legítimo. La novedad fue la aceptación del juego electoral por parte de todos los sectores políticos, especialmente las derechas autoritarias de antaño. Además, se afirmaba la importancia de la convivencia política, el rechazo de la violencia, de la represión, la plena vigencia de los derechos humanos y una nueva insistencia en la democracia entendida también como derechos sociales y económicos. Todo ello se erigía como nueva apuesta por la vida en común, a contrapelo de muchas décadas de violencia, de exclusión de las mayorías del juego electoral, de presión militar y autoritaria. Sin dudas 1983 fue una novedad y esa transición abrió la puerta a otra historia. Ese gran cambio es lo que hoy suele llamarse “el pacto del Nunca Más”, erigido como nuestro símbolo refundacional.

Hoy los cuestionamientos a ese mismo “pacto” atacan de forma directa a la democracia como principio ordenador de nuestra vida política; ya no son sólo los derechos humanos o el valor de la convivencia política lo que está puesto en cuestión. La impugnación al sistema democrático proviene en especial de muchas y muchos jóvenes y se pronuncia en nombre de la libertad y los derechos individuales que tanto costó ganar y valorar. Así, la objeción a los políticos y el fracaso acumulado de todo horizonte de bienestar y posibilidad de autoproyección se transforma abiertamente en objeción al sistema.

[...] Es tentador pensar que estamos pagando el precio de nuestros éxitos: la estabilidad democrática de estos 40 años hace que la democracia ya no sea un valor a conquistar o a cuidar; ha devenido parte del paisaje abúlico para quienes no tienen otra experiencia que esa, ni pueden imaginar los costos de perderla. Sin embargo, la explicación no son nuestros éxitos, sino nuestros fracasos: la democracia tan deseada no garantizó bienestar, ni inclusión, ni derechos sociales y económicos, aunque esas no sean las palabras de quienes quieren quemar las naves. Tal vez la imagen del “pacto democrático” (en todas sus variables y sentidos) fue la que contuvo largamente a las derechas liberales y, en general, a las nuevas generaciones que se integraron al juego político en las últimas cuatro décadas. Hoy, derechas radicalizadas y liberales alientan, o dejan hacer, hacia la ruptura de esos acuerdos y empujan soluciones violentas, represivas y socialmente excluyentes. En este contexto, que la democracia no alcance a garantizar bienestar no significa que el problema sea la democracia, pero esta distinción empieza a perderse.

A 40 años de la transición, el paisaje parece haber cambiado de manera profunda. Por eso mismo, me permito dudar sobre el poder de las fórmulas del pasado para retener a quienes no compartieron las tensiones de ese pasado, ni sus miedos, y se constituyeron bajo otras experiencias que nada tienen que ver con esa escena refundacional del “Nunca Más”. Tal vez hay que pensar que el ciclo posdictatorial se terminó largamente y sus símbolos fundantes ya no movilizan. No porque no creamos en aquellos valores, sino porque hace falta recrearlos sobre otras imágenes y ficciones. La paradoja es que cuanto más agotados parecen más necesarios son.

Marina Franco, historiadora, investigadora principal del Conicet. El artículo completo fue publicado en eldiplo.org de Argentina.


  1. NdR: Día de la Lealtad Peronista, principal efeméride del Partido Justicialista. 

  2. José Natanson, “Escenas de conflicto y represión”, Le Monde diplomatique, edición Uruguay, setiembre de 2023. 

  3. NdR: Maximiliano Kosteki (22 años) y Darío Santillán (21) fueron dos jóvenes del conurbano bonaerense asesinados por balas de la Policía durante una manifestación, el 26 de junio de 2002. 

  4. “Chicxulub”, Panamá Revista, 21-11-2023.