El 6 de marzo de 1984, Ian Mc Gregor, presidente del National Coal Board (NCB), el organismo estatal británico que controla la industria del carbón, anunció el cierre de 20 de los 174 pozos carboníferos y la consecuente supresión de 20.000 puestos de trabajo, con el argumento de que los costos de producción superaban el precio de venta. También anticipó la flexibilización de las condiciones laborales y la relocalización de miles de trabajadores. Los mineros de Cortonwood, un yacimiento situado en la localidad de Brampton, en el condado de Yorkshire, al norte de Inglaterra, se declararon en huelga, seguidos rápidamente por trabajadores de otras regiones –Durham, Northumberland, Kent, Escocia y Gales del Sur–, hasta alcanzar a 143.000 de los 196.000 mineros nucleados en el sindicato nacional.
La primera ministra Margaret Thatcher (1979-1990), que venía de una victoria espectacular en Malvinas, declaró ilegal la huelga, intervino las cuentas bancarias del gremio y creó un sindicato paralelo en Nottingham que logró abrir una brecha en el frente gremial. El 18 de junio de 1984 unos 30.000 mineros montaron un piquete –el más grande de la historia británica– en Orgreave, en las afueras de Sheffield, y fueron duramente reprimidos por la policía antidisturbios, una batalla que el gobierno difundió casi como una continuación de la guerra contra Argentina: “Tuvimos que luchar contra el enemigo externo en Malvinas y ahora tenemos que luchar contra el enemigo interno”, declaró Thatcher.
La lucha sindical continuó, pero hacia el invierno boreal de 1984-1985 los trabajadores estaban exhaustos. Para aumentar la presión, Thatcher ordenó a las autoridades escolares no entregar los uniformes a los hijos de los huelguistas y llegó al punto de excluirlos de los comedores de los colegios. En marzo de 1985, luego de un año de disputa, con los mineros desmoralizados por el frío y la falta de ingresos, el frente sindical finalmente terminó cediendo. Thatcher había logrado quebrar la resistencia y, al hacerlo, marcó un hito en la historia del capitalismo, porque lo que estaba en juego no era el cierre de una mina ni el futuro de la industria del carbón, sino el primer caso testigo de la economía política de las reformas neoliberales. De hecho, el eslogan del Partido Conservador era: “Who governs Britain? (¿Quién gobierna Gran Bretaña?)”.
El espejo menemista
Al igual que Thatcher, pero en Argentina, Carlos Menem (1989-1999) llegó al poder en un contexto de estancamiento económico, inflación y conflicto: el Leviatán herido de los años finales del alfonsinismo (1983-1989). A diferencia de Thatcher, Menem ganó las elecciones como candidato de un partido de base popular, con promesas de revolución productiva y salariazo. Esto lo obligó, por un lado, a sobreactuar la radicalidad de su giro ideológico, como cuando, para enfrentar el paro de los ferroviarios, ordenó cerrar los ramales que adhirieran: el famoso “ramal que para, ramal que cierra”. En un artículo publicado en la revista Desarrollo Económico1, Pablo Gerchunoff y Juan Carlos Torre recuerdan que Menem eligió como fecha para firmar el decreto que limita el derecho a huelga en los servicios esenciales... el 17 de octubre (de 1990).
Pero al mismo tiempo Menem tuvo que maniobrar en la interna del peronismo, a menudo concediendo más de lo que hoy se recuerda. Por ejemplo, avanzó con la reforma laboral negociando con los grandes sindicatos la flexibilización de las condiciones de empleo a cambio de la preservación de las dos claves del poder de las cúpulas: el sindicato único por rama de actividad y el control de las obras sociales.
