Cuando un fenómeno político extremo irrumpe, su impulso desestabilizador conmueve al sistema, lo desordena y transforma. En Argentina pasó muchas veces, está estudiado. Así como el alfonsinismo obligó al peronismo a renovarse, el menemismo terminó con el histórico bipartidismo y el kirchnerismo partió en dos al progresismo, la onda expansiva producida por el triunfo de Javier Milei en 2023 condena al PRO [de Mauricio Macri] a la extinción y sumerge a la oposición en la incertidumbre. La perturbación se ve en viejos compañeros de ruta del progresismo de los años 1990 que el kirchnerismo había separado y que de repente vuelven a reunirse, se refleja en las tensiones dentro del liberalismo (observables por ejemplo en las diferencias entre el diario La Nación y su canal de noticias) y también en la desconcertante emergencia de viejas-nuevas figuras, como Elisa Carrió y Guillermo Moreno.1

En el campo opositor, el debate está dominado por la interna carnívora entre [el gobernador de la provincia de Buenos Aires] Axel Kicillof y el kirchnerismo, pero mi impresión es que la cuestión de fondo no pasa tanto por la conducción como por el extravío programático. Se impone, por lo tanto, una actualización doctrinaria, pero es aquí donde aparece otro problema que vale la pena atender: prácticamente no hay opositor que no se proclame a favor de una renovación, pero cuando uno empieza a meter la cuchara en la sopa densa de los temas emergen las resistencias. En lo que sigue voy a intentar ilustrar este argumento analizando la espinosa cuestión de la reforma laboral, para retomar en el final la idea que insinué recién: mientras discute listas y candidaturas, la oposición, y en particular el peronismo, debe avanzar en una renovación programática.

Veamos.

Meter la cuchara

Ninguna reforma laboral alcanza por sí misma para crear trabajo: el empleo es un tema de la economía más que de la legislación, como demuestra la evidencia de que, con más o menos el mismo marco normativo, se crearon cinco millones de nuevos puestos de trabajo (entre 2003 y 2011) y se destruyeron 600 mil (desde 2018 hasta hoy). Pero que el problema principal pase por la economía no implica que no haya que discutir una actualización de leyes, convenios y estatutos que ayude a mejorar las cosas. ¿Se puede avanzar en una reforma laboral que sintonice con una economía posfordista, que cree condiciones favorables a la inversión privada y que, al mismo tiempo, tenga una orientación progresista?

Tres políticas ejecutadas en el último cuarto de siglo muestran que sí.

La primera es el monotributo, un régimen simplificado, ideado por el menemismo, que permitió incluir en el sistema tributario a cientos de miles –hoy casi dos millones– de pequeños contribuyentes. Aunque exhibe problemas, desde la inequidad contributiva respecto de otros trabajadores al desfinanciamiento previsional, lo cierto es que el monotributo fue clave para evitar que los trabajadores independientes y cuentapropistas emigraran del sistema, adelantándose, al tiempo que lo favorecía, al boom del emprendedurismo.

La segunda política es el régimen especial para el empleo en casas particulares, un invento del kirchnerismo para propiciar la formalización del sector más relegado, pobre y feminizado del mundo del trabajo, atendiendo al mismo tiempo al hecho de que el empleador no es una empresa sino una familia, a menudo de clase media. También con problemas, permitió formalizar a 500 mil empleadas domésticas.

La tercera reforma buscó contener los altos niveles de litigiosidad en casos de enfermedad o accidentes laborales, un problema que ya había identificado Cristina Fernández de Kirchner2 y que Macri buscó ordenar con un decreto de 2018 que estableció la obligatoriedad de pasar por las comisiones médicas jurisdiccionales como paso anterior a un juicio.

Con todos sus déficits, estas tres iniciativas permitieron atender problemas concretos, que es lo que debería intentar una mirada moderna e inteligente. Algunas ideas posibles, entre muchas otras: un régimen simplificado para las dos franjas de edad con mayores dificultades de inserción (jóvenes y adultos mayores) en actividades con altos niveles de informalidad, como comercio o gastronomía; una modificación de los estatutos de los trabajadores del Estado para habilitar modalidades permanentes de teletrabajo, algo que los sindicatos resisten; una actualización ad hoc de los convenios como el acordado entre el Sindicato de Mecánicos y Afines del Transporte Automotor (SMATA) y Toyota en su planta de Zárate, y un régimen especial para la economía popular, como el que negociaron los cartoneros de Juan Grabois con [el entonces jefe de gobierno de la Ciudad de Buenos Aires] Horacio Rodríguez Larreta.

Por último, hace falta una perspectiva sobre el sector en expansión de los trabajadores de plataformas. Antes que imponerles un convenio clásico, con jornada de ocho horas y vacaciones anuales, es necesario entender sus demandas: las encuestas muestran, por ejemplo, que valoran la flexibilidad horaria y no quieren jornadas fijas. Dado el tipo de sistema en el que trabajan, basado en un seguimiento en tiempo real del desempeño individualizado que distribuye premios y castigos, el principal reclamo no pasa por la formalización sino por la “transparencia del algoritmo”. ¿Por qué la app asigna un viaje y no otro? ¿Cuánta propina dejó una entrega? ¿Por qué aplica un premio especial y por qué no? De hecho, la primera protesta de los repartidores de Rappi estalló cuando la aplicación dejó de ofrecerles varias entregas para que eligieran cuál tomar y pasó a asignarlas de manera personalizada (Uber no le permite al conductor ver el destino del viaje hasta que el pasajero se sube, lo que dificulta que combine los traslados con otras actividades).3

