La existencia está en otra parte. Virginia Mórtola (selección y prólogo). Fin de Siglo; Montevideo, 2024. 186 páginas, 590 pesos.

La excusa es el centenario del Primer manifiesto del surrealismo, dado a luz por André Breton en Francia el 18 de octubre de 1924. Desde ese punto de partida la antóloga deja que el libro despliegue en sus páginas una muestra de aquello que hacen, en esta parte del mundo y en este segmento del tiempo, los escritores y escritoras convocados cuando se les invita al abordaje literario del territorio de los sueños. El resultado es tan variado como lo son las voces que aquí se reúnen. Desigual, podría decirse, si esa característica no estuviera connotada de manera negativa. Más que valles y cumbres lo que hay es un ir y venir entre diferentes aproximaciones, intercaladas con buen pulso por Mórtola, como si fuera la productora de un disco en el que hay que ir presentando los distintos énfasis de una misma banda sonora.

Es necesario dejar de lado la tentación de la taxonomía extrema y evitar clasificar los relatos en eventuales tipologías. Sin embargo, resulta evidente que algunas voces invitadas optaron por torcer directamente hacia el terreno onírico en forma y contenido, mientras que otras se mantuvieron más cerca de la orilla. Quien haya seguido la trayectoria de los nombres de mayor recorrido agradecerá que varios hayan permitido que el tema conviviera con naturalidad con el estilo característico de una obra.

No asombrará a nadie que el trabajo de Gustavo Espinosa sea uno de los puntos altos, pero sí resultará novedoso ver el modo en que se asocia con una voz “de los idos” para generar un espacio de narración que conecta con dos trayectorias narrativas y no con una sola. El sueño como magma para dialogar con los muertos está muy presente en varios de los relatos, con un predominio del vínculo con las abuelas, algo particularmente bien logrado en el texto de Selene Hékate. Mirando fantasmas de una generación posterior, Bruno Cancio deja en paz a los abuelos y ajusta cuentas de forma directa con el padre en un breve cuento sin concesiones. Por eso, quizá, la exquisita pieza de Matías Mateus funciona tan bien, casi como su contracara (sin serlo de ningún modo) al invertir el planteo y viajar hacia el hijo. Por supuesto, los nombres de Carolina Bello, Ramiro Sanchiz o las dos Mercedes (Estramil y Rosende) brindan lo que prometen.

Si se habla de “lo esperable”, es necesario detenerse en José Arenas y Tamara Silva. Situados por la antóloga en el segundo y tercer lugar del índice, adquieren, sin buscarlo, la función de cementar el interés del libro. Si el segundo y el tercer texto no dejaran al lector pegado al lomo del objeto, sería difícil mantenerlo en el transcurrir de las páginas. Pero si entra y se encuentra con esas dos breves piezas que brindan, con sus estilos tan distintos, Arenas y Silva, entonces los demás pueden esperar con tranquilidad: la mayor parte de quienes empezaron seguirán por el camino trazado. Acierto de la antóloga, entonces, ese orden de las piezas. Arenas plantea su aullido modulado, ese punto que encontró en su prosa desde Papeles suizos en adelante, y quiebra el texto para dar más espesor a la pesadilla: fragmentada duele más en ese patio de escuela poblado por los más cotidianos de los monstruos. Tamara Silva, por su parte, esconde lo ominoso. Lo hace de tan buena forma que no se sabe si existe. Ni siquiera en el territorio de los sueños, donde no necesariamente todo es posible.