47 años. Peruana. Habla pestes de Lima. Vive en Buenos Aires, escribe libros con los que ha levantado una obra marcada por una rara sencillez que deslumbra, transgresora de raíz y lejos de modas y poses. Los vínculos familiares, siempre complejos, están en el centro. Eso y el perdón. Y la piedad. Y el amor. Y la buena literatura. Y el cigarrillo, el maldito cigarrillo.
No sé si estoy leyendo prosa o poesía, una novela o unos cuentos, o las mínimas proezas de una de esas amas de Okinawa dedicadas a recolectar perlas en el fondo del mar. Perlas. Las palabras más valiosas están sumergidas. Las frases de Katya Adaui son eso, aunque ella nada tenga que ver con Japón. No importa: caigo en las trampas de una escritora lo bastante astuta como para jugar con esa apnea. Y lo bastante libre como para narrar sin que las normas al uso le impongan limitación alguna, salvo su interés por el recuerdo presente.
Adaui aguanta la respiración y se traga los mundos cuando escribe. Se come las palabras y las cosas, deja pedazos por el camino y suelta frases que son cuchillos líquidos: “La muerte es uterina”, o “nunca una bala está perdida”. Hay una violencia en esas frases, unos huesos descarnados que, en ocasiones, acaban por ser cómicos. Y después la niebla que todo lo oscurece. Eso pasa con los cuentos de Geografía de la oscuridad (Páginas de Espuma, 2021), pasa con Nunca sabré lo que entiendo (Planeta, 2014) y pasa con la novela Quiénes somos ahora (Random House, 2023).
Acabo de escribir niebla, pero lo más apropiado sería escribir agua, escribir mar. Porque la escritura de Adaui me muestra un ser que bucea a puro pulmón. Se hunde en algún mar, la respiración contenida durante páginas hasta que al fin emerge, de golpe la ama sale a la superficie y lo hace con palabras, ideas que nos disuelven: “¿Logra un niño detenerse en su persecución de la lagartija? Si le amputa una pata en vez de la cola, esperando que vuelva a crecerle, ¿de qué la ha despojado? Sin escalar, sin ligereza. Coja es menos lagarto que nunca. Camina hacia ningún verano”.
En algunos momentos me asalta la sensación de que en su inmersión me arrastra a mí también hacia ese acto de espanto que es ir “hacia ningún verano”. ¿Aparte de ella, alguien puede imaginar siquiera el concepto de “ningún verano”? Pues me lleva al fondo y la lagartija deja su cola aquí y allá, la regenera, la muestra, se pavonea después con esa cola rota y a la vez nueva. Habla de sí misma, de su familia, de su padre y de su madre (“sabía que se iban a morir: no paraban de fumar”) y de su hermana, de su hermano, su medio hermano. Memoria. Hacia ningún verano: “Mi madre también habló bajo el agua. La voz amniótica originada en sus pulmones subió a la superficie. A los tres años y dos meses; cáncer. Grado IV. Origen primario: los riñones”.
En las narrativas hispanoamericanas más recientes, la desarticulación o ruptura de las sintaxis heredadas de las literaturas nodrizas de los dos siglos anteriores cumplen un par de funciones básicas: en algunos honrosos casos intentan expresar lo inexpresable. En otros, los más, son la confesión torcida de un vacío, no saber cómo contar. Decir sin contar: la falta de ideas en ocasiones genera vanguardias. Adaui está en el extremo opuesto. Lo que ella hace con el lenguaje es descuartizarlo para mostrar, en cada palabra, el color del tiento. Y eso le otorga un brillo único.
A diferencia de muchos de sus colegas, parece tener una conciencia plena del acto de bucear, de escribir, de cómo, por qué y para qué hacerlo. En una entrevista publicada este año en la diaria por la poeta Mariana Figueroa Dacasto (31-5-2024), Adaui se dejó llevar y habló, quizá confesó: “La muerte está ahí siempre. La vida y la muerte están siempre conversando. Recuerdo mucho que el día en que yo enterraba a mi padre nació el hijo de mi mejor amigo. Y también pasa en el velorio que siempre alguien se ríe, siempre hay risas en los velorios. Es muy raro. Nunca nadie va y le dice: ‘Oye, ¿cómo te ríes? Estás en un velorio’. La gente entiende que en los momentos de mayor dolor necesitas la fuga de la risa. Entonces yo quise que en esta novela piense el afecto, que piense el duelo, que piense el cuidado del otro, que piense la piedad, y que tenga episodios más oscuros o más de claroscuro, y de ahí ir hacia la luz como una cosa compensatoria”.
Quiénes somos ahora es su más reciente libro. Y es una obra virtuosa, muy recomendable, con una multitud de memorias que la palpitan y con la violenta ternura de una prosa descuartizada y honesta, cosa rara en esta época del vale todo, poses falsas y transgresiones inconducentes.
Fernando Butazzoni, escritor y periodista uruguayo.