De qué va. Hugo Achugar. Yaugurú; Montevideo, 2024. 79 páginas, 500 pesos.

Ganador del Gran Premio Nacional a la Labor Intelectual 2024, anunciado el mes pasado por el Ministerio de Educación y Cultura, Hugo Achugar no necesita condecoraciones oficiales para situarse como uno de los principales intelectuales contemporáneos. Pero sus contemporáneos agradecen en su nombre el reconocimiento que parece reconocerlos a todos, a juzgar por las entusiastas reacciones de sus cófrades apenas conocido el fallo.

Lejos de que el citado premio –ganado en anteriores ediciones por escritores de la estatura de Washington Benavides, Circe Maia o Daniel Vidart– implique un tranquilo manto de retiro, Achugar (80 años) se encuentra en plena actividad. Tanto en la docencia universitaria, integrando tribunales y extendiendo su magisterio más allá de las cátedras, como en la producción poética.

En este último campo se acaba de editar de qué va, en el sello Yaugurú. Llega a los lectores 54 años después de su primer poemario, El derrumbre (Ediciones de la Banda Oriental), y parece mostrar la misma lozanía. Quizá porque Achugar, dueño de una afilada autocrítica, dejó en la papelera sus intentos adolescentes, aquel debut de 1968 ya es un libro maduro. Hay algo crepuscular, a pesar de los 24 años de entonces. Es así en el poema titulado “Nocturno” (“... y toda la vieja soledad a cuestas”) o en “Dejo para siempre”, en el que lo abandonado es “la esperanza y no me importa”. Tiene, sin embargo, espacios para la expectativa, en el amor (“Cada vez que me vuelvo / y te veo. La cocina está detrás / y suenan clarinadas...”) o para la guerra, que en ese tiempo se llamaba Vietnam y era, en su potente nombre, “grito de la selva”.

Para llegar de ese primer Achugar al Achugar de hoy, conviene pisar el puente de su antología Orfeo en el salón de la memoria (Ediciones de Uno, 1991). Organiza sus textos en capítulos temáticos: Relaciones de pareja, Serie de los museos y monumentos, Jo(rna)das florales, Serie de los sonetos oscuros y Serie de las alucinaciones, y pese a la extensión no cae en la fosa de lo desparejo. Así se pasa a los cuatro últimos libros, Incorrección (2012), Los pasados del presente (2016), Demoliciones (2019) y el de este año, cuarteto que, al decir de Luis Bravo, forma una despojada serie que refleja “lo que queda después de desaprender la retórica del sí mismo”.

Entonces, de qué va. Porque “Menos es más”, como dice el cuarto poema y porque existe “la permanencia del movimiento apagado”. En definitiva, va de la poesía, como siempre, con su reconocimiento a esa “mala raza” que son los poetas, sus “aborrecidos amados hermanos”; y del amor, como es debido. Está también, igual que en el inaugural, la selva, sólo que acá no es la esperanzada selva de Vietnam, sino, probablemente, la última selva inevitable, pero ni aun así la gana la desesperanza. En cierto modo la acompaña el campo, selva nuestra, refugio con su lejana sombra.

Está el padre. “No fui Eneas” se titula el poema y dice: “Pero cargué el cuerpo joven de mi padre / sentí el peso de su carne un verano frío”. Quizá en ese adiós precoz se destaca más temprano el legado de los ancestros y del país ondulado, que es como decir la historia. Algo que legar, a su vez, en un consejo simple que encierra toda una cosmología: “Hijo, córtate las uñas” porque “en el retrato oval los muertos vuelven”. A fin de cuentas, sabe que en todo lo que hay, si se da el correcto paso para mirarlo, anida siempre lo sagrado.