Menem, como Thatcher, logró vencer el rechazo sindical y social y durante una década gobernó con mano de hierro. Mauricio Macri (2015-2019), en cambio, ensayó un neomenemismo gradualista que le impidió llegar al fondo de su plan de reformas. No modificó la legislación laboral, no achicó significativamente la planta del Estado, no liberó a los represores ni frenó los juicios por delitos de lesa humanidad y no privatizó ni una sola empresa pública; terminó hundido en la impotencia reformista. Conviene no confundirse: Macri, que a diferencia de Menem no asumió en un contexto de emergencia sino de normalidad (así fuera de normalidad recesiva), no fracasó por la radicalidad de sus reformas ni por el rechazo social que generaron, y de hecho parte del peronismo lo acompañó con bastante entusiasmo durante los primeros dos años de su gobierno. No hubo bloqueo, ni palos en la rueda. Si la experiencia macrista fracasó fue porque no logró controlar la inflación, bajar la pobreza o mantener a raya el dólar (tres cosas que en realidad son lo mismo). El resultado del balotaje de las presidenciales de 2019, en el que su coalición Juntos por el Cambio quedó sólo siete puntos por debajo del peronismo, y de las elecciones legislativas de 2021, en las que se impuso con amplitud (42,75 por ciento contra el 34,56 por ciento del oficialista Frente de Todos), demuestran que la sociedad no es necesariamente hostil a los programas de ajuste: lo que pide es que la estabilización que prometen se concrete. El pacto social de los años 1990 –legitimado en las urnas con la reelección de Menem en 1995– implicó que la sociedad entregara al mercado el empleo y la igualdad, pero a cambio obtuvo años de estabilidad y consumo.
Las experiencias de Thatcher, Menem y Macri resultan útiles para pensar la perspectiva de un gobierno de Javier Milei. La propuesta más aplaudida del plan libertario, la dolarización de la economía, exigiría, ante la imposibilidad de conseguir los 20 o 30.000 millones de dólares que harían falta, algún tipo de licuación veloz de la moneda o una incautación masiva de los depósitos bancarios2. Y aunque parece difícil que Milei avance con sus ideas más delirantes, como privatizar las calles o transferir al mercado la responsabilidad de los trasplantes de órganos, su plataforma contempla un ajuste feroz del gasto público y una retirada del Estado –habría que ver en qué términos– de algunas de sus funciones básicas: educación, salud, ciencia y asistencia a las provincias.
Horizonte conflictivo
No es difícil imaginar la rebelión sindical y social que este tipo de políticas engendraría, incluso si, como últimamente viene prometiendo Milei, su gobierno mantiene en pie “los planes sociales”. Si Cristina Kirchner enfrentó en su segundo mandato (2011-2015) tres paros de la CGT (Confederación General del Trabajo), una rebelión de los prefectos y el acuartelamiento de un par de policías provinciales, si Mauricio Macri atravesó su presidencia en medio de cortes de calle y movilizaciones populares, y si hoy, bajo un gobierno peronista con mayorías legislativas y control de las gobernaciones, se multiplican los casos de minisaqueos, la perspectiva de un plan de ajuste como el que promete Milei es directamente explosiva.
En un escenario de esta naturaleza, Milei no tendrá muchas más opciones que desistir de sus políticas o avanzar a lo Thatcher, es decir prohibiendo paros y reprimiendo marchas. Y en un país como Argentina, con sindicatos y organizaciones sociales acostumbrados a una gimnasia de protesta permanente y con fuerzas de seguridad subcalificadas y proclives al gatillo fácil, cualquier intento de represión puede generar un saldo trágico. Contra lo que a veces se piensa, ningún gobierno mínimamente democrático busca de manera deliberada heridos o muertos. No es que Eduardo Duhalde (2002-2003) buscó el asesinato de Kosteki y Santillán3; simplemente no lo previó ni pudo evitarlo. Cualquier desborde puede terminar en víctimas fatales. El hecho de que Milei haya anunciado que su candidata a vice, Victoria Villarruel, quedará a cargo de las áreas de defensa y seguridad no resulta en este sentido especialmente tranquilizador.
