“Bienvenidos a Nicaragua libre”. En 1992 ese cartel todavía estaba en la línea divisoria con Costa Rica. Dos años antes los sandinistas habían perdido unas elecciones que decretaban el fin de “la década de todos los sueños” para la izquierda occidental. Ya entonces, al ver un cartel como ese, empezaba a dibujarse el signo que abre una pregunta que no dejará de volverse cada vez más vigente: ¿de qué Nicaragua estamos hablando? Y todas sus posibles derivadas: ¿de la que se liberó de 40 años de dictadura de la familia Somoza con la insurrección de 1979 o de la que votó contra los sandinistas en 1990?, ¿de la que volvió a teñirse de rojo y negro con el regreso al gobierno de Daniel Ortega en 2007, o de la que fue testigo de la mutación de Ortega en tirano a partir de, quizá, 2012 (con su segunda presidencia) o, sin duda, desde 2017 (con su nueva reelección, ahí ya en tándem con su esposa Rosario Murillo)?
Esas capas de confusión sobre Nicaragua, la primera encarnando todas las esperanzas en 1979 y la última enterrando todas las justificaciones, se pegan como el olor de la cebolla a la yema de los dedos. Ahí están cada vez que se ensucia con ellos la pantalla táctil del teléfono móvil, en la acción de escribir el rechazo o disculpar en silencio. No es posible sacar la piel entera. Marrón, laminada, resbalosa, los biólogos la llaman túnica (a esa piel de la cebolla que no se puede pelar sin que ardan los ojos). Es así, se explica, porque la cebolla absorbe el azufre del suelo para proteger el bulbo de los depredadores naturales; y el azufre irrita. Todas esas capas de confusión dificultan una comprensión cabal, aunque las posturas sean (y deban ser) siempre categóricas sobre lo que las noticias traen de lo que pasa ahí (garantías democráticas taladas), fuera de ahí (la nacionalidad de 94 exiliados eliminada el 16 de febrero) o entremedio (222 disidentes enviados de la prisión al destierro el 9 de febrero).
Antes, mucho antes, hubo un tiempo que fue hermoso, podría decirse. Fue entonces que la palabra Nicaragua dejó de ser un topónimo y pasó a ser otra cosa. Algo así como, digamos, la palabra Vietnam. Más aún cuando le tocó ser, casi que a ella sola, aquellos “uno, dos, tres, muchos Vietnam” de los que hablaba Ernesto Che Guevara en su “Mensaje a los pueblos del mundo” (1967). No es contra esa Nicaragua nacida en 1979 –sino todo lo contrario– que el presidente de Chile, Gabriel Boric1, o el de Colombia, Gustavo Petro2, alzan voces de condena contra la de ahora. En cuanto a los que callan, callan por la misma razón, pero con su modo equivocado. En ambos casos hay llagas en el lado de adentro de la carne.
En aquella Nicaragua-Vietnam, que derrocó a una dictadura, que luego enfrentó diez años de ataques de una “contra” armada y financiada por Estados Unidos, que convocó a dos elecciones democráticas (ganando la de 1984 y perdiendo la de 1990) y que entregó el gobierno con un nudo en la garganta, el ahora solitario Daniel Ortega aún no estaba solo. Había muchos otros. Estaba, por ejemplo, Sergio Ramírez, vicepresidente en 1984, uno de los nueve miembros de la dirección nacional colectiva (el único sin grado militar), escritor que luego le daría al país un Premio Cervantes. A Ramírez le debemos uno de los primeros libros que advirtieron sobre los resbalones autoritarios de Ortega (Adiós muchachos, 1999) y uno de los últimos que mejor describen la vieja pureza (La marca del Zorro, 1989). Estaba, además, Dora María Téllez, una de las comandantes de la toma de León, primera ciudad importante en ser conseguida por el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) en 1979. Hoy ambos despojados de su nacionalidad3.
El FSLN fue siempre una herbácea de raras características. Su raíz ideológica es el pensamiento de un revolucionario intuitivo, Augusto Calderón Sandino, de extracción liberal (hijo natural de un hacendado de provincia), que aprendió de doctrina social con los sindicatos mexicanos de los años 1930 y que tuvo su contacto más sistemático con el marxismo a través de un huésped algo pelmazo (el salvadoreño Farabundo Martí), que terminó de darles consistencia a sus ideas chirles. Sandino no tuvo tiempo de construir nada más que algunas cooperativas agrarias, y cierta idea de horizontalidad, ya que Anastasio Somoza lo mató a traición en 1934. La leyenda de Sandino se fusionó a partir de los años 1960 con las guerrillas inspiradas en la experiencia cubana. Pero el sandinismo nunca perdió su impronta democrática, en cuanto a entender el sentido de la retícula más sustancial de las democracias, esa que se disuelve si no va acompañada del sustrato de los derechos sociales y la transformación de las inequidades. Esa que nunca florece sola. Porque necesita ser regada en calles, plazas y locales sindicales, y no sólo en mesas de votación.
Quizá por eso Nicaragua pudo seguir conectando, e incluso potenciarse, como depositaria de la esperanza de la izquierda al producirse la debacle del socialismo real y, aun perdiendo los comicios de 1990, no perder del todo. Casi casi que todo lo contrario. Fue posible recordar, entonces, que después de voltear a Somoza no sólo había hecho elecciones razonablemente justas, sino que también había contado con prensa opositora relativamente libre (para lo que se podía esperar de un país en guerra en ese tiempo) y que, en lugar de perseguir a la religión, había tenido en la Teología de la Liberación uno de sus secretos para evitar marchitarse.
A esa Nicaragua es a la que siempre condenó la derecha. La misma derecha que hoy le reclama democracia (con razón) a esta (que no es aquella), pero que cuando aquella fue un experimento político democráticamente innovador, que se aproximaba a la sumatoria compleja de equidad y libertad, no dudó en bombardearla (de manera literal y metafórica). Tal vez el eco de esa agresión encabezada por Estados Unidos explique, en parte, la inexplicable y persistente tozudez de quienes apoyan todavía a Ortega en el frente interno, que siendo quizá minoritarios, no son pocos.
La “Nicaragua libre” a la que llegar, que proponía aquel cartel de la frontera, no puede ser esta de los últimos cinco años, de escritores despojados de su nacionalidad y de exguerrilleras expulsadas. Porque quienes allí malviven, o de allí han sido desterrados, merecen una Nicaragua que sea un sitio que habitar. Con la justicia social que tan poco les importa a varios de sus nuevos valedores, esos que hablan en su nombre ubicados a la derecha del teatro del mundo. Con las libertades que la izquierda, mientras interroga la piel rota de la cebolla recién pelada, sabe cuánto cuestan.
Roberto López Belloso, director de Le Monde diplomatique, edición Uruguay.
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Rafael Pérez, “Boric llama ‘dictador’ a Ortega tras el retiro de la nacionalidad a cientos de opositores”, France 24, 20-2-2023. ↩
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Lucas Reynoso, “Colombia condena con dureza las últimas medidas de Ortega tras una primera respuesta tibia”, El País, Madrid, 23-2-2023. ↩
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“La justicia de Nicaragua despoja de su nacionalidad a los escritores Sergio Ramírez y Gioconda Belli y a otras 92 personas”, BBC News Mundo, 16-2-2023. ↩