Estos ejemplos, entre muchos otros, muestran que existen espacios del mundo laboral que se beneficiarían de una perspectiva innovadora. Más que convenios generales como los que se crearon en los 1940 (para proteger los derechos de los trabajadores) o megarreformas como las que se implementaron en los 1990 (para flexibilizarlos), se trata de adaptar algunos acuerdos laborales y elaborar otros, todo en el marco de las condiciones cambiantes de una economía fragmentada y heterogénea. La pregunta aquí sería si los sindicatos, la mayoría de los cuales son organizaciones nacidas hace casi 100 años, están en condiciones de liderar estas respuestas. En la última década, SMATA pasó de 130 mil a 95 mil afiliados, el sindicato del calzado de 35 mil a 12 mil y el gremio de taxistas de la Ciudad, luego de negarse a acordar con Uber, de 28 mil a 12 mil. Con sus luces y sombras, los sindicatos desempeñaron un rol fundamental en la historia argentina moderna, como defensores de los derechos de los trabajadores, como contracara organizada del capital y como factor de negociación política, y tienen por delante el desafío de decir algo que vaya más allá de la protección de los intereses inmediatos de sus afiliados.

Imaginación política

La cuestión laboral es sólo uno de los ítems posibles de una agenda urgente de renovación programática. Podríamos mencionar otros, como la relación con el campo, las políticas de seguridad o la calidad educativa, pero cada uno de ellos obliga a detenerse y formular preguntas incómodas. Por ejemplo, ¿es posible mejorar la educación, enfrentando entre otras cosas el ausentismo docente, sin poner en cuestión la alianza política con la Confederación de Trabajadores de la Educación de la República Argentina? El problema es que si no se abordan estos temas será una fuerza liberal o conservadora la que se encargará de hacerlo, y entonces sólo habrá lugar para posiciones defensivas, como está sucediendo con la Administración Federal de Ingresos Públicos. Por supuesto que desmantelar el organismo recaudador no contribuye a generar una economía dinámica e inclusiva, pero el hecho de que haya sido el actual gobierno el que detectó y denunció la normativa interna que establece que los familiares de los empleados fallecidos tienen prioridad en la contratación, como una especie de derecho hereditario, neutraliza cualquier argumento, te deja sin palabras. Lo mismo vale para el Régimen de Incentivo para Grandes Inversiones. En su insólita atonía, el gobierno de Alberto Fernández (2019-2023) dejó pasar la oportunidad de lanzar un régimen de promoción que conciliara la necesidad de atraer grandes inversiones con algunos requisitos tendientes a fomentar el desarrollo local, la agregación de valor y el cuidado ambiental, y finalmente fue Milei quien se ocupó de imponerlo.

Pero no todo está perdido. Algunas discusiones que hasta hace un tiempo ensombrecían al peronismo, la izquierda y el progresismo, es decir, a las fuerzas que hoy se ubican en la oposición al gobierno, parecen felizmente saldadas: los planteos del ambientalismo sunnita quedaron descartados, por la necesidad de los gobernadores, por puro sentido común y por determinación de la misma Cristina Kirchner —que, hay que decirlo, nunca se subió a este tren de ilusiones—. La decisión de Axel Kicillof de autorizar la exploración petrolera offshore en Mar del Plata terminó de cerrar el debate. Más tortuosamente, el kirchnerismo parece haber llegado a la conclusión de que el déficit fiscal es efectivamente un problema de la economía, idea que hasta no hace tanto tiempo no negaba pero sí relativizaba, con argumentos tan persuasivos como que “Estados Unidos tiene más déficit fiscal que Argentina”;4 una revalorización retrospectiva de la prudencia fiscal que está cambiando la forma de pensar la economía, como si dijéramos: kulfistas somos todos.5

El segundo comentario es que el peronismo sigue siendo no sólo la expresión principal de los sectores populares, sino el partido que dispone de la imaginación para inventar cosas nuevas, como demuestran algunas políticas lanzadas por la provincia de Buenos Aires que, a pesar de la crisis económica y la asfixia presupuestaria, resultaron muy exitosas, entre las que se destaca la Cuenta DNI, un proyecto que dinamiza la economía, amplía la cartera de clientes del Banco Provincia y se ha convertido en la primera billetera virtual capaz de competir de igual a igual con Mercado Pago.

Concluyamos.

En diferentes etapas de nuestra historia —los 1940, los 1990, los 2000—, el peronismo lideró los procesos de modernización económica y social. Hoy, más allá de algunos desprendimientos, se mantiene unido. Sobre todo si se abre a otros sectores, como el radicalismo opositor, el cordobesismo e incluso el PRO antimacrista, tiene la oportunidad de convertirse en el eje de una oposición moderna y progresista. Pero para eso necesita no sólo definir liderazgos y candidaturas, sino renovarse y recuperar su tradicional espíritu transformador.

José Natanson, director de Le Monde diplomatique, edición Cono Sur. El autor agradece a Eugenio Begue la conversación previa a esta nota.


  1. NdR: respectivamente, exdiputada aliada del macrismo, y polémico exfuncionario kirchnerista que se sigue definiendo como peronista. 

  2. “Cristina dijo que se abordara la discusión sobre la ART para evitar la industria del juicio”, gestar.org.ar, 25-11-2020. 

  3. Julieta Haidar, Nicolás Diana Menéndez y Cora Cecilia Arias, “La organización vence al algoritmo. Plataformas de reparto y procesos de organización de los trabajadores de delivery en Argentina”, Revista Pilquen, Vol 23, no 24, octubre-diciembre 2020. 

  4. “Martín Guzmán le respondió a Cristina Kirchner sobre el déficit fiscal: ‘No podemos comparar a la Argentina y Estados Unidos’”, La Nación, 27-6-2022. 

  5. NdR: por Matías Kulfas, ministro de Desarrollo Productivo de la Nación entre 2019 y 2022.