Si una parte del plan de ajuste de Milei se jugará en la calle, la otra se resolverá en el palacio. Sucede que, aunque en octubre obtenga el 100 por ciento de los votos, su partido La Libertad Avanza no contará con el respaldo de más de un tercio de los diputados y senadores, suficientes para bloquear la mayoría calificada requerida por ejemplo para impulsar un juicio político, pero no para aprobar leyes, a lo que habría que agregar el hecho de que todos los gobernadores, cuya influencia en el Senado es clave, pertenecerán a la oposición. Parece difícil que Milei pueda gobernar en estas circunstancias, sobre todo si cumple su promesa de eliminar las transferencias discrecionales a las provincias.
¿Un Trump o un Bolsonaro?
¿Cómo hará entonces para sostener la gobernabilidad? Los dos antecedentes más cercanos, Donald Trump en Estados Unidos (2017-2021) y Jair Bolsonaro en Brasil (2019-2022), recurrieron a estrategias distintas. Trump llegó a la presidencia al frente de un partido tradicional al que sin mucho esfuerzo consiguió poner al servicio de su ambición ultraconservadora, un camino similar al que en su momento siguieron Thatcher con el Partido Conservador y Menem con el peronismo: ingresar a una fuerza que históricamente incluyó sectores más moderados, apoderarse de ella y casi diríamos pervertirla. Ese podría ser, llegado el caso, el camino de Patricia Bullrich en Juntos por el Cambio, pero no el de Milei.
La comparación más adecuada es con Bolsonaro, que también triunfó de manera inesperada y, desprovisto de apoyos partidarios, logró mal que bien terminar su mandato. Para ello se apoyó en tres estructuras que lo preexistían y que le dieron cierta consistencia institucional y territorial a sus desvaríos. La primera son las iglesias pentecostales, que le proveyeron una red muy extendida, poderosos medios de comunicación y una bancada de 80 diputados. La segunda son los militares: Bolsonaro designó a 750 integrantes de las Fuerzas Armadas en cargos políticos, incluyendo el jefe de gabinete y el vicepresidente4. La tercera es el centrão, ese “gran centro” de partidos más o menos conservadores que le brindó los votos necesarios para aprobar leyes y evitar el impeachment (Bolsonaro aprendió de la experiencia de Dilma Rousseff, destituida en 2016, que en Brasil el presidente puede permitirse todo salvo perder la mayoría en el Congreso).
El problema es que las iglesias evangélicas argentinas no constituyen un actor político orgánico como en Brasil y que, consecuencia de un proceso de democratización y subordinación al poder civil inédito en América Latina, los militares tampoco. Milei seguramente tratará de compensar su debilidad legislativa explorando un acuerdo con los legisladores macristas, lo que, dado los gestos de entendimiento cruzado que viene intercambiando con el expresidente, no parece descabellado. También es posible que cuente con el respaldo de grupos de activistas conservadores seducidos por la guerra cultural antiprogresista, que en Estados Unidos y Brasil jugaron un papel importante como sostén mediático y movilizatorio. Pero en cualquier caso enfrentará una perspectiva institucional difícil, la más hostil para un oficialismo desde la recuperación de la democracia.
La alternativa más audaz y más peligrosa es la de la democracia directa. Milei ha dicho que, en caso de bloqueo partidocrático, recurrirá a las herramientas de la consulta popular y el plebiscito contempladas en la Constitución, un camino bastante inexplorado en Argentina (el único antecedente es el plebiscito por el acuerdo del Beagle durante el alfonsinismo), pero muy utilizado por los presidentes de izquierda latinoamericana durante la primera década del siglo XXI, sea para reformar la Constitución, para aprobar iniciativas bloqueadas por el Congreso o la Justicia o para romper el impasse político mediante referéndums revocatorios (no previstos en la legislación argentina). La posibilidad es tan democrática como riesgosa: si resulta, libera al gobierno de ataduras y le permite hacer casi cualquier cosa, pero exige altos niveles de apoyo popular, una mayoría nítida que, como están las cosas, Milei sólo podría reunir mostrando rápidos resultados económicos (recordemos que Raúl Alfonsín aceptó firmar el Pacto de Olivos de reforma constitucional, en 1994, luego de que Menem lo amenazara con un plebiscito). La bonapartización de Milei es la hipótesis más extrema de un futuro incierto.
