La principal luz de alarma se había encendido el 9 de junio cuando la ultraderecha fue la gran triunfadora de los comicios para elegir representantes franceses al Parlamento Europeo. En las gráficas de los resultados de aquel domingo 9 se veía una poderosa sección representando a Agrupación Nacional (RN por su sigla en francés), muy por encima de un apaleado sector oficialista del presidente Emmanuel Macron, y varias hilachas que correspondían a los partidos de izquierda. Pero en la entrelínea se podía observar otra cosa. Juntando jirones, una hipotética barra que correspondiese a una eventual unión de las izquierdas salía del desastre para ubicarse en primer lugar.
Los dirigentes del Partido Socialista, de La Francia Insumisa, del Partido Comunista y de los demás sectores hicieron la misma cuenta que cualquier asombrado observador. Ya no se trataba de filosofía, sino de aritmética: unidos, los que habían resultado perdedores podían “casi ganar”. Enseguida de esas elecciones europeas se produjo la convocatoria a elecciones parlamentarias, adelantadas por la disolución de la Asamblea Nacional, que decretó, por sorpresa, Macron. Una jugada “a la Pedro Sánchez” pero con menos espalda que el mandatario español. Así las cosas, las izquierdas decidieron aprovechar la oportunidad y formaron en tiempo récord el Nuevo Frente Popular para concurrir unidos a la nueva contienda marcada para el 30 de junio y el 7 de julio. Si para darse cuenta los había ayudado la matemática, ahora, para transformar ese conocimiento en acción, los empujaba el hartazgo de la militancia y la sociedad civil. Basta de perfilismos e intrigas en las cúpulas, ahora se trata de impedir que la República quede en manos de los herederos del colaboracionismo fascista, parecían decir las manifestaciones que los urgían a dejarse de divismos. Los carteles de la calle apelaban a toda la interfaz simbólica de retomar al espíritu de la Resistencia contra Vichy. Pero el riesgo era grande. Los ultras de RN tenían a su favor el viento de un momento ahistórico que parece mover la historia a su medida: individualismo, fake news, adormecimiento de las izquierdas demasiado cómodas en los laureles del progresismo.
Los electores aguantaron la respiración y concurrieron a las urnas el 30 de junio. Apenas se supieron los resultados, se confirmó que el país quedaba al borde del precipicio, pero todavía con la posibilidad de no dar el paso al abismo. En grandes números RN estaba duplicando su bancada. Eso no era novedad. Pero se quedaba a un puñado de escaños de la mayoría absoluta y de la posibilidad de tener un primer ministro propio. Parecía que, a fin de cuentas, el 30 de junio aún no se había producido el desastre. El Nuevo Frente Popular se situaba en segundo lugar y el oficialismo quedaba tercero. No eran todavía bancas reales, sino una mezcla de bancas reales y bancas proyectadas que se tendrían que confirmar en segunda vuelta. El sistema electoral francés prevé balotaje para elegir a aquellos diputados que no llegaron a la mitad más uno de los votos en su circunscripción. El mecanismo es tan complejo que en algunos casos el balotaje es de dos y en otros, si los sufragios estuvieron más repartidos, la competencia es de tres. En casi todos los lugares en los que se vuelve a votar el primer domingo de julio RN está en la pelea. Así que si gana el número suficiente de duelos, podrá superar las proyecciones y lograr elegir, por primera vez después de la Segunda Guerra Mundial, un primer ministro francés de ultraderecha. Para evitarlo, el oficialismo y el Nuevo Frente Popular ya dijeron que retirarán sus candidatos en aquellas circunscripciones donde hayan quedado terceros, y que irán con el candidato del otro para cerrarle el paso a RN. Es verdad que el macronismo fue ambiguo para los casos en que deban declinar en favor del postulante de La Francia Insumisa. Pero en líneas generales parece que ese pacto se respetará. El domingo 7 de julio se sabrá si este segundo movimiento dio resultado.
Los franceses no se juegan sólo su propio futuro. Los italianos están mirando con interés lo que está ocurriendo en Francia. Ya se habla de un posible Fronte Popolare para plantarle cara a la mandataria de ultraderecha Giorgia Meloni. Sería una novedad para una izquierda que ha sabido dictar cátedra en términos de división. Pero si la centroizquierda española ha podido mantenerse en el gobierno, pese a que los une poco más que el espanto y que casi no hacen otra cosa que espantar al futuro con su costumbre de repelerse unos a otros, nada dice que los italianos no puedan unirse.
América Latina, océano de por medio, no quiere darse mucho por enterada. Tiene ejemplos de todo tipo. Desde el arco amplísimo de demócratas que se abroqueló alrededor de Luiz Inácio Lula Da Silva para cerrarle el paso a la reelección del ultra Jair Bolsonaro, en Brasil, hasta la lucha fratricida en el Movimiento Al Socialismo boliviano, que desangra su interna entre partidarios de Evo Morales y de Luis Arce. Entre las experiencias positivas se puede colocar la zigzagueante deriva chilena que le sirvió a Gabriel Boric para derrotar a José Antonio Kast, pero que no le está siendo tan aterciopelada para poder gobernar sin que los crujidos de arena se ensañen con la dentadura de la política en pleno arroz con berberechos. Uruguay es demasiado pequeño para que la solidez unitaria del Frente Amplio pueda pensarse como “exportable” y México demasiado grande para que algo de lo que ahí ocurre pueda entenderse del todo. ¿Y Argentina? En esta edición necesitamos una sección entera para hablar de una parte de su peronismo. Por todos esos motivos, la suerte del Nuevo Frente Popular francés puede aportar un ejemplo exprés y “de mediano porte” de que las unidades son el único camino para evitar la extinción de las izquierdas y la pérdida de derechos que el meteorito ultra traería consigo. Aunque se comience por el espanto, quién dice que no se vaya a terminar en el entusiasmo.
Roberto López Belloso, director de Le Monde diplomatique, edición Uruguay.