Distopías
Un breve rodeo antes de concluir. Hace unos meses5 llamamos la atención sobre el furor por la ucronía que había desatado en el público estadounidense la victoria de Trump. Mencionamos como ejemplos el estreno de la miniserie El hombre en el castillo (Amazon, 2015-2019), basada en la novela en la que Philip K Dick (1962) imaginaba una derrota de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial y la ocupación de su territorio por Alemania y Japón, la reedición de Esto no puede pasar aquí (1935), novela de Sinclair Lewis que cuenta en clave satírica la derrota de Franklin Delano Roosevelt en las elecciones presidenciales de 1936 y la llegada al gobierno de un senador populista que termina con la democracia e instaura una dictadura filo-fascista, y el éxito de La conjura contra América (2004), la tremenda novela de Philip Roth en la que Charles Lindbergh, el héroe de la aviación norteamericana, se presenta como candidato republicano, derrota a Roosevelt y, una vez en el gobierno, firma un tratado de paz con la Alemania nazi.
También convertida en serie (HBO, 2020), la novela de Roth resulta profundamente perturbadora por cuanto va imaginando, a través de las peripecias de una típica familia judía de clase media, cómo los judíos son lentamente acorralados. Roth, que es un escritor extraordinario, no cae en la tentación de poner el gobierno estadounidense a masacrar personas ni planta un Auschwitz en Central Park, sino que describe los caminos más complejos por los que la sociedad va cercando a los judíos, los esfuerzos de la burocracia por lograr la absorción, que llevan a formar un comité público destinado a impulsar el asimilacionismo, e incluso el colaboracionismo de algunas autoridades religiosas judías con el gobierno (el principal consejero del presidente es un rabino).
Salvando océanos de distancia, el contramundo de Roth resulta útil para pensar la perspectiva de un gobierno libertario. Si en su momento alertamos contra la inutilidad del eslogan “Macri/basura/vos sos la dictadura”6, ahora también es necesario dejar de lado la idea de que, en caso de llegar a la Casa Rosada [sede del Poder Ejecutivo argentino], Milei va a crear una dictadura totalitaria o transformar la democracia argentina en un régimen totalitario. Las acusaciones de “fascista” son, antes que cualquier otra cosa, políticamente ineficaces. Calibrar el riesgo que representa Milei –el tamaño exacto de nuestra distopía– no sólo es importante para imaginar el futuro sino también para enfrentarlo en las urnas, porque no hay estrategia electoral menos eficaz que aquella que advierte sobre un peligro en el que nadie cree de verdad. A la luz de la experiencia reciente, lo que nos espera es un escenario más clásico de conflicto social a partir de la conocida secuencia ajuste-resistencia-represión, el desmantelamiento acelerado del Estado y un giro cultural ultraconservador.
José Natanson, director de Le Monde diplomatique, edición Cono Sur.
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“La política de liberalización económica en la administración de Menem”, Vol. 36, N° 143, octubre-diciembre de 1996. ↩
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Marina Dal Poggetto y Ariel Abelar, “Un problema, dos soluciones: ¿dolarizar o despesificar?”, Clarín, 26-8-2023. ↩
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NdR: Maximiliano Kosteki (22 años) y Darío Santillán (21) fueron dos jóvenes del conurbano bonaerense asesinados por balas de la Policía durante una manifestación, el 26 de junio de 2002. ↩
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Alfredo Grieco y Bavio, “En el gobierno de Bolsonaro se multiplicó por tres el número de militares en cargos civiles de la administración brasileña”, eldiarioar.com, 6-6-2022. ↩
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José Natanson, “Esto no puede pasar aquí”, Le Monde diplomatique, edición Uruguay, junio de 2022. ↩
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José Natanson, “El macrismo no es un golpe de suerte”, Página 12, 20-8-2017. ↩